Lula: el triunfo de la democracia
Ha sido un 27 de octubre y me siento a escribir el 28, dos décadas después de un día semejante para mí, para mi país, para las gentes que, cargadas de esperanza, acudieron masivamente a definir un rumbo nuevo aquí y allá, entonces y ahora. El de Lula es un triunfo importante para Brasil, pero trasciende las fronteras y sacude a la América latina con un viento diferente, como un grito expectante, reclamando otro destino.
Felicito a Lula y, aún más, a los millones de brasileños que no se han dejado arrastrar por los adversarios que no votan pero condicionan con el miedo el voto libre de los ciudadanos. Felicito también a Fernando Henrique Cardoso, que, con su talante profundamente democrático, ha hecho posible el juego limpio y ha vivido el día de la alternancia con una participación impecable, abrumadora, cargada de civismo.
He oído los mismos argumentos de siempre en estas semanas, en estos meses que han precedido a la victoria. Lula, por ser de izquierdas, es un izquierdista, y por ser popular, es un populista. Si hubiera sido de derecha, habría recibido el calificativo de hombre de centro y popular.
Lula viene del Brasil profundo. Se hizo a sí mismo, manteniendo una ruta de lealtad a la mayoría social de la que sale. Es una personalidad madura y fuerte, capaz del pacto y de la decisión, en un país que necesita ambas cosas. Por eso puede desarrollar políticas incluyentes de esas mayorías que siguen en la marginalidad. Un sueño que comparte con Cardoso, incluso con oponentes electorales como Serra y otros. Por eso tiene la oportunidad de definir áreas de consenso para fortalecer el espacio de ciudadanía de Brasil. Su voluntad de construir es inmensa, como inexistente su deseo de destruir. Es un patriota.
Como pasó por la persecución de los autoritarios, ha tenido que superar el rencor, y lo ha conseguido. Como pasó por las duras pruebas de gobernar espacios importantes, en los ámbitos locales y de los Estados, ha trabajado la moderación como virtud de la fortaleza.
Ahora le queda por delante un camino difícil, y él lo sabe mejor que nadie. Sobre todo mejor que las calificadoras de riesgo o los analistas de inversión, que no parecen tener en cuenta que se gobierna para los ciudadanos y que, sin una política para ellos, ninguna democracia es eficiente ni, por eso, sostenible.
Me gustaría ver a los líderes de los países centrales, en Estados Unidos y en Europa, invitando a Lula ya, para que lo juzguen por lo que es, no por lo que dicen que es.
Me gustaría ver a los inversores reuniéndose con Lula ya, y no por oportunismo, ni por intereses espurios, sino porque el destino de Brasil depende del esfuerzo de todos y del conocimiento de su realidad. Empezando por el presidente electo.
Me gustaría que la llamada comunidad financiera internacional y sus organismos especularan para bajar los tipos de interés, no para subirlos. Ésa es una de las claves del futuro. Brasil puede crecer y debe crecer para su propio desarrollo económico y social y para honrar sus compromisos, como ha reiterado Lula.
El destino de Brasil condicionará el propio destino de su entorno continental y afectará, en esta economía globalizada, a los llamados países centrales. Su oportunidad es inmensa. Su mayor riesgo es la exclusión de la mayoría de los brasileños.
Solidarizarse con Brasil, ayudarle en un camino de inclusión y desarrollo social, no sólo es bueno para los brasileños, sino vital para todos.
Los que no quieran hacerlo por razones humanitarias, que lo hagan por egoísmo inteligente. El éxito de Brasil es hoy una necesidad que transciende sus propios límites y puede marcar un destino diferente para salir de esta extraña crisis que vivimos.
Felipe González es ex presidente del Gobierno español.
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