Escritor vence a personaje
Con ocasión del que hubiera sido su octogésimo aniversario, el pasado 30 de septiembre, sus editores de Nueva York, Random House, le han rendido homenaje publicando una exquisita reedición de su primera novela, Otras voces, otros ámbitos (1948), polémica por el modo en que ventilaba cuestiones homosexuales, un volumen recopilatorio que recoge por primera vez sus jugosas cartas, Too Brief a Treat: The Letters of Truman Capote, editadas por su biógrafo Gerald Clarke, y una esperada y esmerada edición de sus Cuentos completos -sus relatos jamás habían sido reunidos- cuya no menos esmerada traducción -espléndidas las versiones de Murillo y Villoro- reseñamos ahora, advirtiendo sin preámbulos que este volumen, que incluye un relato inédito (y nada desdeñable) descubierto este mismo año, La ganga (1950), y varios publicados por vez primera en castellano (Un visón propio, Las paredes están frías, En los umbrales del paraíso, La leyenda de Preacher y La forma de las cosas), cambiará por completo la imagen que de Capote tengan quienes sólo hayan leído su deliciosa nouvelle Desayuno en Tiffany's (1958) o aquel libro que inauguró por sí solo el género de la novela de no ficción, A sangre fría (1966), pues no en vano estos cuentos revelan la cara humana de un Capote capaz de retratar también al individuo, y no sólo su clase social. Aquí está el escritor, no el periodista.
CUENTOS COMPLETOS
Truman Capote
Varios traductores
Anagrama. Barcelona, 2004
332 páginas. 17 euros
El volumen, que incluye una
insustancial y prescindible introducción del profesor Reynolds Price (desperdiciada ocasión para un análisis riguroso del estilo y de los motivos de la dependencia que Capote tuvo siempre del género del relato), reúne cuentos de distinta naturaleza. De un lado, los que construyen mundos cercanos a la narrativa gótica de escritoras del Sur de los cuarenta y los cincuenta, como Carson McCullers o Flannery O'Connor, cuyos relatos enturbiados por visiones decadentes, trágicas supersticiones y un envolvente ruralismo mítico, trufado de niños y ancianos encerrados en cualquier pueblo asfixiante de la América profunda, están muy presentes en los candorosos cuentos del Capote más temprano, que se enriquecen asimismo con los episodios autobiográficos del pequeño Truman Strekfus Persons, abandonado por su mamá en la campiña de Monroeville, Alabama, junto a tías solteronas y Tom Sawyers de medio pelo, recuerdos de los que jamás pudo ya desembarazarse Capote. No son escasos los cuentos anclados en la dolorosa infancia del autor que figuran sin duda entre lo mejor de su literatura. La tendencia de Capote a narrar en forma de fábula moral -nunca de mero costumbrismo- se encuentra ya en La botella de plata, Mi versión del asunto, caricatura de la literatura grotesca -amores frustrados, fracasos domésticos-, que cultivaban Styron y otros coetáneos de Capote, Un recuerdo navideño, célebre y entrañable memoria de su propia infancia rural entre miedos indefinidos y una soledad apenas atenuada por ilusiones efímeras -en la que aparece una curiosa lista de lo que la protagonista sabe hacer, anunciando la que Capote escribirá sobre sí mismo en Música para camaleones (1980)-, Miriam, el cuento juvenil sobre la niña perversa que hizo famoso a Capote en 1945 y que, pese a su marco urbano, pertenece sin duda al claustrofóbico mundo gótico que se llevó consigo desde el Sur a Nueva York, El invitado del día de Acción de Gracias (interesante narrador autoconsciente con sugestivos apóstrofes al lector), La leyenda de Preacher, la muerte rondándole a un negro analfabeto en mecedora (formidable traducción de Jaime Zulaika), Niños en sus cumpleaños o el que cierra el volumen, Una Navidad.
Un segundo grupo de cuen
tos lo forman las historias desplazadas al sofisticado ambiente neoyorquino en el que Capote supo moverse como pez en el agua, donde conviven caprichosas flappers podridas de dinero, amas de casa venidas a menos, vida nocturna, matrimonios liberales, juguetes rotos, esnobs de chaise-longue adornando su insípida conversación con alguna que otra palabra francesa, parejas gays y mucha clase media refugiada en el cine o las páginas de Life. Hablamos de fragmentos de dramas arrancados de Tennessee Williams, de sátira de costumbres, de cuentos como El halcón decapitado, Profesor miseria, La ganga, un crudo y sutil relato de diferencias sociales y presuntas banalidades, cimentado en el sarcasmo y en los gossip que tanto le gustaban a Capote, el aplaudido Un árbol de noche, tres extraños en un tren al límite de la sordidez; Las paredes están frías, cuyas páginas se dirían extraídas de una cinta de cine negro; En el umbral del paraíso, una solterona acechando a un viudo ante la tumba de su esposa (imposible escribirle a Jack Lemmon un guión más perfecto), o Un visón propio, con diálogos que podría uno leer en los cartoons del The New Yorker, donde Capote trabajó. En casi todos ellos comprobará el lector que Capote despliega su condición de aventajado discípulo de Henry James o de sureño que jugó a ser Proust, esto es, de observador agudo del mundo social.
Mailer dejó escrito que Capote fue el mejor de su generación por sus frases perfectas y su ritmo calculado con metrónomo. Y por sus silencios y el despliegue teatral del texto (Capote escribe como si sus palabras saliesen a un escenario), tanto como por la brillantez de sus comparaciones, añade todavía este lector aportando un ejemplo: "Como si el cielo fuera un espejo roto por un rayo, la lluvia cayó entre ellos como una cortina de cristales astillados"). O por sus maniáticas recurrencias -camafeo, noviembre, las tartas, la orquídea, el otoño, abrigos de marta cibelina, Fred Astaire-, que logran crear un mundo propio.
De modo que los lectores de Capote tienen por qué estar de enhorabuena: las mencionadas novedades editoriales (a las que habrá que sumar la inminente reedición del libro de Lawrence Grobel, Conversations with Capote, Da Capo Press, 2000) no son moco de pavo, y estos Cuentos completos resultan prueba irrefutable de que aquella frenética esquizofrenia que aquejó al autor de Nueva Orleans, escindido entre la literatura y la vida, se ha resuelto finalmente en favor de la primera, pues la mera lectura de estos cuentos muestra que el Capote escritor vence al Capote personaje, y que el mejor antídoto contra el show de Truman, contra el Capote rutilante, chismoso y freak es su propia literatura, tan buena que en realidad jamás necesitó de esa enloquecida promoción que, en cambio, sí fue para su autor la vida (o la muerte) misma.
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