Cuatro años con los indios de Canadá
En estos días en que tanto se habla de mestizaje, de multiculturalidad y de interés por lo que sucede en otras partes del mundo, vale la pena subrayar la experiencia de Clara Valverde, una barcelonesa que vivió durante cuatro años con los indios cri de Quebec. Enfermera de profesión, viajó al norte de Canadá para colaborar en un programa de salud pública, pero una vez allí cambió de rumbo y se dio cuenta de que podía aprender mucho de aquella gente que no tiene la palabra adiós en su vocabulario, que se dejan guiar por los sueños, que creen que las auroras boreales son luces que bailan en el cielo, que están convencidos de que las canoas tienen alma y que se sienten más inclinados a seguir los dictados de la intuición que los de la cabeza.
Los cri, que son en total unos 13.000, viven en nueve poblados y grupos de caza en el norte de Quebec, en un territorio tan grande como España que pasa cada año por 10 meses de invierno riguroso, a veces con temperaturas que pueden llegar hasta los 40 grados bajo cero. Su paisaje es de pocos árboles y de mucha nieve, con grandes llanos en los que para desplazarse hay que recurrir casi siempre al avión, ya que las distancias a recorrer son a menudo de más de mil kilómetros. "Para mí todo aquello es más que nada un espacio mental", indica Clara Valverde. "No sé exactamente por qué fui a visitar a los cri, pero tengo muy claro que me alegró mucho ir. Me encontraba a gusto allí y la verdad es que, aunque soy muy friolera, allí me sucedió algo muy curioso: no tenía frío. Estaba bien entre aquella gente. Desde el primer momento me atrajo la mirada de aquellos indios; tiene una fuerza increíble. Es la mirada de una gente que durante 6.000 años no tuvo ni amo ni patrón. Es una mirada de libertad; te miran y tienes la sensación de que desde el primer momento lo ven todo, lo saben todo de ti".
En un libro, En tránsito de sueño en sueño (Ediciones del Cobre), Valverde habla de los cuatro años que pasó conviviendo con los cri, una de las tribus más aisladas de América. De aquella época le queda su preferencia por las salas redondas, ya que le recuerdan a los tipis, las tiendas circulares de los indios.
"Según los cri", aclara, "las salas cuadradas o rectangulares tienden a imponer una jerarquía, cosa que no sucede con las circulares". También le queda la curiosa costumbre de encender hierbabuena para llamar a los buenos espíritus, cosa que sorprende en un escenario urbano y europeo. Su vida, reconoce, cambió gracias a su contacto con los cri, y especialmente desde el momento en que los indios la invitaron a participar en una curación emocional. Antes de empezar, la advirtieron: "No será una curación como las que hacéis vosotros, sino con nuestros ritos y ceremonias espirituales".
Desde el momento en que Clara Valverde tuvo la suerte de participar en ceremonias de purificación, reservadas en principio sólo a los indios, tuvo claro que aquella gente podía enseñarle muchas cosas sobre ella misma y sobre la mirada anterior. Dejó de lado el proyecto sobre la diabetes que la había llevado hacia allí y se dispuso a ser una buena alumna. "No sé si fui muy útil a los cri, pero lo cierto es que aprendí mucho sobre saber estar, sobre la explicación de lo cotidiano y sobre las cosas que no se pueden explicar", concluye.
Recuerda Valverde que en 1992, cuando los fastos olímpicos convirtieron a Barcelona en el centro de las miradas del mundo, una delegación de indios cri visitó la ciudad para mostrar la otra cara del Descubrimiento. Fue un viaje de intercambio en el que encaja una anécdota que cuenta en su libro: los indios le preguntaron en cierta ocasión a un antropólogo qué era lo que estaba haciendo exactamente con ellos. Él les respondió que tomaba notas sobre cómo vivían para poder contarlo después en su país. Uno de los indios le preguntó: "¿Y te pagan por esto?". Cuando el antropólogo respondió afirmativamente, el indio reflexionó durante unos segundos y concluyó: "Yo también viajaré a tu ciudad y a la vuelta cobraré por contar a los otros indios cómo es". Otra anécdota: cuando le preguntaban a Clara dónde vivía, ella les mostraba una postal de Barcelona en la que se veía toda la ciudad, con la gran densidad de población que se extiende entre el Tibidabo y el mar. Uno de los indios, admirado ante la gran cantidad de casas, le preguntó: "¿Y dónde cazan comida suficiente para todos?".
El choque entre la cultura occidental y la de los indios cri es enorme, pero Clara Valverde está convencida de que tenemos mucho que aprender de ellos. "Ellos escuchan las palabras, pero también los silencios", dice. "Y no tienen nunca prisa por hablar. Lo peor que puedes hacer con los cri es interrumpirlos. Realmente, creo que por mucho que se diga, no hemos descubierto América, porque todavía no los conocemos".
Aunque ahora ya hay muchos indios cri que van en moto de nieve, llevan gorrita de béisbol y miran la televisión, Clara Valverde opina que siguen manteniendo su identidad. "La sociedad occidental y la de los cri son como el aceite y el agua. Se juntan, pero no se mezclan", señala. "Los cri son de otro mundo; vienen del bosque, de un mundo no racional. Recuerdo que una vez me desplacé muchos kilómetros en avión para asistir a una reunión, y cuando llegué, a los pocos minutos todos se levantaron sin decir nada y se fueron. Contrariada por la anulación de la reunión, pregunté qué pasaba y me dijeron: "Notamos que vienen los patos". La intuición en ellos es básica y por eso no dudaron en anular la reunión y salir a cazar".
Hija del prestigioso profesor José María Valverde, fallecido hace ya algunos años, Clara sonríe ante su primer libro literario y expresa un sentimiento: "Dicen que los adictos somos hijos de adictos. Mi padre era un adicto a escribir y yo no pienso desintoxicarme, porque he descubierto que me encanta escribir y pienso insistir en el futuro".
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