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Columna
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De las sotanas a los turistas

El casco antiguo de Girona era, en los años de la transición, un espacio romántico: refugio de artistas y conspiradores, aunque también reducto del último catolicismo de sotana. El alma romántica había sido descubierta mucho antes, a principios del siglo XX. Artistas y bohemios modernistas cultivaron la melancolía entre sus lóbregas callejuelas y exploraron la oscuridad de sus templos. Bertrana, por ejemplo, escandalizaba con una sugestiva adaptación de El jorobado de Notre Dame. Josafat, un sacristán simiesco, habita en los inmensos espacios secretos de la catedral. Por las noches, como un fauno exasperado, contempla desde su venerable observatorio las ventanas de los prostíbulos vecinos. Vislumbra las mórbidas carnes, imagina escenas, cree escuchar los jadeos de las mujeres que nunca ha conocido. Una casualidad conduce a una de estas mujeres a sus dominios. Es frágil y perfumada, ahíta de clientes previsibles, deseosa de catar al agreste beato. En los recodos de la santa bóveda se producen unas escenas tórridas que acaban trágicamente. El choque entre lo obsceno y lo sagrado es en esta novela tan sugestivo que, releída ahora, ayuda, por comparación, a encontrar adjetivos para lo último de La Fura dels Baus: sexo previsible, comercial y baladí.

En cierta manera, la Girona democrática era hija del catolicismo innovador
Los turistas entran en el templo con el mismo atuendo con el que se dirigen a la playa

Pero volvamos a la época de la transición. Habían pasado ya los años de la Girona grisa i negra, henchida de fervor religioso, entusiasta de los palios y las custodias. Y habían pasado también los mejores años de la apertura católica postconciliar. El seminario había sido durante décadas la única institución de cierto nivel intelectual en la ciudad. Por sus aulas pasaron muchos de los protagonistas de la renovación cultural y de la oposición antifranquista. En cierta manera, la Girona democrática era hija del catolicismo innovador. La apertura de la Iglesia modernizaba la ciudad y, paradójicamente, debilitaba la propia institución: el seminario se quedaba vacío, muchos sacerdotes colgaban la sotana y los que restaban se oponían a los viejos signos de magnificencia. El obispo Camprodon, nombrado en 1973, se negaba a ocupar el palacio episcopal y alquilaba piso como un vulgar ciudadano, gesto que decepcionaba al mundillo oficial, todavía franquista y practicante, y entusiasmaba al personal democrático, que apenas pisaba ya los templos. Una estadística de la época informa de que sólo el 39% de los católicos asistía a misa los domingos. La Iglesia, cuya influencia sobre la ciudad había sido enorme, estaba languideciendo.

La catedral, sin embargo, seguía siendo el emblema pétreo de la ciudad, su eje simbólico. Allí resistían muchos canónigos tradicionalistas, añorantes de la pompa perdida. Y si a principios de siglo XX, el contraste en el barrio de la catedral venía dado por la curiosa vecindad entre el templo y los prostíbulos, en los años de la transición el contraste se producía entre los canónigos nostálgicos, encastillados en la Seo, y los progres que frecuentaban un célebre bar de copas situado al pie de las monumentales escaleras del templo: L'Arc, cuya estética evocaba la bohemia de principios de siglo XX, pero también al surrealismo y al jazz parisiense. Todas las noches, artistas, estudiantes, periodistas y futuros políticos soñaban allí, junto a fragantes combinados de Gin Xoriguer, la futura Girona democrática. Eran sueños muy cándidos. La ciudad seguía siendo gris, pequeña y prudente.

Sentado en la terraza de L'Arc, que entonces no existía, pienso en aquellos años. Preside la barra un joven algo así como ciberpunk. Han ampliado el local: conservando el perfume del pasado, pero pensando en las oleadas turísticas que toman el casco viejo en cuanto llega el buen tiempo. El bar ya no es refugio de conspiradores. Ni el casco antiguo escenario de sueños decadentistas o democráticos. Ni la catedral castillo de los canónigos nostálgicos. La práctica religiosa está por los suelos. La Girona antigua es ahora como este bar: un decorado. Un fenomenal atrezzo gótico y barroco que da buenos resultados económicos, pero que parece haber perdido lo que antes se llamaba el sentido. Las callejuelas, la judería y la catedral amenizan la estancia de veraneantes que buscan algo más que sol y playa. Es jornada festiva. Ni un solo autóctono parece haberse quedado hoy en la ciudad. Estoy rodeado de extranjeros rubios, amarillos, pelirrojos. He pasado la mañana en la catedral, observándolos. Los turistas entran en el templo con el mismo atuendo con que se dirigen a la playa. Se maravillan bajo la bóveda fenomenal y se encantan ante los altares barrocos. Algunos parecen informados. Entran en el museo de la catedral, deambulan ante los tesoros (cálices, anillos, códices que hablan de un mundo a la vez fastuoso y fervoroso) y contemplan en silencio el Tapiz de la Creación, que justifica por sí solo la visita a la ciudad. He pasado allí, junto a unos alemanes, un buen rato admirando, una vez más, esta sencilla descripción del mundo que alguien bordó para los iletrados del siglo XI. La belleza ingenua de estas figuras nos fascina, pero no sé de qué nos habla, si es que tiene que hablarnos de algo. Los turistas compran en el bazar del museo. Después entran en el claustro. No admiran los capiteles. En este apacible lugar en el que durante siglos rezaron los canónigos, descansan. Un niño rubio juega en el pequeño estanque entre borrosas tumbas de obispos como jugaría en su jardín alsaciano. De nuevo en la oscuridad de la catedral, he visitado la capilla de la condesa Ermesinda, para quien Guillem Morell esculpió en el siglo XIV un adorable retrato yacente. Ha escrito Steiner palabras muy sutiles sobre ella. Ahora yo las manipulo para cerrar mi paseo por estas preciosas piedras que han ganado visitantes y han perdido sentido. 'La belleza absoluta es la invitada de la muerte'.

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