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Psicología del aznarismo

Tras la comparecencia de José María Aznar ante la comisión que investiga el 11-M varios columnistas de este periódico han coincidido en señalar que el ex presidente, a juzgar por sus palabras, miradas y gestos, parecía hallarse en un estado alterado de psiquismo, ya que estuvo todo un día pétreamente instalado en la más absoluta irrealidad, negando evidencias, responsabilidades y error alguno, acusando a sus acusadores de lo mismo que le acusaban e insinuando insidias sin pruebas contra referentes arteramente innominados. ¿Podía haber sido de otro modo? Intentaré probar que fue la culminación de una conducta prolongada y sin fisuras, que contagió a ministros, magistrados, dirigentes del PP y otros acólitos.

El núcleo del discurso aznariano, tanto en el poder como antes y ahora en la oposición, es éste: somos los buenos y, por tanto, tenemos siempre razón. Si alguien se opone es que nos odia y quiere acabar con nosotros. Guerra total,pues, al enemigo, en la línea de George W. Bush y sus neocons. En la guerra total todo vale: desprestigio moral del contrario con mentiras y calumnias; ruptura de los pactos contraídos con él; penalización de la discrepancia política; control de la televisión; intento de destrucción del poder mediático rival; control del poder judicial; entrega de sectores económicos públicos a grupos amigos; complicidad con la jerarquía eclesiástica; compra de tránsfugas; discurso apocalíptico para infundir temores; apropiación del texto constitucional; pactos antinatura cuando convienen (PNV, CiU, PCE de Anguita); rodillo parlamentario, etcétera. Las técnicas utilizadas para mantener la opinión pública a su favor dentro de un régimen inevitablemente democrático han sido, como es notorio, la ocultación de los problemas (sobre todo de los muchos producidos por incompetencia) y la irresponsabilidad más absoluta: abuso de la mayoría para rechazar comisiones investigadoras; negación impertérrita de las pruebas que evidenciaban los errores y fallos; invento delirante de conspiraciones (ETA-Al Qaeda-PSOE); acusación de ser perseguidos; excusas de "no saber nada" sobre asuntos muy serios. En cambio, sí se justificaban con altivez decisiones impopulares y no consensuadas con el resto de los partidos (servicios a George W. Bush, guerra de Irak, política europea, hazaña bélica en la isla Perejil) como actos exigidos por un máximo sentido de la responsabilidad. En la mayoría de los casos se eludía ésta acusando con agresividad a quienes la exigían, o se intentaba que callaran en el Congreso con el recurso pueril a la bronca, el pateo y los insultos. Pero lo que más impresiona del uso continuado de tales técnicas para eludir responsabilidades es la frialdad, el desprecio y la impasible voluntad de engaño con que se han enfrentado desgracias humanas muy dolorosas (Prestige, Irak, Yak-42, 11-M), demostrando una insensibilidad increíble y lo poco que importaban las personas frente a la conservación del poder y una buena (?) imagen de quienes lo ejercían.

¿Habrá que deducir de todo ello que las conductas del aznarismo son inmorales o amorales? No soy quien para juzgar la moral personal de mi prójimo, si bien los mores o hábitos democráticos no parece que hayan salido muy fortalecidos durante su mandato. El problema es psicológico. El cuadro sintomático que he trazado antes pide un diagnóstico de los expertos. Pese a no serlo, me atrevo a sugerir que estamos ante un grave complejo de inferioridad que provoca una neurosis obsesiva de culpa. Tal vez a causa de una educación autoritaria y dogmática, con una religión amenazadora de castigos eternos en caso de pecado, se ha inducido un sufrimiento insoportable ante la posibilidad de errar o fallar. Incapaces de reconocer los propios errores y faltas, la irresponsabilidad es el blindaje neurótico: "Somos buenos, tenemos la razón, no hacemos nada malo, pero somos odiados y perseguidos. No somos culpables de nada, sino víctimas de todo". Por otro lado, la manía persecutoria denota inseguridad, la cual conduce al abuso de poder, a la compra de apoyos y, de nuevo, a la irresponsabilidad. Explica también el dogmatismo inflexible en las ideas conservadoras o reaccionarias y la proyección en los demás de los defectos propios, lográndose así una falsa seguridad, fría y robótica, que haga creer que se está en la verdad cuando se miente y que se tiene razón pese a que la realidad (equivocada) lo desmienta. La paranoia es el blindaje de la inseguridad, como el temor obliga a ser cruel y a la belicosidad (la mejor defensa es el ataque) a partir de un típico principio de ciertos grupos piadosos: el fin justifica los medios. Se trata de un curioso angelismo materialista que, en nombre de los altos fines espirituales que se dice cumplir, no tiene escrúpulos a la hora de estar más allá del bien y del mal cuando se pretende un beneficio mundano, ya sea poder, éxito o dinero. El complejo de inferioridad comporta además megalomanía vanidosa compensatoria, dominación del débil y servilismo ante el fuerte. No se gobierna. O se manda o se es un mandado.

¿Cómo se puede llegar al gobierno de un Estado con ese estado psíquico? La democracia electoral tiene esas bromas pesadas. Sólo la higiene mental de una ciudadanía moral y políticamente sana podrá impedirlo en el futuro, pues pocos podíamos preverlo antes, aunque sí sospecharlo por la forma en que se montó la conspiración mediática y el "¡váyase, señor González!" que logró aupar en el poder al aznarismo. Aunque el 11-M el pueblo captó al fin lo evidente de varios años y aplicó la correspondiente terapia pública tres días después, no parece que ésta haya sanado aún al PP aznarista, preso en la paranoia de una conspiración mediática (esta vez perversa, no como la otra) que le ha robado literalmente algo que cree tan suyo como el poder del Estado. Los catalanes solemos decir en estos casos potser que s'ho facin mirar. Pero de una vez por todas, para bien de un partido necesario en democracia y para la democracia misma.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona.

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