_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Prietas las filas

'En mi partido ni existen las corrientes ni las familias ni van a existir en el futuro'. Lo dice Javier Arenas. Tiene mérito: cualquiera en su lugar pronunciaría esta frase con una media sonrisa de mal jugador de póquer, pero él lo hace con toda solemnidad, como si fuera Moisés separando las aguas del Mar Rojo para abrir paso al pueblo hebreo en su peregrinación a la Tierra Prometida. Todo un profesional. La suya es una forma como otra cualquiera de ganarse la vida.

Los políticos son quizá los únicos seres de la creación capaces de tropezar dos veces con la misma mentira. Arenas dice, ni más que menos, lo mismo que decían los dirigentes del PSOE a finales de los ochenta, cuando se preguntaban qué era eso del guerrismo y aseguraban, con todo su cuajo, que aquello era cosa de los periodistas.

En este país nuestro faltar deliberadamente a la verdad sale gratis: la ciudadanía está resignada a que le mientan. Lo malo es cuando las mentiras chocan con las leyes de la naturaleza: es imposible que exista una organización sin corrientes, sin luchas por el poder, sin debates internos. Y, si existe, es que está muerta. Una organización política unánime y silenciosa no es un partido, es una tropa.

Pero para mantener la unión de la tropa hace falta un botín que repartir. Es por eso por lo que las unanimidades se suelen dar sólo en los partidos cuando tienen el poder. Entonces nadie debate, nadie pregunta. ¿Para qué? El debate es innecesario cuando se está seguro de tener toda la razón, una razón escurialense, sin fisuras y sin matices, esos matices que tanto enriquecen la realidad pero que resultan tan hartibles.

¿Es normal que ningún dirigente del PP se atreva a expresar su opinión sobre el sucesor de Aznar? ¿Lo es que ningún dirigente socialista se pregunte cuándo le llegará por fin la jubilación a Rodríguez Ibarra, Bono o Chaves? Desterrados los críticos, aburridos los que tienen cosas más útiles -o rentables- que hacer, los partidos terminan funcionando sólo gracias a la fe y a la obediencia, valores más propios del clero o del Ejército. Son valores que poco tienen que ver con la tan traída sociedad de la información, que es todo lo contrario: fluidez, transparencia, debate... Por eso, difícilmente un partido político puede colaborar en la modernización de la sociedad: porque no participa de los valores propios de esa modernidad. Todo lo más que puede hacer es no estorbar.

Las unanimidades resultan empobrecedoras. Lo peligroso de buscar colaboradores dóciles es que, finalmente, se terminan encontrando. Es así como gente como el secretario general del PP-A, Antonio Sanz, termina llegando al poder. Con Arenas, el PP-A ha logrado lo imposible, sufrir en la oposición una dolencia propia del poder: el desgaste de la rutina, la erosión del tedio. Arenas es aún más previsible que Chaves, que ya es decir.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Pero ese camino de pétreas e indiscutibles certezas es quizá el más seguro; no lleva a ninguna parte pero sirve para seguir conservando el control del partido, que es de lo que se trata: esa especie de nirvana, de eterno sesteo, que es el liderazgo indiscutible.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_