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Excelentísimos pinochos

Estos días, con ocasión del 30º aniversario del golpe militar en Chile que derrocó al presidente Salvador Allende y dio lugar a uno de los períodos más negros de la historia de aquella nación, hemos podido conocer también parte de los entresijos de la intervención de los EE UU en el mismo. La CIA ha desclasificado 1.500 documentos y ha puesto sobre el tapete la injerencia criminal norteamericana en el derribo de Allende.

Estremece la arrogancia de Henry Kissinger, entonces flamante secretario de Estado, con aquella frase lapidaria dirigida contra la esencia de una sociedad democrática: "No veo por qué tenemos que permitir que un país se haga comunista tan sólo porque su pueblo sea irresponsable". De acuerdo con esta filosofía, y en cumplimiento de las órdenes del presidente Richard Nixon, montó una operación clandestina para arruinar la economía chilena y generar una atmósfera de crispación, incluidos asesinatos políticos selectivos, que justificara el golpe de mano. Es obvio que la operación triunfó. Salvador Allende se suicidó y el torturador Augusto Pinochet se hizo con el poder y con una generosa ayuda en dólares que garantizaría su mantenimiento durante un plazo demasiado largo. Curiosamente, al eficaz secretario de Estado Henry Kissinger, experto en alentar dictaduras proclives a los intereses económicos de su país, se le otorgaría, ese mismo año de 1973, el Premio Nobel de la Paz. Una sutil ironía, o una larga mano diplomática, envuelve algunas veces estas decisiones de la Academia sueca. ¡Que se lo expliquen a los chilenos!

Al hilo de estos hechos históricos y de los que han acaecido en los meses de 2003, cabe deducir que los procedimientos utilizados por la democracia más poderosa de la tierra no han sufrido cambios dignos de mención en los últimos 30 años. Todo lo contrario, han ido a peor y se han convertido en más descarados. Ya no hace falta ni siquiera la clandestinidad.

Ahora, sin necesidad de desclasificar papeles, sabemos que la decisión de invadir Irak estaba tomada hace tiempo y que la pantomima de alcanzar una resolución de la ONU que lo amparara no dejaba de ser un gesto para una galería de ingenuos. Se invirtió tiempo en montar patrañas que rozaban la ciencia ficción. Colin Powell mostraba, con expresión de total convencimiento, fotografías de misteriosos camiones en ruta por el desierto a los más encumbrados diplomáticos extranjeros, que presentaba como sofisticados laboratorios móviles de armamento biológico iraquí. Parece tan lejano. Y todavía hoy siete de cada diez norteamericanos creen, víctimas del bombardeo mediático y sin nada que lo sustente, que el indeseable Sadam Husein tuvo que ver en la hecatombe de las Torres Gemelas. Lo cierto es que cuando la resolución de la ONU se vio imposible de conseguir, se siguió adelante con la guerra, y se acusó al organismo internacional de inútil, con una irresponsabilidad manifiesta. Alguien hasta llegó a decantarse por la opción de disolverlo. Ahora, vencedores de una batalla desigual e incapaces de controlar la situación interior iraquí, con una sangría desbordada de vidas y dinero, desengañados de la inmediata rentabilidad de un petróleo amenazado, y con unas elecciones en el horizonte, el gobierno de Bush vuelve a la ONU, para intentar instrumentalizarla otra vez al servicio de sus objetivos, esto es, crear una fuerza multinacional bajo su mando para recomponer el desaguisado y transferirnos parte de los gastos bélicos como obligación nuestra. La ministra de Exteriores, Ana Palacio, se lamentaba hace poco con asombro de que los europeos no abrazaran entusiasmados la bandera americana como propia. Claro que a muchos españoles la que nos parece mirífica es ella. Hace tiempo que esta bandera dejó de identificarse con los valores supremos de la democracia.

Entre el monumental enredo de mentiras, jaleadas por excelentísimos pinochos, que algunos bienpensantes identifican como políticas exteriores de los respectivos gobiernos, sobresale, por fortuna, la figura de Kofi Annan, secretario general de la ONU. Este hombre de mirada serena sabe estar donde le toca a pesar de las circunstancias. Acostumbra a ejercer la autocrítica respecto a la institución que representa y, en medio de tanto barullo, consciente de que la ONU ha quedado malherida en este envite, es capaz de pensar con lucidez, y de hacer propuestas ambiciosas en torno a la adecuación de la misma a la realidad geopolítica del siglo XXI, que incluya cambios en el reparto de poder del Consejo de Seguridad. También distingue entre dos tipos de amenazas para la paz mundial: las armas de destrucción masiva y el terrorismo, por un lado, y la pobreza, por otro, y afirma que tan temible son los unos como la otra. Pero los poderosos hoy, de la pobreza no quieren hablar. Ojalá se avinieran, al menos, a escuchar. El bienestar de la humanidad está en juego. El de hoy y el del futuro.

María García-Lliberós es escritora.

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