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¿Dónde está nuestro Le Pen?

No, evidentemente no deseo que también surja aquí un líder político como Jean-Marie Le Pen. No obstante, no deja de ser sorprendente que en una sociedad como la nuestra no exista todavía una fuerza política demagógica y populista, de evidente inspiración fascista, como el Frente Nacional francés. O como las organizaciones políticas que, ya sea en Italia o en Austria como más recientemente en Dinamarca, desde posiciones ideológicas similares forman ya parte de sus respectivos gobiernos nacionales. O como las que últimamente han comenzado a alcanzar importantes resultados electorales en Holanda o en Suiza, por ejemplo. Precisamente porque no deseo que también en España suceda algo semejante, me pregunto por qué en este país la extrema derecha brilla por su ausencia y qué deberíamos hacer para que no resurja.

No deja de ser extraño que en la sociedad española la extrema derecha no tenga relevancia electoral

Más allá de la explicación simplista de que la extrema derecha española se halla integrada electoralmente en el PP -lo cual, por cierto, sería un mérito de este partido-, no deja de ser extraño que en una sociedad como la española, en la que por obvias razones históricas el franquismo sociológico sigue teniendo un peso importante, la extrema derecha no tenga ningún tipo de relevancia electoral. Que no la tenga ahora, no obstante, no implica que no pueda tenerla en el más inmediato futuro, sobre todo al socaire de los temores que cada vez más amplios sectores ciudadanos manifiestan tanto frente a la inseguridad pública como ante muchas otras incertidumbres, desde la pérdida de confianza en la política y en muchas instituciones públicas hasta la inmigración, sin olvidar el paro y la precariedad laboral, los recortes en el Estado de bienestar, una globalización mal concebida y un proceso de construcción de la unidad económica y política de Europa del que por ahora se desconocen los aspectos positivos en la vida diaria de la ciudadanía.

En el primer volumen de su excelente biografía de Hitler, Ian Kershaw retrata a la perfección cómo el nazismo pudo llegar democráticamente al poder en Alemania. No es ninguna casualidad que en distintos Estados miembros de la Unión Europea se venga produciendo durante los últimos años un incremento constante del voto de la extrema derecha, y en menor medida también de la extrema izquierda y de otras formaciones radicales, todas ellas contrarias al sistema democrático. Con ser importante el elevado porcentaje de votos que Le Pen obtuvo en la primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas, sin duda lo más trascendental fue el aumento de la abstención -que hizo que con el mismo número de votos que en los anteriores comicios presidenciales Le Pen obtuviese un porcentaje importante-, y aún fue más significativo que como mínimo el 40% de los votos expresados fuesen a parar a formaciones extraparlamentarias de derecha e izquierda. En este numerosísimo, muy variado y disperso voto antisistema está el caldo de cultivo para cualquier líder demagógico y populista capaz de acabar con la democracia.

Durante estos últimos días se ha hablado y escrito hasta la saciedad acerca de los para casi todos inesperados resultados de las elecciones francesas, sus causas y sus responsables principales. Entre lo mucho que se ha dicho al respecto abundan, y con razón, las críticas a los políticos, tanto de derechas como especialmente a los de la izquierda plural. Pero apenas se ha prestado atención al decisivo papel que en el actual marco de las sociedades desarrolladas ejercen los poderosos medios de comunicación, y con ellos los profesionales del sector y el mundo de la cultura y la intelectualidad, generadores todos ellos asimismo de opinión pública. Creo que sólo la lúcida mente de Manuel Castells ha denunciado la perversión de la política por su necesidad de adaptarse a un lenguaje mediático 'que tiene tres reglas: simplificación del mensaje, personalización de la política y predominancia de los mensajes negativos de desprestigio del adversario sobre los positivos, que tienen poca credibilidad'.

La dictadura de las audiencias, que tanto daño ha causado y causa en el mundo audiovisual, es la transposición de la dictadura del mercado no ya en la economía, sino también en el conjunto de la sociedad. Esto tiene su correspondencia en el mundo de la política, que en lugar de democrática ha pasado a ser demoscópica, a golpe de encuestas y sondeos de opinión. Ante una situación cada vez más compleja, y que por tanto no puede ser aprehendida con esquemas simplistas como en otros tiempos, desde los medios de comunicación se exigen mensajes meramente publicitarios, casi de eslogan, muy personalizados y negativos, que evidentemente no dan respuesta a las incertidumbres e inseguridades crecientes de la ciudadanía.

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Más allá del fenómeno Le Pen, la amenaza real del fascismo planea ya sobre Europa entera. También es ésta una amenaza latente en España, donde no son infrecuentes los brotes xenófobos y racistas ni son raras las respuestas demagógicas y populistas desde el mismo Gobierno. Exijamos a todos nuestros políticos, y en primer lugar a los de izquierdas, respuestas adecuadas, pero seamos todos cívicamente responsables y dejemos de contribuir tanto al desprestigio de la política en general como a la banalización del mensaje político impuesta por la dictadura de las audiencias. No sea que vaya a tener razón Jean-François Revel cuando escribió: 'Tal vez la democracia ha sido en la historia un accidente, un breve paréntesis que vuelve a cerrarse ante nuestros ojos. En su sentido moderno, el de una forma de sociedad que consigue conciliar la eficacia del Estado con su legitimidad, su autoridad con la libertad de los individuos, habrá durado algo más de dos siglos, a juzgar por la velocidad con que crecen las fuerzas que tienden a abolirla'.

Jordi García-Soler es periodista.

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