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Columna
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El amor y la muerte

Madrid ha tenido que morirse un poco para recibir muestras de afecto. A esta ciudad, normalmente, no la quiere nadie. La acusa el foráneo porque es impersonal y cruel, incómoda, sucia, ruidosa e inmensa. Porque acoge sin dar un abrazo, ni siquiera un saludo, como el guardián de noche de un hotel de dos estrellas. Y la critica sobre todo el madrileño, que nunca acaba de hacerla suya ni siente el apego nacionalista de otras comunidades basado en el idioma propio, el paisaje distintivo o la herencia generacional. Ni siquiera el cocido es lo suficientemente exquisito, la Cibeles bella o la Virgen de la Almudena milagrosa como para despertar orgullo en el madrileño.

Por eso fue emocionante escuchar a gente de toda España exhibir pancartas o corear eslóganes como "Yo también soy madrileño" o "Yo estoy con Madrid". Incluso The New York Times culminó un editorial con la frase: "We are all madrileños". Los que hemos nacido aquí no sólo carecemos de vanidad territorial, sino que incluso percibimos cierta animadversión por parte del resto de las ciudades españolas. Sin embargo, tras el atentado, Madrid dejó de ser un sinónimo de Gobierno central, opresor de voluntades periféricas, para convertirse en víctima. "Barcelona quiere a Madrid" fue una de las pancartas más conmovedoras de las manifestaciones catalanas del día 12. Los madrileños pasamos de ser vistos (o de creer ser vistos) como personas engreídas, fanfarronas y contaminantes de playas, a ser contemplados con cariño.

El amor ajeno por Madrid se despertó no sólo por compasión, sino por admiración. La solidaridad de esta ciudad consigo misma probablemente nos sorprendió incluso a los madrileños. La avalancha de gente que se ofreció a ayudar física y psicológicamente a los heridos, que donó sangre, que llevó mantas y vendas a las vías, que expresó un duelo sincero despoblando los cines, las tiendas y las calles o enlutando la bandera en sus balcones fue extraordinaria. Madrid siempre ha sido una ciudad fraternal con las causas justas aunque le resultasen lejanas. La manifestación que se vivió en la Puerta del Sol para protestar contra la guerra de Irak resultó sobrecogedora. También desde la Comunidad partieron muchos autobuses a las costas gallegas para limpiar chapapote. Madrid no ha dudado en salir a la calle para condenar el terrorismo de ETA aunque hayan sido otras ciudades las víctimas de los atentados. No nos choca nuestra capacidad para apoyar las desgracias del prójimo, pero no estábamos acostumbrados a llorarnos, quejarnos y exigir para nosotros y, mucho menos, a que lo hagan los demás.

Otro fenómeno estremecedor es que, súbitamente, tras los ataques, Madrid era alguien, algo concreto, de repente éramos todos. La compasión y el consuelo no han sido sólo para un madrileño, ni siquiera para doscientos dos, sino para toda una población. La tragedia del 11-M fue de tal magnitud que superó la personalidad de los fallecidos e incluso la impersonalidad de la ciudad. Madrid ha tomado consistencia como cuerpo doliente, como alma devastada. Por primera vez, el perfil del madrileño era definible, era el mismo para todos: una persona herida de muerte, un único ciudadano, cuatro millones y medio viajando en un tren de madrugada.

Ninguna alegría podría haber generado este sentimiento de fraternidad entre los madrileños y hacia los madrileños. Ni la concesión de los Juegos Olímpicos, ni una gran victoria deportiva o política, ni la boda del Príncipe. Siempre existen discrepancias, matices, grados de intensidad en la euforia. Pero el dolor cuando es puro, destilado de muerte, no admite escalas ni exclusiones. En estos momentos, al efecto igualitario y unificador del sufrimiento se añade la injusticia del asesinato, otro factor que nos fusiona en la condena y la incomprensión.

Es desconcertante que Madrid sólo adquiera conciencia de su valía y de su unidad en situaciones límite, cuando esas cualidades se convierten en un antídoto contra el desconsuelo. Esta tragedia nos da razones para apreciarnos más como ciudad, para abastecernos del afecto brindado por otras poblaciones, para contagiarnos del poder vivificador que la desgracia crea entre los que la esquivan. Pero cuando Madrid pierda el crespón en la solapa, el silencio en las miradas y el miedo a los andenes, volverá a vivir con velocidad y distracción, a ser la de siempre. Más una inolvidable cicatriz.

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