'Si me necesitas silba'
A sus 19 años, aquella neoyorquina del Bronx tenía una voz áspera, la piel nacarada, el pelo rubio rojizo y los ojos verdes. Su imagen había salido en la portada de Harper's Bazaar (marzo, 1943) y la mujer de Howard Hawks le sugirió: "Ésta es la chica que buscas". El director de cine llevaba varios años trabajando en la adaptación de una novela de su amigo Ernest Hemingway, Tener y no tener (To Have and Have not), que no había sido excesivamente bien recibida por la crítica. Se lo había planteado casi como un desafío, o como una broma, durante una excursión de ambos a pescar. Deseoso, sin duda, de triunfar en el empeño, encargó el guión nada menos que a William Faulkner, al que luego ayudaría también Jules Furthman. Al final, hubo tantas manos metidas en la historia que es difícil averiguar su paternidad, aunque quizá eso es lo de menos, porque lo único que necesitaba la Warner era repetir el inmenso éxito de Casablanca con idéntico actor como protagonista (Humphrey Bogart). De modo que bastaría con ambientar la narración en un marco parecido -en este caso, la Martinique francesa bajo el Gobierno de Vichy-, poner un pianista resultón y buscar una chica que le diera la réplica a "Bogie". En ello andaba Hawks cuando su mujer le alertó : "La chica, la chica de la portada es la que buscas".
En 'Tener y no tener' exhalaba una sensualidad inquietante, sobre todo porque además de arisca era inteligente
La Slim de la película de Hawks nos ha regalado al fin una lección de cómo envejecer con dignidad
Se llamaba Betty Jean Perske y era hija de inmigrantes, padre alemán y madre rumana, que, tras su divorcio, recuperó el nombre de soltera, Bacal. Había estudiado arte dramático durante un año pero apenas tuvo oportunidades de actuar antes de decidirse a ser modelo profesional. La elección de Hawks era una apuesta arriesgada, probablemente confiaba en que lo sólido del guión y la arrolladora personalidad de Bogart bastarían para salvar la película. Quizás intuyera las dotes dramáticas de la chica y, en cualquier caso, le divertía haber encontrado alguien capaz de desplegar en el plató un cinismo que compitiera con el del protagonista. Pero lo que no se podía ni imaginar era que Lauren Bacall, nombre artístico de la joven Betty, acabaría enamorándose durante el rodaje de aquel galán maduro y habría de formar con él uno de los matrimonios más estables y emblemáticos de Hollywood. Tener y no tener se convirtió, así, en una historia de amor de una intensidad dramática tal que es difícil compararla con ninguna otra de cuantas haya registrado el celuloide.
La última vez que vi la película, en pantalla grande y versión original, fue en un cine de Gijón, abierto a deshoras en honor de Juan Cueto, para que él y un par de amigos más pudiéramos destriparnos de felicidad con semejante cúmulo de placeres: los diálogos de Hemingway y Faulkner, punzantes hasta el sarcasmo; la tensión narradora de Hawks; la eficacia imperturbable de Bogart y la belleza insultantemente joven de la chica, su zumbona mirada de tigresa, ese aire como de putita de buena familia que exhalaba una sensualidad inquietante, sobre todo porque además de arisca era inteligente. Su interpretación del papel de Slim conmocionó el mundo de la farándula, muchos pensaron que había nacido una nueva Greta Garbo, pero pronto cayeron en la cuenta de que la Bacall huía del estrellato como de la peste, y prefería convertirse en lo que verdaderamente ha sido y es: una gran dama de la escena.
