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Columna
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Días de 2003

Rafael Argullol

Hacía mucho tiempo que no leía los poemas de Constantino Cavafis y lo he vuelto a hacer a raíz de una visita a Alejandría y a la casa, convertida en museo, donde vivía, en la calle de Sarm-al-Seij. La casa es un hermoso edificio deteriorado en un hermoso barrio también deteriorado y el museo, que parece bastante olvidado por las autoridades, es modesto y melancólico, de modo que parece reflejar bien la atmósfera que tanto le gustaba al poeta. Los contenidos son escasos, con unos muebles de dudoso origen, cartas y fotografías en las que Cavafis se asoma al mundo con su cara de perro viejo, triste y sabio.

Seguramente, de salir hoy de su casa, apenas reconocería nada de su querida ciudad. Los restos de las grandes comunidades griegas, judías o italianas han sido prácticamente arrasados por las oleadas migratorias que cambiaron la fisonomía de Alejandría tras la toma del poder por parte de Nasser y que, a principios del siglo XXI, la acercan al caótico modelo de El Cairo, donde, como sucede en Ciudad de México o São Paulo, nunca se sabe la población aproximada, con oscilaciones de varios millones de habitantes. Alejandría, que ha llegado ya a siete u ocho millones, se defiende volcada sobre la fenomenal Corniche, el paseo marítimo más largo del Mediterráneo.

Viaje a Alejandría, visita a la casa de Cavafis. El poeta no hubiera reconocido la ciudad actual, pero se habría adaptado

En algunos barrios se advierte cierta prosperidad, con altas y feas construcciones que contrastan con la elección horizontal de la nueva Biblioteca de Alejandría, un edificio dominado por la luz en el que se rinde culto a la antigua biblioteca y a los centenares de miles de manuscritos perdidos en sus sucesivos incendios, una historia aún misteriosa, dependiendo de la fuente consultada, con la más que probable intervención del culto Julio César, por su guerra egipcia, y la siempre disimulada, en los folletos oficiales, de un caudillo árabe de los primeros tiempos del islam que consideraba que con el Corán ya había libros suficientes: desde hace años me acompaña la cavafiana idea de que la destrucción de la biblioteca de Alejandría decidió la imagen que tenemos de nuestras raíces y, por tanto, de nosotros mismos.

Fuera de estas muestras de nueva arquitectura, la ciudad expresa el deterioro de tantas otras ciudades ilustres de Oriente Próximo en las que, como aquí, se provoca un extraño efecto visual en el visitante, el cual nunca sabe si se halla ante una casa en demolición o en construcción, de manera que lo que crece por un lado asemeja decrecer por el otro. Éste parece ser el estilo arquitectónico inevitable de esas ciudades continuamente desbordadas por la inmigración y que, en el caso de Alejandría, contradice sarcásticamente el racionalismo urbanístico, recreado en tantas imágenes ideadas, con el que fue fundada por Alejandro Magno tras el famoso sueño en el que se le apareció Homero.

Supongo que, además de los monstruos de cemento y de no oír el griego, el italiano o el hebreo por las calles, a Cavafis también le sorprendería sobremanera la cantidad de policías y militares que vigilan la ciudad para impedir atentados y, de paso, controlar cualquier signo de inquietud. Creo que en ningún lugar del mundo he visto tantos uniformes por metro cuadrado, lo cual lleva a la suposición de que, sin policías y militares, en una semana Egipto sería pasto de los movimientos islamitas. Cavafis, muerto en 1933, no hubiera podido soñar que esto podría suceder, 70 años después, en aquella ciudad suya tan cosmopolita y pagana.

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Pero, en otra perspectiva, no hay duda de que el poeta Cavafis se hubiera adaptado también a la nueva situación, pues nadie mejor que él sabía que nos pasamos media vida "esperando a los bárbaros" para comprobar, en la otra mitad, que los bárbaros nunca llegarán, si es que alguna vez ha existido alguien al que se pudiera denominar así. Los antiguos griegos calificaban despectivamente -bar, bar, bar- a los que no hablaban su lengua; pero, para mal o para bien, los antiguos griegos ya no están aquí.

Cavafis tampoco encontraría a griegos más recientes o a hebreos, aunque como compensación vería a la gente paseando alegremente por la Corniche -todavía en construcción el año en que murió- y las tabernas atestadas hasta bien entrada la madrugada. De seguro que en esa Alejandría volvería a encontrar las sensaciones que recogió en vida y que tan admirablemente se encarnan en sus poemas. Las ciudades cambian su piel, pero el espíritu profundo permanece.

Leí mucho a Constantino Cavafis en una época en que, con justicia, fue considerado uno de los grandes referentes de la poesía moderna. Luego, quizá para evitar la rutina o la reiteración, dejé de hacerlo. Como con otros grandes seductores intelectuales -un Baudelaire o un Nietzsche, por ejemplo-, tras la primera fascinación se ha hecho necesaria una fase de alejamiento para conseguir el vínculo más fructífero. En Alejandría llevaba en el bolsillo el librito de la colección Ocnos con las versiones que Elena Vidal y José Ángel Valente hicieron de 30 poemas de Cavafis y, mientras los leía, recordaba de memoria aquellas otras, primerizas, que había realizado Carles Riba. ¡Con qué nitidez se expresaba la memoria de las sensaciones, posiblemente la única materia prima de lo que llamamos recuerdos!

Días de 1896, Días de 1901, Días de 1903: las pasiones de aquella Alejandría, y también su indiferencia, la indiferencia de una ciudad acostumbrada a los vaivenes de la historia. De repente en la pantalla de televisión se vio la cara desmejorada de Sadam Husein, recién capturado. En la mesa del café los jugadores interrumpieron brevemente la partida. El más viejo movió la cabeza con lentitud. Luego soltó una densa humareda en dirección a la pipa y movió ficha sobre el tablero con redoblada energía.

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