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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El malestar en la posmodernidad

Fernando Vallespín

Zygmunt Bauman (Poznan, Polonia, 1925) probablemente sea el más desconocido de los grandes teóricos sociales contemporáneos. Y no sólo en España. Como ya ocurriera con otros como Norbert Elías, ha tenido que esperar casi hasta su jubilación para obtener el reconocimiento que merecía. Sólo después de obtener el Premio Theodor W. Adorno en 1998 comenzó a despuntar como uno de los grandes y casi imprescindibles pensadores de nuestros días. Quizá porque, como Thomas Hobbes, ha venido postergando hasta una edad madura la mayoría de sus grandes obras. O por su misma naturaleza de teórico ubicado en los márgenes académicos de Europa, primero en su Polonia natal y luego en la Universidad británica de Leeds. Tengo para mí, sin embargo, que su relativa invisibilidad a lo largo de tanto tiempo obedece sobre todo al carácter inclasificable de su obra, al hecho de no prestarse a ser enmarcado en una corriente o línea de pensamiento clara o convencional.

LA CULTURA COMO PRAXIS

Zygmunt Bauman. Traducción de Albert Roca Álvarez Paidós. Barcelona, 2002 374 páginas. 18,50 euros

LA AMBIVALENCIA DE LA MODERNIDAD Y OTRAS CONVERSACIONES

Zygmunt Bauman y Keith Tester. Traducción de Albert Roca Álvarez Paidós. Barcelona, 2002 219 páginas. 12 euros

Su objeto de interés son los grandes temas de la teoría sociológica -la naturaleza de la modernidad y sus 'ambigüedades', la cultura, los procesos de racionalización moderna, la globalización y sus consecuencias, la crisis del espacio público, el lugar de la ética en la sociedad y la política-. Pero siempre son abordados introduciendo en sus reflexiones algo así como un 'giro personal', alguna idea suelta que desde los intersticios de las teorías más convencionales o conocidas sirven para complementarlas y elevarlas a un mayor nivel de abstracción y/o concreción.

El acierto del libro de conversaciones con Keith Tester es que nos permite un largo y amable paseo por todas sus preocupaciones teóricas sin tener que sujetarnos a los rigores de la argumentación sistemática. Fuera de las reflexiones sobre su propia evolución intelectual, los dos temas que prácticamente vertebran todo el libro son el intento por ofrecernos un diagnóstico de la sociedad presente y esa particular postura ética que empapa toda su obra. Una y otra van de la mano, ya que el punto fuerte de su crítica de la modernidad y del malestar en esta nueva fase posmoderna es indesligable de un firme compromiso con la responsabilidad y la justicia.

Un buen ejemplo de esta for-

ma de proceder es el libro que prácticamente sirvió para darle a conocer en España, Modernidad y holocausto (Madrid, Sequitur, 1997; edición original de 1989). Su tesis central no era original, se encontraba ya en la crítica de la Escuela de Francfort a la razón instrumental y en gran parte también en la obra de Hannah Arendt: que el holocausto no fue un 'hecho excepcional' producto de un repentino eclipse de la razón, sino, por el contrario, la consecuencia casi 'natural' de un proceso de racionalización que convirtió el patológico impulso por la uniformidad, el orden, la unidimensionalidad, en un fin en sí mismo. En otras obras ha mantenido la idea de que la enfermedad de la modernidad reside en este carácter instrumental de la razón. 'Puede decir mucho sobre cómo hacer las cosas, pero casi nada sobre qué cosas hay que hacer'. Y aunque hoy hemos entrado en una posmodernidad o modernidad 'líquida', en la que las dispersas y descentradas fuerzas del mercado han reemplazado en las tareas de coordinación social a la administración centralizada y administrada de la modernidad clásica, el malestar sólo ha cambiado de forma. Las instituciones políticas han sido privadas de capacidad para gestionar la vida social, se ha expropiado la ciudadanía dentro de un orden económico sustraído al control político, se esfuma la capacidad de pensar en alternativas y el sujeto ha reducido su individualidad a su capacidad para adaptarse a condiciones siempre cambiantes que se escapan a su control.

Aquí es donde entra el peculiar 'giro ético' de Bauman, originariamente influido por Gramsci pero más cercano después a Levinas con su énfasis sobre la responsabilidad moral que es siempre una responsabilidad 'para algo' (el bienestar y la dignidad del Otro). Elude, sin embargo, un compromiso que parta de una explícita anticipación de una 'sociedad justa'. Lo importante es la reacción frente a la injusticia. Es la injusticia 'lo que es específico, tangible, obvio'. Todo avance en la justicia, aunque no sepamos con certeza cómo medirlo, no hace sino afianzarnos en el convencimiento de que 'no es suficiente'. La justicia 'siempre está al menos un paso adelante', es un proyecto permanentemente inacabado.

En su libro La cultura como praxis, revisado en una extensa introducción después de haber aparecido por primer vez hace tres décadas, Bauman destaca dos acepciones distintas entre la esencial pluralidad de acepciones con las que se muestra el concepto de cultura. La primera nos la presenta como 'instrumento de la continuidad'; es decir, al servicio de la rutina y el orden social, como regularidad y 'modelo'. Es el trasfondo sobre el que se edifica la coherencia social y, en tanto que relato moral, permite la integración de la 'personalidad'. Desde esta perspectiva, la cultura aparece como un 'sistema'. Los fenómenos culturales serían así componentes de totalidades cohesivas y 'completas en sí mismas'. De ahí la tendencia de muchas de ellas a establecer y mantener una frontera, una nítida distinción entre 'lo propio y ajeno'. Es el modelo del comunitarismo, con todo su énfasis por 'pensar en las culturas como en cosas completas por dentro y nítidamente delineadas por fuera'. Pero se encuentra también en la ambición moderna de disolver los diferentes pluralismos internos en una adscripción superior y homogénea.

La segunda acepción se apro-

ximaría al concepto de 'matriz' introducido por Lévi-Strauss. La cultura como 'una estructura de elecciones, una matriz de permutaciones posibles, finitas entre sí, pero prácticamente incontrolables'. Dominar una cultura equivaldría a saber lidiar con esa matriz, que es un conjunto, 'en marcha' y siempre lejos de estar completo. Desde esta concepción, la cultura aparece como una 'actividad del espíritu libre', es la sede de la creatividad y la innovación y nos permite ir más allá de los horizontes ya definidos y las fronteras bien vigiladas. La concurrencia de ambas dimensiones en un solo concepto hace que la cultura aparezca como 'paradójica': como 'capacitadora' y 'restrictiva' a la vez. Es la misma tensión que hoy nos encontramos al conjugar libertad e identidad o pertenencia. Ambas son cualidades imprescindibles; complementarias e irreconciliables. Y las posibilidades de que choquen son tan grandes como la misma necesidad de hacerlas convivir. Va de suyo que para Bauman esto sólo podrá devenir posible en la esfera de una política abierta al diálogo, democrática y cívica. Una política republicana.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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