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LA COLUMNA
Columna
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Deshielo

Josep Ramoneda

CIERTAMENTE, EL régimen español es una monarquía parlamentaria. Pero los regímenes políticos van tomando cuerpo con la práctica cotidiana, de modo que, a veces, el roce con la realidad modifica o difumina los enfoques teóricos. Un país que venía de una larga dictadura es lógico que haya tendido a buscar líderes que llenen la pantalla y que concentren la autoridad. La evolución del sistema hacia el bipartidismo imperfecto ha posibilitado mayorías amplias -a menudo absolutas- que han reforzado la idea intuitiva de que el que gana las elecciones -es decir, el que llega en primer lugar- gobierna. La tendencia de los distintos gobernantes a minimizar el papel del Parlamento ha contribuido a que la ciudadanía no valorara la importancia del Legislativo -central en un sistema parlamentario- y centrara su atención en el Ejecutivo. Las complejidades del parlamentarismo han empezado a emerger en algunas comunidades autónomas, donde el partido más votado -el PP en las Baleares la pasada legislatura o en Cantabria la presente, por ejemplo- se ha quedado sin gobernar.

Cataluña, bajo la hegemonía de Jordi Pujol, había escondido su multipartidismo de fondo en cierto bipartidismo de hecho, aunque siempre decantado del mismo lado. En estas elecciones, los partidos pequeños han crecido sensiblemente, mientras los grandes menguaban en proporción parecida. Y el parlamentarismo ha salido del armario. Puede que acabe teniendo la presidencia el partido con más escaños -la CiU de Artur Mas-, pero también puede ser que no sea así -que la tenga el PSC de Maragall- e incluso podría darse la novedosa experiencia de que el presidente no fuera ninguno de los cabezas de lista porque en el juego de los pactos se produjera el sacrificio de los números uno. Cualquiera de estas posibilidades sería perfectamente legítima. Del uso que haga del poder el que gobierne dependerá que la legitimidad parlamentaria no culmine en frustración ciudadana.

La experiencia de Cataluña es interesante en sí misma, pero también en la medida en que un día puede llegar también al Parlamento español una situación en que la suerte no esté decidida la noche electoral. Es bueno, por tanto, ir creando cultura de régimen parlamentario, porque todo aquello que las instituciones prevén puede darse algún día.

Pocas veces la manera de ver cómo se tiene que gobernar Cataluña es tan distinta según se hable desde Madrid o desde Barcelona. En Madrid se ha impuesto la lectura de la amenaza al orden constitucional y a la estabilidad: teníamos un problema (el plan Ibarretxe), ahora ya tenemos dos (el Estatuto de Carod). Razonando en estos términos es lógico que sólo se vean dos opciones: o el orden -una mayoría CiU-PSC, con o sin participación socialista en el Gobierno- o el enfrentamiento -una mayoría con CiU-ERC- que en algunos sectores de la derecha hace soñar ya con una lógica frentista al modo vasco. Zapatero ha tenido que usar su autoridad para que el PSC pueda explorar tranquilamente -a pesar de las presiones de los poderes fácticos- el tripartito de izquierda, que, no se olvide, ha sido su propuesta de campaña y suma 74 escaños.

En Cataluña, en cambio, Carod gustará más o menos, pero no asusta. Un partido que quiere crecer -y Carod tiene mucha ambición- tiende a moderarse, sobre todo si, como es el caso de Esquerra, la principal fuente de votos potenciales la tiene a su derecha. Esquerra no dispone, como Ibarretxe de ningún sector radical abertzale al que vaciar. En la izquierda se sigue pensando en el cambio, porque el tripartito es posible. Para muchos votantes socialistas la gran frustración sería que el PSC aceptara un pacto con CiU, que significaría el blanqueo de 23 años de Gobierno nacionalista. Evidentemente, los votantes de CiU no entenderían que Artur Mas no gobernara, pero están divididos en sus preferencias por Esquerra o por el PSC, y algo parecido ocurre entre los de Esquerra respecto a CiU y al PSC. Preocupa, sí, que una mayoría CiU-Esquerra consagrara la dualización del voto catalán en función del nacionalismo. Como a otros les preocupa lo que llaman el "aventurismo" de la coalición de izquierdas.

Lo que no se puede negar es una realidad: que las elecciones catalanas confirman que hay problemas en el Estado de las Autonomías. Unos problemas que cuando llegó Aznar estaban, en cierto modo, congelados y que Aznar deja en pleno deshielo. A Rajoy o a Zapatero les tocará evitar la inundación. Y se empieza mal si lo que ha ocurrido en Cataluña se ve como una amenaza y no como un problema político.

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