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Reportaje:

Museo del horror en Argentina

Un antiguo campo de concentración de Buenos Aires se transforma en una exposición sobre el terror bajo la dictadura

Cavando, por momentos con las manos, el horror sale lentamente a la luz. 'Señor', 'ayúdame', dos palabras escritas con las uñas, o tal vez con un trozo pequeño de piedra, alcanzan a leerse en el bloque pálido de una pared rescatado de los restos. A sólo veinte calles de la Casa Rosada, la sede del Gobierno argentino, la cuadrilla de obreros del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires desentierra El Atlético, uno de los campos de concentración de detenidos montado en 1977 bajo la dictadura militar y en el que permanecieron secuestradas más de 1.500 personas todavía hoy desaparecidas. El cartel colgado de la puerta de alambre que cerca las obras, similar a una señal de tráfico, reclama: 'Juicio y castigo'.

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En la esquina de la avenida del paseo de Colón con la calle de Cochabamba, debajo de la autopista que cruza la ciudad de este a oeste, pueden verse ya partes de las paredes de las celdas clandestinas improvisadas en los sótanos de una antigua fábrica destinada luego a la dependencia de suministros de la Policía Federal. El Atlético será en el futuro un sitio dedicado al recuerdo de lo que pasó, 'tal vez un museo'. Los alumnos de una de las sedes del ciclo básico de la Universidad de Buenos Aires, que funciona al otro lado de la calle, han escrito poemas en las columnas y algunos turistas avisados toman fotos.

'En las paredes alcanzan a leerse inscripciones y se ven marcas con las que seguramente trataban de contar los días que iban pasando', explica Marcelo Weissel, licenciado en Antropología, jefe de la cuadrilla. El Atlético funcionó desde el 11 de febrero hasta el 28 de diciembre de 1977, cuando comenzó la demolición del viejo edificio por las obras de la autopista. Los sótanos se rellenaron con los escombros.

El testimonio de los supervivientes que pasaron días y noches enterrados allí guió a los arqueólogos, a cargo de la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno de la ciudad. El presupuesto es escaso, pero la tarea no se interrumpe. Cada resto hallado se clasifica y se guarda transitoriamente en un depósito cercano. Hay allí retazos de uniformes policiales, porras con las que golpeaban a los detenidos, cables utilizados tal vez en picanas (torturas) eléctricas, monedas de la época, bloques de pared, de tabiques construidos con ladrillos huecos, fragmentos de grilletes con los que encadenaban a los secuestrados.

'Todavía no apareció la escalerita', dice Carmen Aguiar de Lapacó, de 77 años, miembro de la línea fundadora de Madres de Plaza de Mayo. Ella sigue cada día el avance de la excavación. Allí, en ese pozo, abrazó por última vez a su 'hijita Alejandra', de 19 años, la que se ve sonriente en la fotografía que lleva en la cartera. 'Estábamos todos separados por tabiques, encadenados y vendados, pero yo me estiraba boca abajo y trataba de espiar. La reconocí por sus zapatos, la toqué y se asustó, gritó. Yo le dije: 'Soy tu mamá'. Nos abrazamos, nos besamos, y me dijo: 'Mamita, me estoy muriendo, no resisto más la picana'. Como ella gritó, la sacaron de mi lado. Ésa fue la última vez que la vi'.

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La 'escalerita' bajaba o subía de la sala de interrogatorios a los cubículos donde los tenían encadenados y vendados. De allí les sacaban a todos juntos para pasar por el baño. Iban en fila, arrastrando los pies. Carmen pasó tres días en los sótanos. Los llevaron la madrugada del miércoles 17 de marzo de 1977, a ella, a su hija, al novio y a un sobrino residente en la provincia de San Juan que estaba de visita en el piso céntrico de la familia. El padre de Alejandra había muerto poco tiempo antes. 'La escalerita', recuerda Carmen, 'nos llevó a mí y a mi sobrino Gustavo, que entonces tenía 24 años, a la libertad, y a mi hija y a Marcelo, su novio, de 22 años, a la muerte'.

Carmen olvidaba la letra y el número que le asignaron al ingreso, 'F 50', y le pegaban con las porras en los brazos. Llenaron una ficha con sus datos, le preguntaban por qué tenía en su casa libros de autores judíos y había apellidos judíos en su agenda telefónica, qué sabía de la militancia de su hija y el novio en la Juventud Universitaria Peronista. 'Para tapar los gritos de los torturados ponían música fuerte, nazi, militar'.

'No digas nada a nadie'

El Atlético estaba en la jurisdicción a cargo del general Guillermo Suárez Mason. Los policías respondían a las órdenes de los militares. Cuando la sacaron de allí y preguntó a gritos por su hija, le dijeron que la llevaban en otro coche. Pero a la vez le advirtieron: '¡Olvida! No hables, ni digas nada a nadie de lo que pasó si no quieres encontrarte con el cadáver de tu hija a las puertas de tu casa'. Entonces temió lo peor. Después se enteró de que a ellos les habían inyectado con somníferos antes de trasladarlos a una supuesta 'granja'. Con el tiempo supo que el 'traslado' significaba arrojarles, todavía vivos, desde un avión al río de la Plata. Por eso Carmen, como la mayoría de las Madres, ha dado instrucciones precisas a las compañeras para que, cuando muera, incineren su cuerpo 'y arrojen las cenizas al río'.

Carmen Aguiar de Lapacó, superviviente del campo de concentración El Atlético, frente a sus ruinas.
Carmen Aguiar de Lapacó, superviviente del campo de concentración El Atlético, frente a sus ruinas.M. MARTA CREMONA

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