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Columna
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El fin de la semana fantástica

Josep Ramoneda

La semana fantástica del PP culminó en Barcelona con la entronización de Josep Piqué como candidato a la presidencia de la Generalitat. Si es tan digno de elogio como sorprendente que José María Aznar renuncie al enorme poder acumulado, también es extraño que Josep Piqué abandone su carrera ministerial en Madrid para presentarse a una batalla perdida de antemano en Cataluña. Pero quizá una y otra cosa estén relacionadas. Sólo el amor es tan azaroso e inconsistente como la política. Piqué está en el PP porque el destino quiso que Aznar se cruzara en su camino y se produjera un flechazo mutuo. Aznar, el generoso, parece como si hubiera querido compartir con Piqué su acto de desprendimiento. Después de un meteórico ascenso al Gobierno y a la dirección del partido que culminó en el ministerio de Asuntos Exteriores, Aznar le puso en la escalera de regreso. Le bajó unos peldaños en responsabilidad de gobierno y en peso en el partido hasta mandarlo a misiones, a convertir infieles en Cataluña. Quizá Piqué sabe que sin Aznar su futuro en el PP es complicado y ha optado por hacer de la desgracia virtud: estar en casa puede hacer más fácil el retorno a la vida civil si los caminos del poder popular se van cerrando uno tras otro.

Piqué viene a territorio apache, y a juzgar por sus primeras palabras, con moral de Séptimo de Caballería. Piqué viene a salvar a Cataluña de que caiga en manos de radicales, lo cual, dada la presencia de Aznar y de Mariano Rajoy, confirma que Piqué esta poseído por los mismos fantasmas que el presidente, y que Rajoy garantiza que seguirán vivos. Los radicales de los que el PP nos quiere salvar -y según Piqué es la única garantía para que Cataluña no caiga en la pendiente de los excesos- son personas como Artur Mas -cuyo peinado es incompatible con cualquier veleidad subversiva-, Duran Lleida -que lleva años muriéndose de ganas de ser ministro con el PP y ya sueña con la próxima legislatura, en la que Jordi Pujol no estará para impedirlo- o Pasqual Maragall -al que sigue doliéndole España como a su abuelo-. La paranoia es libre, pero resulta difícil creer que un país como Cataluña, que si algún problema tiene es el de estar amodorrado por una sobredosis de moderación, requiera con urgencia que alguien venga a ponerlo en orden y a salvar el destino de las instituciones. Al contrario: el problema es que el orden catalán es tan trabado que no hay quien lo mueva. Y, por supuesto, no será Piqué quien lo haga.

Pero Piqué es Piqué y su partido. Y el PP sigue ocupando un papel secundario en el panorama catalán que es a cinco y no a dos como el español. El PP tiene dos fuentes de poder sobre Cataluña. Una la que deriva de tener el gobierno del Estado, es decir el BOE y el control de las instituciones. De momento, no le han servido para mejorar sustancialmente su precaria posición política en Cataluña. Más bien han sido utilizados para provocar algún malestar importante y no sólo en ámbitos nacionalistas o en las clases populares, sino incluso en el mundo empresarial, que ha vivido como un abuso y una amenaza decisiones tomadas con tanta parcialidad y alevosía como el bloqueo de la OPA de Gas Natural sobre Iberdrola. La otra fuente de poder del PP es su capacidad parlamentaria de controlar al Gobierno catalán, de la que ha dispuesto en la última legislatura y que ahora puede perder.

Desde que Aznar se hizo con el poder en el PP, se ha movido en Cataluña entre dos estrategias, en cierto modo, contradictorias. Durante la primera parte de la primera legislatura del PP, en plena luna de miel con el Partido Nacionalista Vasco (PNV) y CiU, Aznar pensó en la confederación de derechas autónomas. En la posibilidad, especialmente en Cataluña, de llegar a una situación parecida a la de Navarra, en que toda la derecha se agrupara en una Convergència i Unió debidamente domesticada, después de que el PP se incorporara a ella. Cuando empezó el enfrentamiento con el PNV, la estrategia cambió. Los buenos resultados que el choque de nacionalismos en el País Vasco le dio tanto allí -donde consolidó el sorpasso al PSOE- como en el conjunto de España -donde le valió una mayoría absoluta- hizo pensar a Aznar que el objetivo era extender el modelo de enfrentamiento a Cataluña, con la esperanza de convertirse algún día en el primer partido no nacionalista. Pero la realidad es terca y de momento se resiste. Son muy profundas las raíces de los partidos catalanes como para que el simple viento de la mayoría absoluta del PP pudiera llevárselos por delante. Sin duda, ante un Gobierno CiU-Esquerra, el PP trataría de volver a desempolvar esta estrategia. Pero a corto plazo la capacidad de influencia del PP en la política catalana depende de un dato: que CiU y el PP sumen mayoría absoluta.

En este sentido, la campaña del PP tiene la ventaja de ser muy simple. Al PP no le conviene que CiU pierda demasiados votos porque la suma sería entonces imposible. Todo se juega a una carta principal: conseguir que entre algunos votantes socialistas pese más el factor español que el factor antiaznar. Y ahí está el PP para acogerlos. Para ello hay que alimentar los fantasmas: la radicalización, el peligro de aventuras separatistas y de rupturas del Estado. El problema es el de siempre: ¿es creíble algo tan alejado de la realidad que todos vemos y pisamos cada día? ¿Puede realmente haber un grupo importante de electores que vea a esta Cataluña que se mece encantada en una morosa cacofonía -una corrección política abrumadoramente estrecha- como una nave en marcha hacia la ruptura con España? ¿O sencillamente se está buscando crear un problema aunque no exista? El gallego Rajoy, obligado a seguir el discurso orquestado por Aznar, se permitió una licencia que parece demostrar que todavía la fe no le ha hecho perder la razón y él sí está en el secreto. Rajoy dijo que teme que los sucesores de Pujol no supieran, como supo él, hacer convivir "la voluntad nacionalista y la cabeza española". ¿Y si fuera ésta la receta del éxito del presidente?

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