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Columna
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Barajas

Rosa Montero

Supongo que este agosto se habrán topado con ellos en algún aeropuerto. No están sólo en verano, pero nosotros volamos más en estas fechas. Yo llevo varios años encontrándomelos en Barajas casi cada vez que cojo un avión. No resulta fácil verles, sin embargo, porque son callados y discretos; hace falta fijarse, y, por lo general, no nos fijamos: vamos con la cabeza alta, la mirada aburrida y la mente perdida en nuestras cosas. No prestamos atención a casi nadie, y menos a esas personas anodinas y bajitas (porque suelen ser de poca estatura) que derraman silenciosas lágrimas delante de los controles de policía, en el punto a partir del cual tienen que separarse.

Son de Ecuador, son de Perú, son inmigrantes que han venido al aeropuerto a despedir a alguien. Ya digo, sus maneras son tan sobrias y tan contenidas que apenas si se percibe su presencia, el terremoto emocional que ellos mantienen en sordina. Pero, si te fijas, sobrecoge la profundidad de su pena muda, la pureza de su desolación, ese llanto desgarrado doblemente terrible por el poco ruido y el discreto gesto. A menudo me descubro a mí misma refunfuñando, protestando y doliéndome por cualquier fruslería, haciendo de una menudencia un drama enorme, y estas gentes, que probablemente arrastran una herida, una renuncia, un sufrimiento auténtico, mantienen sin embargo una actitud estoica. La vida muelle de los países ricos nos idiotiza, nos convierte a todos en niños mimados y egoístas que no terminan nunca de crecer. Nosotros también somos bajitos, pero bajos por dentro.

Ahí están, junto al control de pasaportes, en grupos pequeños. Se abrazan, se susurran palabras inaudibles, reprimen un sollozo y el hombre o la mujer que va a viajar se da media vuelta y atraviesa el control sin mirar hacia atrás. Ya está. Se ha terminado todo. El ejecutivo que está haciendo cola junto a ti para pasar su ordenador portátil por la máquina de rayos ni siquiera se ha dado cuenta de la pequeña tragedia. Pero no sólo había tragedia: también había dignidad, y afecto profundo, y una solidaridad elemental. En el ambiente gélido, cromado y artificial de los aeropuertos, estos inmigrantes son la auténtica vida.

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