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Reparación moral y reconciliación civil

Enrique Gil Calvo

El próximo desenlace del caso Vera ha venido a coincidir con lo que ya parece derrota definitiva de la organización terrorista ETA, a cuya destrucción el citado ex responsable de la Seguridad del Estado dedicó todos sus esfuerzos profesionales. Es una triste ironía de la historia porque, en lugar de celebrar su victoria retrospectiva, el señor Vera parece volcado a lamentarlo amargamente sin que pueda esperar que nadie lo rehabilite, excepción hecha de sus antiguos amigos o patrones. Y para mayor sarcasmo, cuando él se dispone a ingresar en prisión privado del indulto de su Gobierno, se redoblan las peticiones de una solución dialogada para los terroristas. Por eso surgen ciertas voces que vinculan ambas cuestiones, en solicitud de posibles medidas conjuntas de gracia y punto final. ¿Existe algún fundamento que justifique tan forzado paralelo? ¿O se trata de asuntos incomparables que exigen respuestas diametralmente opuestas?

Respecto al primer caso, es indudable que el señor Vera no es en ningún modo inocente, como proclaman quienes pretenden su indulto. No sólo existe un veredicto inapelable de culpabilidad judicial, sino que además las evidencias empíricas resultan concluyentes. Pero debe reconocerse que la justicia española ha tomado al señor Vera como simbólica cabeza de turco, para hacerle pagar casi en solitario los múltiples pecados análogos que también cometieron muchos otros. Es en este agravio comparativo que sufre donde cabe compadecerle, reconociendo la desproporcionada injusticia de condenarle sólo a él mientras se absuelve a casi todos los demás. Esto explica la mala conciencia que ha movido a sus pasados superiores a solicitar ahora su indulto, ya que entonces no dieron la cara por él como era su deber.

En cambio, respecto al caso de los etarras derrotados que ya se baten en retirada, las cosas parecen mucho más claras. Se trata de criminales de guerra que se han dedicado a violar los derechos humanos extorsionando, secuestrando y asesinando con el único objeto de instrumentar a sus víctimas al servicio de sus intereses políticos. Pues 800 homicidios de limpieza étnica sólo pueden ser tipificados como genocidio o crimen de lesa humanidad, de modo comparable a los casos análogos de los Balcanes o América Central que caen bajo la jurisdicción internacional. Así que, desde el punto de vista ético, la impunidad de sus autores debe quedar radicalmente descartada. Y las posibles medidas de gracia, que sólo podrían ofrecerse de cara a una eventual rendición, siempre deben exigir como condición previa que se haga justicia, algo que resulta imposible mientras no haya confesión pública de sus crímenes con reparación moral a las víctimas.

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Por lo tanto, el único criterio que justificaría una oferta de diálogo a los etarras en retirada habría de ser no moral, sino pragmático, según el dudoso criterio de que el fin justifica los medios. Pero esto también resulta discutible. La conveniencia de ofrecer salida digna sólo se recomienda en los conflictos estancados en tablas donde ninguna parte puede vencer, para incentivar así la opción por la paz. Pues recompensar al ya derrotado carece de cualquier sentido práctico. Así que la única posibilidad de argumentarlo sería para favorecer la integración social de los vencidos dentro de una política de reconciliación civil, a fin de evitar que más tarde pudieran recurrir a la retórica del resentimiento para justificar su posible retorno a las armas.

Ahora bien, los procesos de reconciliación nacional para sellar un largo conflicto civil, cuyo ejemplo más citado como modelo es el de Suráfrica, se basan en la exclusión radical de la impunidad para los crímenes de guerra, exigiéndose a ambos bandos que reconozcan en público sus violaciones de los derechos humanos como forma de reparación moral a las víctimas. Y para ello se establece una imparcial Comisión de la Verdad que se encarga de tomar testimonio a víctimas y victimarios. En el caso de África del Sur, esa comisión fue presidida por el arzobispo Desmond Tutu, que mereció el Premio Nobel de la Paz por su decisiva ejecutoria para llevar adelante con éxito tan difícil misión de reconciliación nacional. Y también ha sido un eclesiástico, en este caso el obispo Valech, quien ha presidido la última Comisión de la Verdad instituida hasta la fecha: me refiero a la que acaba de hacer público en Santiago de Chile su Informe sobre prisión pública y tortura, tras tomar testimonio público a 28.000 víctimas torturadas por la dictadura militar de Augusto Pinochet.

Y algo semejante a esto es lo que muy bien podría hacerse en el País Vasco, instituyendo una Comisión de la Verdad encargada de elaborar un informe donde se reconstruyese la memoria histórica de las violaciones de los derechos humanos sufridas a manos de ambos bandos: tanto por parte de los etarras como de los diversos grupos parapoliciales (y no sólo del GAL) que practicaron la guerra sucia a lo largo de aquellos años. Para cumplir sus fines de reparación de las víctimas y reconciliación civil, esta comisión podría estar formalmente relacionada con las demás instituciones para la reconstrucción de la memoria histórica que se disponen a formarse para reparar los crímenes del franquismo. Y de paso, esta comisión permitiría rehabilitar casos como el del señor Vera, que en lugar de mendigar indultos vergonzantes podría recuperar así su dignidad personal.

El problema es que, dada la naturaleza incivil de nuestra cultura política, formar una Comisión de la Verdad sobre la cuestión vasca puede resultar una tarea imposible. Para entendernos, esa comisión debería actuar de un modo diametralmente opuesto al que utiliza la comisión creada en el Congreso de los Diputados para investigar el 11-M. Por lo tanto, esta comisión debería ser tanto extrajudicial como extraparlamentaria, y sólo podría estar formada por personalidades independientes de la sociedad civil. Pues si se permite que caiga en manos de juristas o historiadores tan sectariamente politizados como suelen estarlo en nuestro país, los resultados serían gravemente contraproducentes. Así que, tras mucho pensarlo, y si tenemos en cuenta que la Iglesia no sólo ha de estar para crear conflictos, sino también para solucionarlos, lo más conveniente sería que la comisión estuviera presidida por algún prelado, a ser posible no españolista ni vasco. Lo único que hace falta es encontrar un obispo Valech o un arzobispo Tutu, si es que existe alguien así en nuestro beligerante episcopado.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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