"Los escritores acaban solos y acaban mal"
Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) publica el retrato irónico de sus años de juventud en París a mediados de los setenta, coincidiendo con uno de los momentos más activos del escritor (su novela El mal de Montano ha sido seleccionada como finalista del Premio Medicis a la mejor novela extranjera publicada en Francia, junto a autores como Ian MacEwan y Jeffrey Eugenides).
PREGUNTA. En
París no se acaba nunca
utiliza varios registros: cuento, relato autobiográfico, crónica periodística. Antes de que otros se atrevan a etiquetarla, ¿prefiere hacerlo usted?
RESPUESTA. Es un fragmento de la novela de mi vida en el que todo es verdad porque todo está inventado. Y es que, como se dice en el libro, un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles.
P. ¿Es indispensable ser "muy pobre y muy infeliz" para convertirse en escritor, como insinúa en su libro?
R. Es un juego con las últimas palabras de París era una
fiesta, de Hemingway, que termina diciendo que en esa ciudad fue pobre y muy feliz. París no se acaba nunca pretende ser un libro paralelo. Entonces yo aspiraba a ser Hemingway. El título está tomado del último capítulo del libro de Hemingway, con la intención descarada de cambiar la alegría de vivir y el entusiasmo del original por la perplejidad de un joven que viaja a París con la idea, más que de triunfar, de huir de Barcelona y sobrevivir.
P. ¿Era un huida cultural y política o un asunto personal?
R. Creo que me dediqué a escribir para no tener que quedarme en Barcelona. El elemento inicial fue el azar, ya que, al visitar a Adolfo Arrieta y Javier Grandes en París, me encontré con Marguerite Duras, que era amiga de ellos y me alquiló inmediatamente, sin que yo me atreviera a rechistar, una buhardilla de su propiedad. Añádase que estábamos en 1974, y que Barcelona era, en efecto, una ciudad siniestra. La conjunción de tener casa en París y no en Barcelona me llevó a la idea de escribir una novela. Con el tiempo, me he dado cuenta de que fui a París a escribir mi primera novela pero no aprendí nada. Miento: aprendí a escribir a máquina y ese consejo que dio Raymond Queneau a Marguerite Duras y que ella me dio a mí: " Escriba y no haga nada más". Y así me ha ido. La novela hay que verla como la historia de cómo se escribe un primer libro, de qué manera tan chapucera, con cuántas trampas. También me apetecía reírme de las novelas clásicas de la experiencia, de formación de un escritor.
P. Otro elemento importante es la reflexión sobre la ironía.
R. El libro se iba a llamar La ironía en
París. Nace de una conferencia que me invitó a pronunciar la Fundación Luis Goytisolo. Para prepararla, leí muchos ensayos sobre la ironía, pero vi que no sabía hablar teóricamente del tema y que me salía un bodrio de conferencia. Pero de pronto viajé a París en el verano del año pasado y, sin darme cuenta, comencé a ironizar en voz alta sobre mi pasado en esa ciudad. Eso me llevó a convertir la conferencia en una narración irónica sobre aquellos años. En este libro, el tratamiento de la ironía es un poco cervantino, amable con la condición humana, a mitad de camino entre la esperanza y la benevolencia. Aunque tal como está el mundo actual es más difícil que en la época de Cervantes.
P. ¿Estamos peor que en la época de Cervantes?
R. Hay más información y eso nos hace verlo todo aún más horrible. Mire España. Un país, por otra parte, en el que la gente está poco dispuesta a reírse públicamente de sí misma. En mi caso, ha sido fácil porque no me río del Vila-Matas actual sino del que fue a París a convertirse en artista. Y ya se sabe que narrar una historia supone siempre, aunque esa historia sea la tuya, ponerse en otro lugar.
P. Describe a ese personaje como "joven, guapo e idiota", pasados los años, ¿qué queda de esos tres adjetivos?
R. Creo que era consciente de que era joven, guapo e idiota. Aunque tampoco importa demasiado, porque sabía que gustaba a mucha gente precisamente por ser idiota. Por tanto,no era tan grave. Además, pensaba que dejaría de serlo, pues no me consideraba idiota del todo. Y sí tenía claro que dejaría de ser guapo. Jaime Gil de Biedma me dijo, hablando de Alain Delon, que era guapo pero que sería eternamente burro. Y que él prefería ser feo e inteligente a la larga.
P. Dice que en París la desesperación es elegante. ¿Aún hoy?
R. Mi idea era la de ser artista. Y creía que para ser un artista como dios manda había que vestir de negro, estar siempre desesperado, ser delgado y leer a Lautréamont en las terrazas de los cafés. Alimenté este equívoco durante años hasta que me di cuenta de que la alegría también existe. Es una ironía acerca de tantos jóvenes malditos, aunque no contra ellos, porque todavía los admiro. Pero yo he perdido bastante contacto con la delgadez y me acerco más a la figura de novelista gordo. Lo cual tampoco está mal, porque yo diría que los novelistas tienen que ser gordos y los poetas delgados. Parece que la flacura está más relacionada con lo poético y lo espiritual, ¿no? No sé, vaya usted a saber. Igual es al contrario.
P. Ese París capaz de embellecer incluso la desesperación, ¿existe todavía o se ha convertido en un parque temático?
R. En los años setenta ya evolucionaba en esa dirección. Los sábados y domingos llegaban autocares de provincias llenos de gente ansiosa por ver el mítico Saint-Germain. Y ahora mucho más, porque han desaparecido casi todos esos lugares y ya sólo quedan la librería La Hune, el Café de Flore y el Les Deux-Magots. Para mí, el Flore era el café de mi calle. Nunca más he vivido en un lugar así. Por otro lado, me parecía que para entrar allí tenías que ser digno de los escritores que te habían precedido. Era un café muy relacionado con el exilio.
