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Columna
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Aquella vieja y veloz Meridiana

En el mundo de ayer, muchas vacaciones terminaban en la Meridiana. Pasada la borrosa fábrica de cemento, más allá del muro de contención de la Trinitat, rebautizado popularmente como la paret dels comunistes por la hegemonía que, en lenguaje de la época, ejercían sobre ella las fuerzas de la izquierda, el veraneante se adentraba en una autopista sombría flanqueada por bloques de viviendas y cruzada por puentes que no eran los de Nueva York. Inaugurada en junio de 1967, la Meridiana fue la avenida desarrollista por excelencia, la entrada y salida de Barcelona en estricto sentido norte-sur, el eje porciolista diseñado para el nuevo conductor de siscents ('El vinc a sol.licitar!', exclamaba un eufórico Capri). Pronto esa avenida, que a la vez supuso mutilaciones brutales como la partición del Clot en dos mitades, se transformó en una auténtica trampa para el tráfico: el embús de la Meridiana cristalizó como expresión de fin de las vacaciones. Escapar del infierno se convirtió durante años en la prioridad. Ya en los años setenta, la pomposamente llamada Via Favència abrió una intrincada espiral a través de la Trinitat para los automovilistas en dirección a la zona alta de la ciudad. Muchos de ellos ya no volverían a oír hablar de la Meridiana hasta mucho después.

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Tras el atentado que la revista satírica El Papus sufrió a manos de la fascista Triple A en la plaza de Castilla el 20 de septiembre de 1977 -un muerto, 12 heridos-, la redacción se trasladó a un piso alto de una de las torres de Hipercor. Nadie relacionaría que 10 años más tarde y 10 pisos más abajo, desaparecida ya la revista (en 1984), el terrorismo, de ETA esta vez, se ensañaría con la zona: el bombazo segó 21 vidas que se hallaban en los grandes almacenes. Fue el 19 de junio de 1987, viernes. Estos días se habla de la escultura que el municipio ha encargado a Sol LeWitt para honrar la memoria de las víctimas: es el símbolo triste que le falta a la Meridiana para culminar su azarosa metamorfosis de los años noventa.

En realidad, la llegada de los socialistas a la alcaldía en 1981 había puesto a la Meridiana en un punto de mira nada letal, sino urbanístico. La ciudad para los ciudadanos, no para sus coches, había sido la consigna de los jóvenes en la toma del palacio de la plaza de Sant Jaume. Esa divisa iba a convertir a la avenida en carne de experimentación de la nueva política. A partir de 1989 los puentes empezaron a ser sustituidos por pasos peatonales. La operación se alargó hasta 1993, cuando cayó el último, el de la calle de Muntanya. Retirar todo ese espanto costó un Congo: cada una de las vigas que soportaban la pasarela pesaba, la condenada, 90 toneladas. Pero lo peor fueron los descomunales atascos que dejaron en anécdota el embús de la década de los setenta.

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Sin embargo, la brillante puntilla a la Meridiana desarrollista la puso la inauguración de las Rondes en 1992. El tráfico cayó de 130.000 vehículos diarios a 90.000, lo cual provocó que se abordara la última reforma de la avenida. Les Rondes, en efecto, irrumpían como resultado de un nuevo concepto de hacer ciudad: segregar a los vecinos de los conductores. Abajo, deprimida, una vía rápida metropolitana con capacidad para 150.000 vehículos por día; arriba, a nivel de suelo urbanizado, calles con semáforos integradas en el tejido preexistente. De largo, la mejor obra olímpica. Hasta el punto de que el ingenio catalán no ha mortificado todavía el actual atasco de los viernes con el mote de embús de la Ronda: se entiende que no se puede pedir y, sobre todo, pagar más.

Mientras tanto, ¿qué había sido de la Meridiana? Desde luego, había cambiado de aspecto. Por lo pronto, la paret dels comunistes, con cierto retraso sobre el horario de Berlín, desapareció en 1994 (en su lugar hay hoy un soso 'Benvinguts a Barcelona'). Pero lo importante se había producido allí tres años antes, y eso aún pudieron contemplarlo los guardianes prosoviéticos del muro: la apertura de un puente para conectar la Trinitat Vella con la Nova, intento desesperado de cicatrizar dos mitades seccionadas por un sangrante barranco.

En los últimos años dice el Ayuntamiento que la Meridiana se ha 'bulevarizado' (lenguaje municipal, sic). Esto quiere decir que ha visto reducido el ancho dedicado a los coches de 12 a 8 carriles, y que ha ampliado, arbolado y amueblado sus aceras.. En fin, que las Viviendas del Congreso Eucarístico de 1952, próximas a la avenida, tampoco las reconocería ni un resurrecto cardenal Tedeschini. Y no sólo la Meridiana se ha bulevarizado, sino que se ha puesto tremendamente culta: ninguna otra calle de la ciudad puede ufanarse de haber visto crecer en sus márgenes dos templos pesados como el Teatre Nacional de Catalunya y el Auditori de Barcelona. Culta, bulevarizada y además frívola, esta Meridiana: de qué otro modo, si no, cabría calificar el parque amurallado de las Glòries Catalanes, hoy en deplorable estado de conservación y con el proyecto de albergar un museo del diseño industrial cuando todavía la reestructuración urbanística no ha salido a concurso. Junto al parque ensimismado yacen todavía los restos de los Encants Vells, mientras del otro lado crece sin encomendarse a nadie la torre-vibrador de Jean Nouvel. Varios parques más han nacido flanqueando la avenida en su obsesiva huida hacia el norte: el último, el de Can Dragó, con el frenético Heron City dentro.

Poco más allá de este punto, la Meridiana gira suavemente hacia poniente y entonces ocurren dos cosas formidables: por un lado, reniega de su alineamiento con el meridiano de Dunkerque, 41º 21' 44,96'' latitud Norte, por el que fue bautizada en 1900; por otro, recupera como una posesa sus orígenes desarrollistas, convirtiéndose de nuevo en rauda autopista hacia Terrassa y Francia. Desarrollismo, futurismo, velocidad: hay orígenes que siempre dejan huella.

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