_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El lugar de la experiencia

Josep Ramoneda

La biología contemporánea ha contribuido a despojar de cargas míticas e ideológicas el pensamiento sobre la conflictividad social. Por supuesto, ha situado a la humanidad ante la realidad de su contingencia, que, como decía Monod, "tan desesperadamente ha negado". Pero además ha confirmado tres principios básicos para no extraviarnos en falsas ilusiones (que casi siempre comportan grandes frustraciones). Los denominaré principio de no armonía, principio de imperfección y principio de emotividad.

El principio de no armonía desmitifica una de las ideas que la humanidad arrastra, inasequible al desaliento, desde Platón: la armonía entre verdad y bien. Ahora sabemos que la puerta que nos abre la verdad, a menudo, conduce al caos. Y que la verdad es algo tan precario como Popper describió con su principio de falsación. La verdad nos puede hacer sabios, pero no forzosamente bondadosos. No es por la verdad por lo que hay salvación. De la verdad no surge forzosamente ni la cooperación, ni la paz.

Ninguna disciplina puede pretender preferencia sobre las cuestiones que afectan a los comportamientos humanos

El principio de imperfección constata que hay soportes neuronales para la agresividad y el enfrentamiento con el otro. Desmitifica de esta forma el pernicioso principio de que el hombre es bueno por naturaleza y son las relaciones sociales las que le pervierten. Un principio que ha sido una puerta abierta a la irresponsabilidad: siempre hay una circunstancia social exculpatoria. La maldad está en la naturaleza humana, lo cual no significa que se abra otra puerta a la irresponsabilidad: la maldad como predeterminación biológica contra la que el hombre poco puede hacer. Al contrario, el aprendizaje aumenta enormemente la capacidad adaptativa. De modo que el individuo puede ser educado tanto para la agresividad como para la cooperación. El cerebro no es ético. Lo que es ético es el comportamiento humano.

El principio de emotividad constata el peso de la compleja economía del deseo en el comportamiento humano. Una de las manifestaciones de la emotividad es la empatía con el entorno inmediato -la tribu-, factor muy importante para explicar determinadas formas de conflictividad. El principio de emotividad desmitifica la idea simplificadora -tan extendida en el terreno de las ciencias humanas- de que el comportamiento de los hombres responde siempre a criterios de optimización racional: lo mejor para él, medido en intereses contables. La emotividad también cuenta y, a menudo, conduce a actuaciones catastróficas para el interés puro y duro del individuo.

Me parece que estos tres principios que me he permitido formular definen un marco referencial para un análisis de los conflictos que supera absurdas presunciones de propiedad. Ninguna disciplina puede pretender derechos preferenciales sobre las cuestiones que tienen que ver con los comportamientos humanos. Y todas pueden aprender de las demás. Puede que algún día tuviera sentido creer que las humanidades se ocupaban del alma y las ciencias del cuerpo; pero una vez que sabemos que la distinción alma-cuerpo no es más que una metáfora, la resistencia sólo podría significar miedo a saber la verdad sobre el alma.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Al fin y al cabo, ciencias y humanidades tienen un territorio común que es el humanismo. La revolución racionalista, base del pensamiento moderno, que otorga al hombre la plenitud como sujeto de conocimiento -dejando en el ámbito mágico las verdades aristocráticas de la revelación y del oráculo-, concierne por igual a ambas, y a partir de ella la interrelación crece de modo inevitable. La importancia del método científico en el desencanto del mundo ha provocado un cierto complejo de inferioridad en las disciplinas humanísticas, que demasiado a menudo se han puesto obsesivamente a remolque de un modo excesivamente servil, como si tuvieran culpabilidad de sentirse disciplinas en falta de capacitación para la verdad. Las enormes potencialidades de la tecnología -hija directa de la ciencia- han acabado de sembrar de dudas el campo de las humanidades. Y sin embargo, creo con Sloterdijk que el papel de la filosofía y de las disciplinas humanísticas en general es central en el debate sobre las consecuencias éticas del desarrollo tecnológico, porque, como dice el filósofo alemán, cuando los expertos ya han pensado, nos toca pensar a los demás. Confrontados con la necesidad de tomar decisiones que antes teníamos delegadas en los dioses, es lógico que cunda el pánico.

Si, como dice John Gray, el humanismo moderno es la creencia en el progreso, aquí tenemos, ciencias y humanidades, un terreno común para una discusión decisiva. ¿Hay progreso? ¿Qué es el progreso? La evidencia de los avances técnico-científicos no se corresponde con la realidad social, política y moral. ¿Debemos entender que el progreso moral no existe? ¿Cómo se mide el progreso moral? ¿Y el progreso jurídico? ¿La pervivencia de la especie es un valor primero, superior a cualquier otro?

La ciencia confirma las bases biológicas compartidas de la humanidad, que nos permiten hablar de ella como un todo. Y por tanto, en medio de las presiones multiculturalistas, su aportación debe ayudar a plantear la cuestión de la ética universal, más allá de una declinación burocrática de los derechos humanos, pero protegiéndose siempre de la falacia de deducir automáticamente consecuencias práctica -éticas- de los principios de las ciencias naturales. Desde Montaigne, sabemos que la experiencia es el lugar propio del hombre. Y ésta se da en la relación exterior del cerebro y en la realidad compartida de una especie condenada a la vida social. Unos y otros debemos meditar estas palabras de Thomas S. Elliot, que Pere Lluís Font citó en la espléndida clase en la que puso fin a 40 años de docencia: "¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_