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Columna
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Negra mascarada

Rafael Argullol

Harbin es una enorme ciudad de nueve millones de habitantes al norte de la actual China, en la provincia de Heilongjiang, que en otro tiempo correspondía a la Manchuria central. En ella, pese al brutal desarrollo urbanístico, que iguala las moles de todo el mundo, aún pueden apreciarse restos de su pasado más comentado: la presencia rusa, la ocupación nipona, la guerra ruso-japonesa tras la cual, precisamente, la ciudad vivió su gran auge económico. La ciudad nueva, ahora aplastándolo todo, es ya plenamente china pero la ciudad antigua fue en gran parte construida por los rusos y a éstos, por supuesto, se debía la edificación de iglesias ortodoxas de las que en la actualidad sólo destaca el hermoso templo de Santa Sofía, recientemente restaurado.

Li Zhensheng, que expone sus fotografías sobre la Revolución Cultural, tiene una historia apasionante sobre cómo salvó los negativos

Naturalmente casi nada sabemos de Harbin -nueve millones de personas en un punto del mapa, como tantos otros- ni de las fábricas levantadas por los japoneses ni de los declinantes barrios eslavos. Lo más probable es que tampoco supiéramos nada de la iglesia de Santa Sofía si ahora no tuviéramos la oportunidad de averiguar las causas de su restauración y, en consecuencia, de su anterior destrucción hace 40 años. Santa Sofía, la principal iglesia ortodoxa de Harbin, fue devastada por una de las más extrañas plagas ideológicas del siglo pasado, la misma que también asoló a las demás iglesias cristianas y a los templos budistas. En realidad, fue la plaga que durante una década, entre 1964 y 1974, en China y no sólo en China, pareció asolarlo todo. La llamaron con un nombre actualmente increíble: la Gran Revolución Cultural Proletaria (GRCP).

Algo hemos ganado si un nombre así suena, hoy, entre ridículo y grotesco. Nadie, por suerte, se atreve con grandilocuencias ideológicas de ese estilo; sin embargo, en el siglo pasado, el de las grandilocuencias ideológicas sin precedentes, la GRCP fue la joya más inquietante. Para Occidente fue un murmullo, luego un eco y, al fin, un estruendo. Con los años, un telón de silencio lo barrió todo.

A los occidentales les horrorizó y fascinó el murmullo que informaba de lo que sucedía en la lejana y cerrada China porque, de acuerdo con lo que se creía entender, allí se producía una revolución de radicalidad única. Todo era extirpado y nada quedaba en pie. El eco viajó tanto por los oídos de los horrorizados como por los de los fascinados, borroso sueño para éstos y pesadilla apocalíptica para aquéllos.

Lo cierto es que ni unos ni otros tenían una idea aproximada de lo que acaecía. Pero en las ciudades europeas y americanas, la GRCP se convirtió en una advertencia y un lema, con historias de horror indescriptible y con mitos magníficos de una nueva humanidad que moldeaba el mundo desde cero. Durante algunos años nada resultó tan impactante como el eco transformado en estruendo, con multitudes contando las glorias de la GRCP y destacadas cabezas rendidas a su seducción (conservemos en la retina, no sé si injustamente, la imagen de Jean Paul Sartre repartiendo propaganda del inminente apocalipsis). Nunca, probablemente, se ha proclamado tanto lo que se ha ignorado tanto. Por eso fue tan rápido el silencio tras el bullicioso estruendo en las calles occidentales.

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Pero sabíamos y aún sabemos muy poco de lo que verdaderamente ocurrió en China. El mejor testimonio hasta la fecha quizá sea el del fotógrafo Li Zhensheng (al que se dedica una exposición en Caixafòrum: "Un fotógrafo chino en la Revolución Cultural"), el hombre que tras estar en el mirador adecuado tomó las precauciones idóneas para que, pasadas cuatro décadas, nosotros podamos mirar también desde su observatorio: es, en sí, un relato apasionante la historia de la conservación y traslado de los negativos fotográficos.

Como fotógrafo del Diario de Heilongjiang, de Harbin, Li Zhensheng captó la destrucción de la iglesia de Santa Sofía, una más de las tantas destrucciones a las que tuvo que dedicarse su cámara de testigo oficial. Él mismo ha contado que gracias a esta oficialidad pudo seguir desde las entrañas la bárbara liturgia de la GRCP.

Viendo esas fotografías sabemos algo más del carácter de la plaga. Es verosímil que se produjera un importante derramamiento de sangre, y Li muestra heridos y cadáveres. No obstante, el conjunto de las imágenes insinúa, sobre todo, una monstruosidad moral y espiritual. Una mascarada de la humillación puesto que, y eso es lo singularmente aberrante, todo constituye una escenificación de las peores ofensas para la diversión de los vociferantes espectadores. Como en un abismal teatro de marionetas, los guardias rojos transforman a sus humillados en pobres títeres mientras a su vez ellos se mueven bajo los hilos manejados por un poder que, da la impresión, ha llegado incluso al melancólico hartazgo del poder. En este sentido, las fotografías de Mao Tsé-Tung son elocuentes porque aparece contagiado de la misma melancolía que el Calígula de Albert Camus: el poder absoluto no sólo corrompe absolutamente sino que vacía absolutamente.

El crimen se hace aburrido. Y, después de todo, la mascarada también.

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