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El bumerán

¿Qué ha pasado? Cabe imaginar que muchos millares de dirigentes, militantes y hasta votantes de ese Partido Popular gradualmente ensoberbecido durante ocho años de poder se hayan formulado en las últimas 36 horas, si es que el aturdimiento de la derrota se lo permite, esta pregunta: ¿qué ha pasado?

Pues ha ocurrido que, desde su llegada a La Moncloa, Aznar y los suyos creyeron haber encontrado el arma arrojadiza, la pócima mágica que iba a permitirles no sólo capitidisminuir a los competidores políticos, sino también reescribir en un sentido involutivo los pactos fundantes de la transición democrática -esos pactos en los que ellos no habían participado sino a regañadientes-, hacer de la Constitución de 1978 una jaula y del Estado autonómico una cáscara sin substancia. Esa arma, esa pócima, era el antiterrorismo; pero no el que podemos compartir todos los demócratas cualquiera que sea la patria que sintamos, sino un antiterrorismo concebido en sentido lato, como la coartada universal que permitía tanto satanizar a los nacionalismos democráticos como justificar el refortalecimiento del poder central, lo mismo situar al PSOE en el dilema entre la mansedumbre y la traición que criminalizar cualquier sistema educativo no amoldado a los esquemas del españolismo. No estará de más recordar que, en la misma e infausta mañana del 11 de marzo, inspectores ministeriales tenían previsto escrutar varias escuelas de Euskadi en busca de pruebas de la enseñanza "separatista" que supuestamente se impartía en ellas.

La política antiterrorista del PP, que ha satanizado a los nacionalismos, se le ha vuelto en contra

Cauteloso y tentativo hasta la mayoría absoluta de 2000, el empleo del antiterrorismo como arma de chantaje o de destrucción política del adversario se desató a partir de entonces con creciente virulencia y con el inicial asentimiento del partido socialista. Sus primeros objetivos fueron el Gobierno vasco y los partidos que lo sustentan, después todos aquellos intelectuales, articulistas o creadores refractarios al pensamiento único definido en la materia por ¡Basta Ya!, el Foro de Ermua y sus correspondientes gurús orgánicos (recuérdese, por vía de ejemplo, el caso de Julio Medem) y, mucho más recientemente, Esquerra Republicana, el tripartito catalán, Pasqual Maragall y, por extensión, un PSOE que para entonces ya había pasado de acólito a víctima del brutal maniqueísmo aznarista.

En este contexto deben situarse el lapsus de la ministra García-Valdecasas al acusar al socialismo de "pactar con asesinos", el discurso sevillano de Aznar en el que atribuyó a Carod Rovira el haber "dado permiso" para el asesinato del matrimonio Jiménez Becerril y la apostilla del ministro Acebes sobre "lo contento" que iba a estar Carod al saber que ETA planeaba atentar en Madrid, y no en Cataluña. Cuando, con tales antecedentes, se produjo la salvaje matanza del jueves 11, la propia y obscena lógica que el PP llevaba semanas, meses, años cultivando le conducía a apurar hasta las heces -nunca mejor dicho, lo de las heces- la explotación político-electoral del terrorismo: si el masivo crimen era obra de ETA, entonces el PSOE de Zapatero, ese partido infeudado a Maragall y socio de Esquerra Republicana, quedaba hecho pavesas; el tripartito catalán, herido de muerte, y Rajoy, con la mayoría absoluta en el bolsillo. De ahí la temeraria audacia del presidente del Gobierno llamando a los directores de los medios, la del gabinete de La Moncloa intoxicando a la prensa extranjera, la del Ministerio de Exteriores cursando a los embajadores de España propaganda en lugar de información, la del inefable Acebes tachando de "miserables" a quienes dudasen de la versión oficial. De ahí esa desfachatez general y desesperada por ocultar, o minimizar, o postergar las evidencias crecientes que desmentían la autoría etarra, esa desfachatez que terminó por convertirse

en un bumerán y tumbar a aquellos que lo habían lanzado.

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Bien, ese Gobierno y el partido que lo sustentaba ya tienen su merecido. Pero ¿qué decir de las ilustres plumas que, en las críticas jornadas del viernes y el sábado pasados, se apresuraron sin prudencia ni pudor a cimentar sobre los 200 cadáveres de Madrid la enésima versión de sus soflamas contra "las políticas nacionalistas disgregadoras" y "la educación desplazada que estudia sólo los campanarios locales", y no dudaron en mezclar a Ibarretxe y a Carod con la sangre de las víctimas, y en tildar a ETA de "diosa tutelar de todos los nacionalismos"? Puesto que exigir o esperar de los Fernando Savater y compañía una rectificación o una disculpa se me antoja ilusorio, sólo puedo confiar en que, con la nueva mayoría política y el nuevo inquilinato en La Moncloa, la España progresista conozca también nuevas hegemonías culturales y, sobre todo, nuevos intelectuales orgánicos.

Joan B. Culla es historiador.

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