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Columna
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El hogar y la oficina

Pronto, todos los restaurantes, además de ofrecer un lugar para fumadores y otro para no fumadores, dispondrán de un recinto para quienes deseen usar el teléfono móvil y para quienes prefieran comer en paz. La cuestión se relaciona con la confortabilidad pero, más allá, con la creciente confusión entre los tiempos de ocio y de trabajo; el ámbito de la oficina y de la no oficina, lo público y lo privado.

Los gran hermano de las televisiones de todo el mundo han escenificado sobradamente la abolición de barreras entre la intimidad y la publicidad, pero ahora, siguiendo esa misma inspiración contemporánea, va disipándose la frontera entre los espacios familiares y los laborales, entre los tiempos libres y los contratados. En general, el sueño del sistema capitalista es borrarse como fuerza de coerción y filtrarse en nuestra existencia como una sustancia inseparable de la circunstancia natural. Antes hablábamos de vivir sin trabajar o de trabajar sin vivir. El sueño del capitalismo actual es que vengamos a ser, más que consumidores para esto, empleados para aquello, votantes, feligreses o hinchas para lo demás, una sola unidad simbiótica.

En el pasado nos veíamos entrar y salir por las puertas de un espacio productivo donde se nos extraía la plusvalía y se nos inoculaba, a cambio, una ración salarial. Ahora, el espacio que se nos propone ya no es de entrar y salir. Vivimos enteramente en su seno y no quedan coartadas para creer que, en el tiempo libre, nos libramos.

Las grandes empresas han empezado a construir verdaderas ciudades en torno al puesto laboral. Hay enfermerías, talleres de reparaciones, tintorerías, supermercados, videoclubes, gimnasios, museos, farmacias, oficinas bancarias, cocinas, dormitorios, restaurantes, boleras, cibercafés. Casi cualquier cosa va quedando bajo el patrocinio de la empresa que, finalmente, será también la proveedora de los servicios domésticos y la encargada, desde la guardería hasta la universidad, del cuidado y la educación de los niños. El koljós soviético regresa con los estilos vistosos y alegres del capitalismo con rostro humano.

Pero no sólo esto. El mismo hogar, con o sin vacaciones, se ha poblado de conexiones que comunican incesantemente con la empresa, reciben sus e-mails y sus llamadas en el teléfono móvil, los faxes y sus recados en el busca o el contestador. Caben diferentes estratagemas para eludir la murga de los aparatos pero entonces la cotidianidad se parecerá a una fuga en la que seguramente, en todos los supuestos, se acabará perdiendo.

La idea del teletrabajo se recibió como un aporte de confort para el individuo con residencia distante y, en países como Canadá o Estados Unidos más de una quinta parte de los trabajadores, en su mayor parte mujeres con hijos pequeños, han escogido este estatus. Tras esa elección, sin embargo, llega subrepticiamente lo demás. Si la casa se franquea a la autoridad de la empresa, la empresa responde mimetizando las figuras familiares del barrio y del hogar.

El espacio, a un lado y a otro de los muros laborales, en un lugar u otro de todo el planeta, se ha trasmutado en un paraje homogéneo que preside el capital.

Pero el tiempo también. Los diferentes husos horarios del mundo obligan a una disposición permanente a numerosos empleados de las compañías multinacionales y, paralelamente, la llamada del móvil sólo se interrumpe acaso en los despegues y aterrizajes de los aviones. Puede elegirse la desconexión, efectivamente. Pero ¿quién puede asegurar que cuando volvamos a conectarnos permanezca todavía en aquel sitio el puesto de trabajo?

Ser un trabajador en el futuro significará mucho más que ser un trabajador en la actualidad. Y también menos, porque, en el camino, se habrá perdido la facultad para delimitar dónde empieza y acaba la obligación. Dónde empieza y termina nuestro enlace con la empresa y, en consecuencia, hasta dónde llega -si llega- la propiedad del yo.

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