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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La cultura adormidera

Mario Vargas Llosa

"El Estado no premia el talento, sino la sumisión". En la transitoria desmemoria que me produce el ayuno, dudo ahora si la frase es de Pío Baroja o de algún otro. Pero, aunque su autoría se me escape, estoy muy seguro de que, quien fuera el que la lanzó, dijo una verdad como una casa. Y porque lo creo así desconfío de los privilegios y tratos preferenciales que, según muchos, el Estado debería conceder a los artistas y creadores para fomentar la cultura.

Naturalmente que no estoy en contra de que escritores, músicos, bailarines, cineastas, escultores, pintores, reciban apoyos para salir adelante, pero, para ser eficaz y no coartar su libertad, esta ayuda debe venir principalmente de la sociedad civil y no de la burocracia, porque el Estado (que, en este caso, como en muchos otros, es indistinguible de los gobiernos), impone un precio que a la corta o a la larga tiene efectos perniciosos para la cultura y la salud cívica y moral de la sociedad en general.

Ninguno de los dos críticos a mi artículo contra la excepción cultural, Vicente Molina Foix y José Vidal-Beneyto, tiene en cuenta para nada este tema que, sin embargo, es primordial cuando se pide que el Estado se convierta en el gran patrocinador y mecenas de las artes y las letras para que éstas prosperen, no sean pervertidas por las malas influencias norteamericanas y no se vea adulterada la "identidad cultural" de la nación: ¿qué precio se paga por ello?

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Sospecho que la razón por la que el asunto no les preocupa es ésta: España es un país democrático y en las democracias, a diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, los gobiernos no pretenden, ni lo conseguirían aunque se lo propusieran, imponer alguna forma de dirigismo cultural, introducir mecanismos de censura o convertir a los artistas y creadores beneficiados por la ayuda estatal, en turiferarios, porque ni ellos ni la opinión pública lo toleraría. Esas cosas son privativas de los regímenes totalitarios, la URSS y China Popular en el pasado, por ejemplo, o Cuba y Corea del Norte en el presente, donde artistas e intelectuales disfrutan de un estatuto privilegiado en relación con el resto de la sociedad a condición de ceñirse en su trabajo y en su conducta cívica al papel de cortesanos, sumisos ideológicamente a las consignas del régimen. En esos casos extremos de instrumentalización del intelectual y del artista, la cultura verdaderamente creativa se hace fuera del círculo oficial, en esas catacumbas y tinieblas exteriores a donde son expulsados los réprobos, es decir, un Joseph Brodski, un Kundera, un Mrozec, un Solzhenitsyn.

Pero no sólo en los Estados totalitarios la cultura es un instrumento de sujeción y un incensario del régimen. Recuerdo un congreso del PEN internacional en que un escritor de Arabia Saudí explicó por qué los poetas de su país no tenían la vida marginal y difícil de que se quejaban sus colegas occidentales. Aquéllos, cuando terminaban un libro, se lo enviaban al soberano, y éste, hombre aficionado a las artes, les retribuía el gesto con un cheque generoso.

Pero probablemente ningún sistema haya sido tan refinado y sutil en la instrumentalización de la cultura al servicio del poder como el que instauró el PRI de México. Allí, durante la larga era priísta, muchos artistas e intelectuales fueron ayudados por el régimen, con cargos y nombramientos que correspondían al prestigio e importancia de la persona: embajadas, agregadurías culturales, becas, puestos en las reparticiones oficiales, etcétera. Y, a diferencia de esas chuscas dictaduras que convertían a sus protegidos del espíritu en abyectos aduladores, el PRI no exigía a los suyos que lo elogiaran ni defendieran. Por el contrario, les permitía que lo criticaran y señalaran sus yerros y carencias, de modo que tuvieran la vida llevadera y la conciencia tranquila: ¿qué mejor manera de demostrar que la dictadura perfecta era la democracia perfecta? Sólo cuando algunos exacerbados iban más allá de lo prudente en su condena del régimen y sus críticas mordían carne, iban presos o tenían accidentes.

Es verdad que en las democracias como España no ocurren esas cosas. En ellas, el proceso que resulta de un intervencionismo excesivo del Estado en la financiación de la vida cultural mediante leyes de excepción -aranceles, subsidios, cupos- es infinitamente más complejo y difuso, pero no menos dañino para la existencia de una cultura libre, crítica, en permanente cuestionamiento de los valores y las instituciones establecidas. Este tipo de cultura es imposible de surgir en una sociedad donde la vida artística y literaria está apoyada en un sistema de ayudas que, en verdad, se vuelven rápida e insensiblemente rentas, privilegios, concesiones, que crean una situación de dependencia del patrocinado hacia el patrocinador. Ese sistema, aun concebido con las mejores intenciones, degenera siempre en una discriminación que obedece tanto a cuestiones personales -el amiguismo- como a lealtades y deslealtades políticas y que opera una discreta pero profunda distorsión de los nobles fines con que fue gestado. Por otra parte, semejante sistema estimula la formación de grupos de presión para conseguir la parte de león de las ayudas estatales, de modo que, al final, lo probable es que reciba más ayuda no quien más la necesite, sino quien más presión puede ejercer. Y, no hay duda, quienes tienen más acceso al sector mediático -terror de los gobiernos- están en unas condiciones de superioridad absoluta sobre los otros artistas para hacerse escuchar. ¿Quién levantará la voz por los desamparados bailarines y los músicos, por ejemplo, huérfanos entre los huérfanos en el mundo del arte? El resultado final de este sistema es, a mediano o largo plazo, la entronización de una cultura adormidera, que, ay, es la que parece predominar cada vez más en las sociedades democráticas occidentales.

