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Reportaje:

Huelva, lo que la fresa esconde

La visita del Príncipe culmina con alusiones a los inmigrantes y una visita al Polo Químico onubense

Los inmigrantes que merodean erráticos por los campos de fresa de Huelva planearon ayer por la ruta que sigue el Príncipe de Asturias en su viaje andaluz pero, como en Almería, tampoco se personificaron. Del mismo modo, las palabras de los oradores plantearon la gravedad que representa la contaminación industrial, pero la higiene del protocolo la mantuvo confinada en un plano irreal. Una pancarta que reclamaba socorro por los daños de los vertidos industriales fue discretamente retirada de las cercanías del Ayuntamiento (aunque respetada junto a la Casa de Colón por la tarde). La cortesía, en suma, dio buena muestra de su poder para mitigar los infortunios.

Pedro Rodríguez, el alcalde del PP de Huelva, reconoció en la fase final de su intervención ante don Felipe en el salón de plenos el cuadro atroz que presentan las calles de la ciudad donde, cientos de inmigrantes que confiaron en obtener trabajo en la campaña de la fresa 'se encuentran sin ocupación, sin vivienda, deambulando y sin unas condiciones mínimas de una vida digna'.

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Rodríguez dejó en manos del Gobierno central y de la Junta de Andalucía la búsqueda de una 'solución razonable', que pasa, dijo, por la ampliación del cupo de extranjeros por un lado y, de otro, por la consecución de medios que garanticen un bienestar mínimo. Los inmigrantes, sin embargo, a pesar de su abundancia y de la mención explícita, no se materializaron. ¿Dónde estarían? Parecía un exorcismo.

El grave inconveniente de la contaminación industrial tampoco bajó del plano alusivo. Es más, la visita al Polo Químico de Huelva vino a probar que los cánceres que sufre la población y la presencia de metales pesados en los vertidos que aireaba un grupo de vecinos (el que fue apartado de la carrera por donde iba a pasar la comitiva) es, hasta cierto punto, un mal inevitable a cambio de conservar los empleos.

La pulcritud de las formas (no ya la de la Casa Real sino la del resto de colaboradores colaterales) está deparando situaciones de corte surrealista a lo largo de la visita. A esta especie corresponde el recorrido que los informadores hicimos a mediodía por la refinería de Cepsa en La Rábida.

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Este cronista y sus compañeros fueron embarcados entre grandes precauciones en un autobús que, aunque aparecía normal, estaba dotado con medidas de seguridad añadidas pues, además de contar con las puertas de socorro laterales, como es usual, disponía de otras abiertas a lo largo del techo, como si los organizadores presintieran una desgracia inminente.

Los técnicos aleccionaron al pasaje acerca de la imposibilidad de utilizar el teléfono móvil y aún más de encender fuego por algún medio. A cada viajero le fue entregado además un casco, unas gafas protectoras y una guía de carreteras. Y de esta guisa, como personajes de Julio Verne, partimos en autobús en busca del fin del mundo.

La travesía, sin embargo, duró sin exagerar 200 metros. Entre unos inmuebles anodinos con chimeneas metálicas que expelían gases blancos, el autobús detuvo la marcha. Muchos informadores, nerviosos, se calaron los cascos y se ajustaron las gafas. Aun en el interior del coche. Era cosa de ver aquel panorama de individuos de aspecto ordinario hasta hace unos momentos transformados en marcianos embarcados en un autobús hacia un destino incógnito.

Los fotógrafos, con sus pertrechos de seguridad, fueron autorizados a bajar a tierra pero cuando después de unos minutos de espera vieron pasar al Príncipe, fueron conminados a regresar al autobús que nos devolvió a unos y a otros, y con las mismas precauciones, al lugar de origen. Así acabó la ominosa aventura en el interior de la refinería. Algún informador se quiso llevar el casco de recuerdo, como aquel personaje de Keats, recordado por Borges, que viaja en sueños al Paraíso y como prueba decide robar una flor.

Ni que decir tiene que tampoco nosotros, como el Príncipe, encontramos en este trayecto a ningún inmigrante errático.

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