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Columna
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Identidades

Nunca he tenido demasiada suerte con las identidades. Cuando era niño, fui a un colegio en el que los curas eran gigantes negros con muy poco sentido del humor. Casi todos habían nacido en Burgos y andaban por los pasillos igual que el Cid por la estepa castellana. Un año, para cerrar el curso con un broche de color infantil, aquellos santos padres organizaron una fiesta de disfraces. A mí me pidieron que fuese vestido de canario, y mi madre me cosió un trajecito amarillo, con dos alas pegadas a la espalda y un pico de cartón a la altura de la boca. Al llegar al colegio encontré a mis compañeros ataviados con galas regionales. No había comprendido el aire costumbrista de la función, así que tuve que soportar, con mis alas rotas y mi pico desencajado, las risas de unos niños vestidos de aragoneses, andaluces, madrileños, gallegos y valencianos. Todavía recuerdo las crueles carcajadas que estallaban a ritmo de muñeira, o de jota, o de fandango, o de banda valenciana, o de cualquier cosa, según la identidad de cada compañero.

Cuando quise formarme en el espíritu español, la patria estaba repleta de patriotas. Casi no cabía nadie, todo lleno de banderas, de desfiles de la victoria, de regiones cargadas de caciques y trenes congestionados de emigrantes, de libros bajo sospecha y poetas en el exilio. La identidad patriótica no me pareció un vagón convincente para viajar por las estaciones de la vida, y me fui con la guitarra de algunos cantautores, de protesta en protesta, en busca de los versos de Rafel Alberti y de las casas chilenas de Pablo Neruda. Fue entonces cuando la cigüeña me trajo de París, y no llegué a mi casa con un pan bajo el brazo, sino con los libros de Freud, de Althusser y de Foucault. Un cruce excesivo para tomarme en serio la pureza de mi sangre. Claro que tampoco me han ayudado mucho los espectáculo regionales a los que asisto en el escenario cotidiano y deprimente de la madurez. Perder la juventud es asumir que hay muchas cartas marcadas en la baraja y que algunos problemas no tienen solución, porque sus números son flores carnívoras que viven solamente a costa de devorarse. En agosto no suele pasar nada, pero ETA sigue matando, y no hay solución. La identidad vasca no deja lugar para la conciencia de los nacionalistas vascos. Llevan demasiado tiempo acostumbrados a negociar su nacionalismo pacífico con el chantaje de la muerte, ese recinto oscuro y natural que mantiene el fuego de sus verdades. Existen las pistolas, y crecen como un árbol telúrico, como una raíz, como el bosque neblinoso de las tradiciones, como una identidad anterior a las leyes y a la conciencia. Lo mismo les está ocurriendo a muchos ciudadanos democráticos, que se sienten obligados a identificarse con los crímenes del estado de Israel y aprueban la voladura sistemática de los territorios palestinos. El humo se disipa, y aparecen unos cadáveres, unas ruinas y una identidad. Israel es el único lugar del mundo en el que los judíos corren hoy peligro, pero nadie parece tomarse en serio la contradicción. Yo veo en mi televisor los entierros de este verano, sin saber qué decir, avergonzado como un pájaro con el pico desteñido y las alas rotas, en medio de una fiesta de disfraces regionales.

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