La historia de Lauren Bacall resulta, en gran medida, radicalmente contraria a la de muchas divas del cine. Cosechó su éxito más inolvidable en su primera película y, aunque ha participado ya en más de una cincuentena y su nombre ocupa un lugar de honor en la lista de los mitos de Hollywood, la Academia se ha resistido obstinadamente a otorgarle un Oscar, ni siquiera en la categoría de actriz de reparto. Hay quien maliciosamente piensa que ello se debe a que su belleza, con ser mucha, ha sido siempre superada por su profesionalidad y a que nunca ha protagonizado escándalos de cama. Habitual de los teatros de Broadway -y aún de Londres- durante sus largas ausencias de la pantalla, comprometida con las causas liberales y progresistas, la Bacall comenzó despertando sueños eróticos entre los jóvenes de los cuarenta, para acabar recabando el respeto y la admiración de la generación de los sesenta, tan criticada ahora por Tony Blair y sus ministros secuaces. Durante un par de décadas alternó con grandes monstruos de la pantalla, como Gary Cooper, Gregory Peck, John Wayne o Rock Hudson, para no citar el trío de damas que compuso con Marilyn Monroe y Betty Grable en Cómo casarse con un millonario. Actriz de raza, ha sabido combinar la comedia con el drama, pero su nombre estará ligado para siempre a la historia del cine negro. Éste es, sin lugar a dudas, el más literario de todos los géneros cinematográficos y la alta concentración de grandes escritores que se dieron en los preparativos del debú de Lauren Bacall es buena prueba de ello. No sé si ése es el motivo por el que, a la hora de elegir uno entre los miles de sueños que el cine despertara en nuestra adolescencia, mi voto fue a parar a su urna. Los españoles hemos tenido, a medias, la pena y la fortuna de que las distribuidoras nos acostumbraran a ver las películas dobladas. Eso me impidió, en mi primera juventud, disfrutar de la voz aguardentosa e inquietante de la jovencísima Betty Perske, cuyo desgarro al hablar ponía sorprendente contrapunto a la dulzura pícara de su mirada. Pero también hizo posible que los fantasmas de la primera civilización global hablaran español y se dirigieran a mí en mi propio idioma. De modo que, cuando se debate sobre la identidad cultural, lo menos que puedo reconocer es que Gary Cooper es tan mío como de los gringos y, tal y como se están poniendo las cosas, Lauren Bacall es ya mucho más nuestra que de ellos, por lo menos hasta que Kerry gane las elecciones y Michel Moore se salga con la suya. Por si fuera poco, la Bacall, o Hemingway, o Faulkner, o quien diablos fuera nos dejó esa irrepetible frase que ella espeta a su amante Bogart en la película de marras durante uno de los más turbadores diálogos que ha dado a luz el séptimo arte: "No tienes que decir ni hacer nada. Nada absolutamente. O quizá sólo silbar. Sabes cómo silbar, ¿no, Steve? Basta con juntar los labios y... soplar". (Hay que decir que, en inglés, soplar adquiere un segundo sentido que nada tiene que ver, como entre nosotros, con el beber en exceso). Sólo esa escena, que mereció una espléndida traducción libre en el doblaje hispano, valdría ya por toda la carrera de la actriz, trabajadora incansable y pertinaz en la búsqueda de la excelencia profesional. A sus cerca de 80 años, sigue actuando en un par de filmes dirigidos por Lars von Trier, en uno de ellos como secundaria a la sombra de Nicole Kidman. La Slim de la película de Hawks, casada en segundas nupcias después de la muerte de "Bogie" con Jason Robards, y divorciada años más tarde de él, nos ha regalado al fin una lección de cómo envejecer con dignidad, en contraste con la ridícula lucha contra el tiempo y las arrugas que muchas de sus colegas protagonizan. Ha demostrado que su impresionante belleza de juventud respondía a un formidable impulso interior más que a una anatomía bien dispuesta.
Contemplando sus fotografías de vampiresa, con el peinado a lo Verónica Lake, la otra gran leyenda femenina del cine negro, es fácil evocar las tardes del cinema Paradiso, cuando matábamos el tiempo mascando chicle o cascando pipas de girasol, mientras los policías cosían a tiros a individuos tan increíblemente perversos como Peter Lorre. En medio de la oscuridad templada, aspirando los efluvios de ozonopino que luchaban inútilmente contra la sudoración de los espectadores y la falta de aireación del local, buscábamos furtivos la mano de la compañera de juegos y un pequeño escalofrío nos recorría la espina mientras aguardábamos esa voz que nos dijera, como Slim, en tono cazallero y retador: "Si me necesitas, silba".
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