P. Con el exilio intelectual, querrá decir.
R. Sí, sobre todo con el exilio intelectual latinoamericano. De Rubén Darío a Severo Sarduy. Yo, al entrar en el Flore, sentía que tenía que continuar esa tradición. Entonces había otro café, La Boule d'Or, con una parroquia compuesta sobre todo por exiliados políticos, agrupados en torno a Agustín García Calvo, que vivían su situación de un modo muy distinto. Me di cuenta de las diferencias entre alguien que se autoexiliaba, como yo, y los que no podían regresar y lo vivían como un drama. Y también de que ser autoexiliado estaba mal visto.
P. No era ésa la única diferencia entre el exilio voluntario y el forzoso.
R. No, por supuesto. ¡La realidad política! En París no se acaba nunca he tenido que hablar de tres cosas de las que no suelo hablar en mis libros: de mujeres, de dónde salía el dinero y de mi realidad política de entonces.
P. De la muerte de Franco, por ejemplo, que le pilló en la buhardilla, leyendo poesía. Tras una reflexión, usted se pregunta: ha muerto Franco, ¿y qué?
R. En parte porque Franco llevaba años muriéndose y las conversaciones sobre esta cuestión eran interminables. Mi punto de vista sobre la dictadura estaba evidentemente presente, pero me preocupaba más mi viaje interior. Había viajado a París para olvidarme de lo español y casi todos mis amigos eran o franceses o del clan de argentinos cercanos a Copi. Buscaba no encontrarme con españoles. Este problema de huir de lo cercano se repitió en mi primer viaje a México. En esa ocasión, huía de Europa y, tras doce horas de viaje, llegué a México, entré en la habitación del hotel, puse la televisión y lo primero que me salió fue Jordi Pujol. Eso confirma la imposibilidad de la huida.
P. Hemos hablado de política, nos faltan las mujeres y el dinero.
R. La cuestión de las mujeres está explicada en el libro: mis movimientos de timidez hacia ellas y el verdadero pánico que sentía. Una timidez que se ha prolongado en el tiempo. Respecto al dinero, tenía que explicar la verdad: recibía correos postales que me mandaba mi padre, al que intentaba convencer de que estaba escribiendo una obra maestra. Pero hubo una huelga de Correos que impidió que me llegara el dinero durante un mes y medio. Eso fue muy importante porque, al no poder regresar, tuve que perder timidez y volverme simpático, abrirme, salir del encierro de la buhardilla y aceptar todas las invitaciones para cenas, fiestas y cócteles.
P. En aquel París convivían el situacionismo, el desconstructivismo, el
nouveau
roman;
pasados los años, ¿cree que fueron un cambio o una impostura? ¿Y qué ha quedado de todo aquello?
R. Si fue una impostura, como afirma Robbe-Grillet cuando dice que el nouveau roman era un juego que no se tomaban en serio, me parece genial. En estos momentos es curioso que lo que más haya permanecido sea Guy Debord y su La sociedad del
espectáculo. Quién lo iba a decir, porque entonces Debord era el último mono, el más marginado, sin ninguna presencia mediática.
P. También manifiesta su respeto por el lado poco edificante de escritores como su extravagante casera, Marguerite Duras.
R. Estoy un poco harto de los yernos ideales, de todos esos escritores pulcros, limpios y ordenados que tanto proliferan. En cambio, hablo de esos otros escritores que no están en el cuadro de honor del colegio, conflictivos, poco o nada edificantes, cargados de defectos pero con talento. Creo que ese lado de Duras me influyó al escribir.
P. La novela que escribe en París,
La asesina
ilustrada,
tiene la facultad de matar a quien la lee. ¿Sería la solución para acabar con el problema de la muerte de la novela, matar a los lectores?
R. Mi teoría es que, más que muerta, la novela evoluciona. Vamos a una novela que se aproxima al ensayo. Pienso en esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o en esos ensayos suyos que terminan como cuentos. Es probable que el lector vaya buscando, con el tiempo, menos ficción y más ensayo. El propio Coetzee, en su último libro, admite que camina en esa dirección. Creo que existe una saturación de la ficción que se sabe ficción y también una saturación del ensayo que se sabe plomizo. Sebald, Magris, Piglia, son otros casos claros de introducción del ensayo dentro de la ficción, o viceversa. Mezclar a Montaigne con Kafka, por ejemplo, me parece en este preciso instante una idea muy interesante.
P. Al final de
París no se acaba nunca
cuenta el suicido de Hemingway y describe a una Marguerite amnésica, recordando el Saigón de su infancia. ¿Es inevitable acabar así?
R. Lo que digo es que todos los escritores acaban solos y acaban mal. Lo segundo es algo bastante irrefutable porque todo el mundo acaba mal.
P. Sus libros hablan obsesivamente de alguien que desea convertirse en escritor. Usted ya lo es. ¿Cómo se ve a sí mismo?
R. Aparentemente me he hecho con una máquina literaria capaz de codificar y llevar a su terreno casi cualquier tema. Eso me da cierta confianza, y por eso tengo que andar con mucho cuidado y pensar muy bien en los próximos pasos que voy a dar, pues, una vez más, deberé desmarcarme de los libros anteriores y huir de esa facilidad tan engañosa.
P. Me ha sorprendido una frase de su libro: "Me gusta París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí".
R. Sí, señor. Es así. No tengo nada más que añadir.
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