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Columna
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Que viene el lobo

Esta vez no es como cuando la tele anunció una ola de calor y hubo epidemia de pulmonía. Esta vez los científicos sitúan al lobo a las puertas de la capital, y hacía tanto tiempo que no la visitaba que el Ayuntamiento encomienda al erudito local el discurso de bienvenida:

-Madrid, castillo famoso donde ni el lobo es isidro...

El alcalde pregunta al gabinete de protocolo si hay que entregar las llaves de la ciudad al nuevo huésped y la policía extrema su celo con los inmigrantes, no vayan a espantarlo...

Quico tiene ocho años y una gran ilusión por conocer al lobo. Todas las mañanas recorre las afueras con su padre, trapero: un día, los límites del Pardo; otro, la zona de Atocha; otro, mira por Barajas; otro, por Arganda... Pero el lobo no llega y el municipio se inquieta:

-Le habrá pillado un atasco -denuncia la oposición.

El erudito local resalta en su discurso el carácter trotamundos del cánido -que así lo llama-. Quico se felicita de vivir en el área de San Blas que todavía se permite espacios libres. Una tarde, a punto de oscurecer, circula una sombra por los desmontes. Quico abre su corral, el lobo entra, hoy pasarán la noche juntos y mañana se lo llevará en la furgoneta a la busca.

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En la trasera del coche, donde Quico y su padre colocan el fruto de sus expediciones, Quico prepara unas mantas. Sentadito en ellas, el lobo contempla los suburbios a través de la ventanilla de la furgoneta, y esas mismas mantas le encubren cuando los municipales inspeccionan el vehículo.

-¿Han visto los lobos del alcalde? -preguntan los guardias.

Al fin, el Ayuntamiento consigue reclutar media docena de ejemplares y los somete a un itinerario guiado por safaris y centros de acogida.

-Se adaptarán a nuestras costumbres -promete el erudito local-. Probarán las rosquillas del santo y aprenderán a bailar los pasodobles de Chueca.

Su voz eufórica a través de la radio de la furgoneta contrasta con el aullido del lobo después de ver a sus iguales domesticados en el autobús turístico de dos pisos. Quico vuelve la mirada al rincón del lobo y ya no está. Quizá ha preferido huir a ser objeto de la hospitalidad municipal o de la atención desconfiada de las dueñas de perros:

-¿De qué raza eres, chucho?

Eso si no sufre el atropello de los ciclistas o de los patinadores de la tabla, desmandados por las aceras matritenses. Por ello, Quico confía en que el lobo retorne a la periferia de San Blas, más despejada y tranquila que el centro. Pero pasan los días sin que el lobo reaparezca y su padre se lo echa en cara:

-Contigo se aburría.

Según el erudito local, los cánidos disfrutan de muchos alicientes en su visita al cinturón ciudadano: nieve al norte, verbenas al sur, aeropuerto al oeste y el Manzanares al este.

-Agua de la Fuente del Berro y parques temáticos -resume por la radio-. No se las ponían así ni a Felipe II.

Y no cabe duda de que el lobo ha debido participar de este jolgorio madrileño, porque cuando Quico y su padre lo descubren en la Casa de Campo, junto a una prostituta tonquinesa, está flaco, con ojeras y moratones.

-Se fue de juerga o llega de puente -murmura el padre de Quico.

Pero más bien parece que le han dado una paliza. Quico y su padre le dejan en el corral reponiéndose, y cuando regresan de trabajar ya se les fue.

-En la cárcel dan comida y cama -comenta el padre, desentendiéndose de un animal tan desagradecido.

Quico busca al lobo por los alrededores silenciados por el erudito, donde el chabolismo, la delincuencia, la prostitución y la droga imponen su ley, y al fin lo encuentra en las Barranquillas.

-Lárgate, lobo -le aconseja un drogata-. No tengo más que miseria.

Rechazado por su espacio natural, el lobo languidece en el corral de Quico. ¿Cómo distraerlo? En esta mañana de domingo, Quico propone:

-Lobo, ¿vamos al fútbol del Vicente Calderón?

Y es lo que le faltaba al lobo feroz, que, espantado de la oferta de Quico, abandona definitivamente Madrid.

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