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Tribuna:DERECHOS HUMANOS Y PAZ
Tribuna
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Ignacio Ellacuría, 15 años después

Juan José Tamayo

El 16 de noviembre se celebra el quince aniversario del asesinato del teólogo Ignacio Ellacuría, una de las figuras más significativas del cristianismo liberador en América Latina, a manos de militares del Ejército salvadoreño.

Nacido en Portugalete (Vizcaya) en 1930, vivió desde 1949 en El Salvador. Fue discípulo y estrecho colaborador del filósofo Xavier Zubiri, algunas de cuyas obras editó tras la muerte del maestro, y del teólogo Karl Rahner, dos intelectuales que dejaron una huella profunda en su vida y ejercieron una influencia decisiva en su pensamiento. Desde 1979 fue rector de la Universidad Centroamericana "José Simeón Cañas" (UCA), que se guiaba por el principio-liberación.

Reconocía la moralidad de la violencia liberadora en situaciones muy concretas, pero la consideraba un mal
Conforme radicalizaba su compromiso a favor de los excluidos y sus críticas al poder, más peligro corría su vida

Colaboró muy de cerca con monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980. "Con monseñor Romero Dios pasó por El Salvador", decía. Desde la muerte del arzobispo Romero, Ellacuría fue elevando cada vez más la voz en sus denuncias y proponiendo alternativas viables. Conforme radicalizaba su compromiso a favor de los excluidos y sus críticas a la oligarquía, al poder político y a los militares, más frecuentes eran las amenazas de muerte y más peligro corría su vida. En varias ocasiones tuvo que abandonar el país por dichas amenazas. La UCA fue objeto de constantes atentados y actos de sabotaje. Fue asesinado junto con cinco compañeros jesuitas y dos mujeres salvadoreñas.

Los numerosos estudios sobre la vida y el pensamiento de Ellacuría que se han sucedido ininterrumpidamente tras su asesinato nos han descubierto nuevas dimensiones de su personalidad, en la cual convivían armónicamente el profesor universitario y el analista político, el mediador para la paz y el crítico del poder, el filósofo de la realidad histórica y el teólogo de la justicia, el intelectual comprometido y el creyente sincero, el lúcido polemista y el hombre religioso, el pensador y el testigo. La lectura de su obra y el conocimiento más preciso de su actividad política y universitaria nos permiten valorar en sus justos términos el sentido crítico de su pensamiento, la autenticidad de su experiencia religiosa, su vocación pacificadora en medio de los conflictos, su compromiso ético con los pobres de la tierra, la vigencia de muchos de sus análisis políticos, el horizonte emancipador de su filosofía, la perspectiva liberadora de su teología y su insobornable honestidad con la realidad. Su vida fue ejemplo de coherencia entre pensar y actuar, fe cristiana y compromiso con los excluidos, reflexión y solidaridad con las víctimas. Pedro Laín Entralgo lo definió como Pharmakós por su pasión en reconciliarnos con el ser humano que somos. Jon Sobrino le llama "hombre de compasión y misericordia".

Hay dos campos en los que hizo importantes aportaciones: los derechos humanos y la paz, ambos de especial importancia en el actual debate político a nivel internacional, sobre todo tras la reelección del George W. Bush como presidente de los Estados Unidos, ya que pueden verse más amenazados que nunca.

El proceso vital e intelectual de Ellacuría es inseparable de la defensa de los derechos humanos. La clave de su vida fue la lucha por la justicia, traducida en el apoyo a las causas unitarias de las organizaciones populares, en la denuncia de las situaciones de opresión y en la propuesta de alternativas para una vida humana de las mayorías populares. Su objetivo era humanizar los procesos históricos liberándolos del carácter inhumano que imponen las situaciones de injusticia y violencia estructurales, causantes de la violación de los derechos humanos.

Ellacuría parte de una constatación palmaria: la mayoría de los seres humanos no es "sujeto de los derechos humanos" en la práctica; peor aún: esa mayoría ve conculcados, negados sus derechos. En tal situación, "el método adecuado para encontrar y realizar un derecho efectivo y dinámico, un derecho que sea en su realización histórica lo que pretende ser en su teoría ideal -ser lo verdadero, lo justo y lo ajustado-, es negar superadoramente aquella condición de debilidad, de esclavitud y de opresión, que es lo que se da de hecho". Es precisamente esa negación de los derechos humanos a las mayorías oprimidas la que se convierte en "motor de la lucha por ellos".

Antonio González, discípulo y editor de algunas obras de Ellacuría, subraya los fundamentos biológicos de los derechos humanos. Toda moral concreta de un grupo social y toda fundamentación racional de las obligaciones universales, afirma, hunden sus raíces en los bienes elementales sin los que no es posible la praxis humana y por ende la ética. A su vez, la práctica de los derechos humanos es inseparable de la supervivencia de la humanidad. Sólo ese planteamiento da una perspectiva universalista a los derechos humanos. Hay que conceder prioridad, por tanto, a los derechos que tienen que ver con la supervivencia de los seres humanos, que son los más amenazados, sobre todo en el Tercer Mundo: la vida, la salud, la educación, el vestido, la vivienda, el trabajo.

Para que la universalidad pueda realizarse y no se quede en el terreno de las declaraciones de principios, es necesario contextualizar la teoría de los derechos humanos en tres niveles complementarios: desde dónde (desde los pueblos oprimidos), para quién (para las mayorías populares) y para qué (para el logro de su liberación). El horizonte en que hay que situar los derechos humanos no es el conflicto entre racionalidad o irracionalidad, ni el triunfo de la razón sobre la fuerza, sino la defensa del indefenso, del débil, del desprotegido. Ellacuría historifica los derechos humanos como respuesta a su idealización e ideologización.

Las reflexiones de Ellacuría sobre la paz y la violencia resultan hoy especialmente iluminadoras. Distinguía tres tipos de violencia: la estructural, ejercida por el sistema, que es la violencia primera y más grave, porque atenta contra la dignidad y la vida de las mayorías populares, y debe ser erradicada con medios eficaces; la revolucionaria de carácter liberador, que responde de manera organizada a la violencia originaria con el objetivo de crear una sociedad más justa; la represiva -siempre condenable-, que es la respuesta del Estado y de las clases dominantes a las protestas populares, recurriendo incluso a prácticas terroristas. Aun cuando reconocía la moralidad y la coherencia de la violencia liberadora en situaciones muy concretas, la consideraba un mal y llamaba la atención sobre sus peligros. Prefería los métodos no violentos, en sintonía con el evangelio.

Sols Lucia define a Ellacuría como "un hombre de paz en medio de la violencia". Y acierta en la definición, ya que trabajó denodadamente por la paz en un país como El Salvador que se desangraba en una guerra con miles de muertos, en la creencia de que la paz era posible, pero no a cualquier precio, sino cimentada sobre la justicia. Siempre fue contrario a la solución militar y partidario del diálogo y de la negociación, en los que estuvo implicado directa o indirectamente a través de no pocos encuentros con las organizaciones armadas. Su objetivo era doble: que terminara la guerra y que desapareciera la injusticia estructural. Los investigadores de su asesinato reconocieron que Ellacuría era "una de las últimas y mejores esperanzas para el diálogo pacífico en El Salvador".

Por paradójico que parezca, la muerte violenta de Ellacuría aclara el sentido de su vida y constituye una denuncia del plus de negatividad ínsito en la historia humana.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Fundamentalismos y diálogo entre religiones (Trotta, Madrid, 2004).

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