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MUERE UN ACTOR LEGENDARIO

Muere Gregory Peck, un actor de leyenda

El intérprete de 'Matar a un ruiseñor' falleció ayer en Los Ángeles a los 87 años

Enric González

Gregory Peck encarnó a la perfección los ideales de Estados Unidos a mediados de siglo XX. Era, como su país entonces, fuerte, generoso y digno. El abogado Atticus Finch, al que dio vida en Matar a un ruiseñor, sigue siendo el héroe favorito de los estadounidenses. Dedicó los últimos años de su vida a ayudar y a animar a jóvenes actores de teatro, y mantuvo hasta el fin el respeto casi universal de sus contemporáneos. Murió ayer de madrugada en su residencia de Los Ángeles. Tenía 87 años.

Eldred Gregory Peck nació en La Jolla (California) en 1916. Sus padres se divorciaron cuando tenía seis años y quedó bajo custodia paterna. El padre era farmacéutico y trabajaba por la noche, lo que llevó al pequeño Eldred a vivir con sus abuelos. A los 10 años fue enviado a la Academia Militar Saint John, en Los Ángeles; su estancia allí, solía decir, le enseñó la importancia de la autoridad. Estudió Medicina en la Universidad de Berkeley, pero al licenciarse, en 1939, decidió seguir sus auténticas vocaciones: la literatura y el teatro. En 1942, ya no como Eldred, sino como Gregory, debutó en un teatro de Broadway y se casó con Greta, su primera esposa, con la que tuvo tres hijos.

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Con él, todo parecía fácil. Su primer éxito en Hollywood llegó sólo dos años después, con Las llaves del Reino, una película en la que encarnaba al padre Francis Chisholm. Se convirtió en una estrella sin el menor aspaviento y sin buscar una publicidad que no necesitaba: trabajó con Alfred Hitchcock en Recuerda (1947), con King Vidor en Duelo al sol (1946) y con Elia Kazan en Acuerdo entre caballeros. Esta última película, acerca del antisemitismo, empezó a convertirle en referencia moral de Hollywood, y le valió su primera candidatura a un Oscar.

La educación de los niños

Los años sesenta le consagraron definitivamente, como actor y como ciudadano. En 1962 rodó Matar a un ruiseñor y ganó un Oscar por su interpretación del abogado Atticus Finch, el defensor de un joven negro injustamente acusado de violación en una ciudad racista del Sur profundo estadounidense. Dijo muchas veces, después, que Matar a un ruiseñor era su mejor trabajo y su película preferida, pero no tanto por su denuncia del racismo, sino por la atención que prestaba a la educación de los niños.

Hace unas semanas, el American Film Institute confeccionó una lista con los mejores 50 héroes y villanos cinematográficos de todos los tiempos. El Hannibal Lecter de Anthony Hopkins encabezaba la clasificación de los malvados. El Atticus Finch de Gregory Peck era considerado el héroe supremo, por delante de Indiana Jones, James Bond, Rick Blaine (Casablanca) y Will Kane (Solo ante el peligro).

Poco después se convirtió en una de las figuras señeras en la oposición a la guerra de Vietnam, que supo combinar con un apoyo absoluto a su hijo, que combatía en ella como soldado.

El público nunca fue capaz de verle como malvado. Podía adentrarse en la obsesión suprema, como en su papel del capitán Achab en Moby Dick, pero, pese a su talento, costaba encajarle en la piel de personajes perversos como el de Duelo al sol o el del médico nazi Joseph Mengele en Los niños del Brasil.

Su imagen se correspondía con la bondad y la justicia, y se le ofrecieron constantemente presidencias honoríficas: fue presidente de la Academia de las Artes Cinematográficas, la Sociedad Americana contra el Cáncer y el Instituto Nacional de las Artes, entre otras instituciones. En 1968, la Academia de Hollywood le concedió un premio especial por su trabajo humanitario. "Me avergonzó que me clasificaran como humanitario", dijo después. "Me limito a participar en actividades en las que creo". Era demócrata y participaba activamente en campañas contra la derecha, pero rechazó todas las presiones para iniciar una carrera política y buscar, como Ronald Reagan, un cargo de gobernador como trampolín hacia la presidencia. "Eso es lo último que haría", declaró una vez.

Dedicó los últimos años de su vida a pasar tiempo con su segunda esposa, Veronique, sus hijos y sus nietos, y a fomentar vocaciones artísticas. En los noventa trabajó en varias películas, pero su principal tarea, según él, consistía en recorrer Estados Unidos y visitar pequeños teatros y centros universitarios en los que ofrecía charlas sobre sus experiencias como padre, actor y estrella de Hollywood.

Un portavoz de la familia Peck, Monroe Friedman, informó a la agencia AP de que el actor había muerto con la misma dignidad con que vivió. Su mujer, Veronique, estaba junto a él. Veronique explicó al portavoz que el fallecimiento fue apacible. "Ella estaba con él, tenían las manos enlazadas y él se durmió. Últimamente su salud se había hecho frágil. No estaba realmente enfermo; más bien su vida se fue agotando poco a poco", explicó Friedman.

Gregory Peck, en una imagen de su esplendor.
Gregory Peck, en una imagen de su esplendor.
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