La expresión "el arte adormidera" la utilizó por primera vez el poeta surrealista peruano César Moro, en los años cuarenta, en una polémica con el chileno Vicente Huidobro, una querella que, a diferencia del civilizado intercambio que tenemos con Molina Foix y Vidal-Beneyto, estuvo llena de imprecaciones y ferocidades muy surrealistas. La expresión es iluminadora. Como la adormidera que produce el opio y tiene unas hojas abrasadoras y trepantes, el subsidio oficial debilita y agota por desfallecimiento interno la acción creadora: ésta pierde pugnacidad, audacia, independencia, libertad. Sin exigirle nada, la dependencia la banaliza. No hay que dejarse engañar por las insolencias, los disfuerzos, los desplantes y la espectacularidad que a veces despliega; a menudo, sólo disfrazan su vacío. Se trata de un arte que distrae y entretiene, y, en sus mejores momentos, brilla y seduce. ¿Por qué pedirle más al arte? ¿O hay todavía algún imbécil suelto en plaza que cree que una novela, una película, una función de ballet o un montaje dramático pueden tener un efecto sísmico sobre la vida de la gente y trastornar la historia? Sí, lo hay, el que esto escribe.

Porque lo creo, estoy convencido de que el creador debe defender con uñas y dientes su independencia frente al poder y ser un estricto servidor de sus demonios: sus convicciones y obsesiones personales. Y, si le hace falta, buscar apoyo en todos los recovecos de la sociedad, como lo hizo Buñuel, quien pidió ayuda económica a las condesas, pero no a los gobiernos. Porque los verdaderos artistas y creadores constituyen siempre unos contragobiernos, unos gobiernos en las sombras desde las cuales van impugnando las certidumbres, las retóricas, las ficciones o verdades oficiales y recordando, en lo que pintan, componen, interpretan o fabulan que, contrariamente a lo que sostiene el poder, el mundo va muy mal, y que siempre estará la vida real por debajo de los sueños y los deseos humanos. Eso es lo que han hecho ayer y hoy esos grandes propagadores de la insatisfacción a los que Rimbaud llamaba los horribles travailleurs. Algo anda mal en la cultura de un país si sus artistas, en lugar de proponerse cambiar el mundo y revolucionar la vida, se empeñan en alcanzar protección y subsidios del gobierno.

Por todo ello es preferible que el Estado, si tiene el propósito de promocionar la cultura, transfiera lo principal de esa tarea a la sociedad civil, mediante políticas -como los incentivos fiscales- que estimulan el mecenazgo y las iniciativas culturales de los particulares. De este modo, se descentraliza y diversifica la ayuda, y se reducen los riesgos de favoritismo y de discriminación, y se atenúa el efecto adormecedor para la cultura que deriva de un monopolio estatal del patrocinio cultural. Octavio Paz lo explicó con lucidez: se comienza pidiendo subsidios al "ogro filantrópico" para crear y se termina creando para obtener subsidios. Los países anglosajones son un buen ejemplo de los beneficios de esta cesión de parte del Estado a la sociedad civil, mediante el mecenazgo y las fundaciones, de la promoción cultural. En Inglaterra, digamos por caso, el teatro está menos protegido que en todo el resto de Europa occidental, y eso no le ha impedido ser desde hace muchas décadas el mejor del mundo.

En los artículos de Molina Foix y Vidal-Beneyto hay ideas que comparto. Sé de sobra las enormes dificultades que deben enfrentar los jóvenes cineastas, dramaturgos, los directores de teatro, para materializar su vocación. ¿Son menos enormes las de los músicos, bailarines, escultores? Es verdad que para escribir un poema o una novela basta papel y lápiz. Pero escribir no es suficiente, y lo cierto es que en la inmensa mayoría de los casos los jóvenes escritores deben realizar ímprobos esfuerzos para encontrar un editor que los publique y un editor que distribuya lo que escriben, algo no menos difícil que para un realizador convencer a un productor que le financie una película. Bienvenidas sean las ayudas, pero que les lleguen a quienes las necesitan de manera que no condicione subjetivamente su quehacer artístico ni cercene su independencia. Vidal-Beneyto se alarma con la aparición de monopolios en el mundo de las comunicación. Totalmente de acuerdo. Los liberales, más que nadie, sabemos que los monopolios son siempre una fuente de ineficiencia y corrupción. Todos: los monopolios culturales también.

No me resisto a terminar este artículo sin una pirueta para la galería. Mi amigo Molina Foix me acorrala y abruma asegurándome que no hay un actor o cineasta que no apoye la política de la excepción cultural. Esta aterradora estadística, si mi memoria no está definitivamente convertida en una mazamorra por culpa del ayuno de dos semanas que llevo, es inexacta. Luis Berlanga se pronunció contra ella en un reportaje que, además de dejarme estupefacto, aumentó todavía más la admiración que le tengo. No lo menciono para sentirme menos solo, sino para salvar el honor del primer cineasta español.

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