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Tribuna
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Arqueología jurídica

Agustín Ruiz Robledo

Cada vez que se aprueba una Ley, una legión de juristas se lanzan a estudiarla detenidamente, descifrando sus mandatos e interpretando cada uno de sus artículos. Nunca hemos tenido muy buena fama en esta tarea, como prueba un buen número de anécdotas sobre el particular, desde la que relata que Napoleón dijo que su Código civil acababa de recibir un golpe mortal cuando se enteró de que se había publicado su primer comentario, hasta lo que nos cuenta Gulliver sobre el País de los Gigantes: allí comentar una ley era un crimen que se pagaba con la muerte. Pero a pesar de estas críticas, los juristas hemos seguido con nuestra costumbre de escrutar las leyes y hoy no hay norma que se precie que no tenga sus buenos comentarios, sobre todo si es mínimamente controvertida.

Por ejemplo, en 1981 dedicamos nuestra atención a una de las primeras sentencias del Tribunal Constitucional en la que juzgaba la compatibilidad de diversos artículos de la Ley de Bases de Régimen Local (LBRL) de 1955 con el principio de la autonomía local consagrado en la Constitución, en especial del artículo 422.1, que habilitaba al Gobierno para disolver los Ayuntamientos que realizaran una 'gestión gravemente dañosa para los intereses generales'. En 1985 volvimos sobre este asunto de la disolución de los entes locales porque la nueva LBRL mantuvo esa posibilidad, si bien extremando las garantías para que el Consejo de Ministros no pudiera tomar una decisión de tal calibre de forma arbitraria: el nuevo artículo 61 de la LBRL exige que esa gestión gravemente dañosa para los intereses generales suponga el incumplimiento de sus obligaciones constitucionales y que la disolución gubernativa cuente con la autorización del Senado. Por eso hoy día, casi un cuarto de siglo después de las primeras elecciones municipales democráticas, tenemos nuestras buenas resmas de folios analizando este artículo 61 y unas cuantas controversias técnicas sobre algunas palabras difíciles que emplea (lo que llamamos conceptos jurídicos indeterminados): qué es una 'gestión gravemente dañosa', qué es el 'interés general', etcétera.

Mientras tanto, ¿qué ha sucedido en la práctica? ¿cuántas corporaciones locales ha disuelto el Gobierno en todos estos años? He buscado en los últimos Manuales de Derecho municipal, en las mejores bases de datos jurídicos, en todo Internet, en la Dirección General de Administración Local y tras esta exhaustiva búsqueda la respuesta es: ninguna. Ni uno sólo de los 8.104 Municipios y 3.697 entidades locales menores ha sido jamás disuelto. Si bajamos un escalón para preguntarnos cuántos expedientes se han iniciado y luego, tras un estudio detallado, se ha considerado que no había motivo para disolver el órgano local, la respuesta es bastante similar: uno solo, el del Ayuntamiento de Cangas de Morrazo en 1988, pero ni siquiera se llegó a solicitar la autorización del Senado. A este caso podemos unirle otro, un tanto pintoresco, de hace un par de años cuando la Confederación Española de Gitanos pidió la disolución del Ayuntamiento de Madrid al ministro de Administraciones Territoriales, a lo que este se negó cortésmente, sin ni siquiera abrir un expediente. Por su parte, ningún Consejo de Gobierno autonómico ha utilizado todavía la facultad de solicitar al Gobierno la disolución de un ente local.

A la vista de esta falta de utilización del artículo 61 de la LBRL, cualquier jurista que vuelva a comentar este artículo podría concluir con cierta satisfacción y orgullo que, a pesar de que el cálculo de probabilidades hubiera previsto otro resultado, afortunadamente en nuestro país ningún ente local ha tenido jamás una gestión gravemente dañosa para los intereses generales. Sin embargo, las hemerotecas están llenas de casos que hacen, por lo menos, dudar de la pulcritud de la gestión de algún que otro de nuestros entes locales en estos veinticinco años: miles de acusaciones de corrupción, cientos de Ayuntamientos que sistemáticamente no rinden sus cuentas al Tribunal de Cuentas o que lo hacen de forma notoriamente insatisfactoria, decenas de concejales inhabilitados por prevaricación, Ayuntamientos que homenajean a terroristas, etcétera. Ahora mismo, en Andalucía tenemos un caso que ofrece muchos indicios para que, al menos, el Ministerio de Administración Territorial abriera un expediente: un alcalde condenado a 28 años de inhabilitación que declara que seguirá haciendo en su Ayuntamiento 'lo que me dé la gana', ocho concejales imputados por delitos relacionados con su gestión y 40 causas judiciales por actuaciones municipales, 85 expedientes abiertos por la Junta contra actuaciones urbanísticas, un informe de la Cámara de Cuentas repleto de incumplimientos legales del Municipio, unas deudas que pueden superar los 240 millones de euros, una gestión que se lleva sin que el secretario y el interventor pertenezcan desde hace más de diez años al cuerpo nacional de funcionarios, un archivo municipal en casa del Alcalde, etcétera.

¿Qué hacemos entonces los juristas debatiendo los requisitos que exige la legislación vigente para disolver un Ayuntamiento, además de incrementar nuestra mala fama, cuando en la práctica ni siquiera se inicia un expediente en los casos más evidentes? En el Siglo XIX, Julius von Kirchmann decía que lo nuestro no era ciencia porque bibliotecas enteras de jurisprudencia se convertían en basura con tres palabras rectificadoras del legislador ('esto está derogado'); hoy, un poco más optimistas, podemos decir que los especialistas que nos entretenemos comentando normas formalmente vigentes que los políticos consideran inconveniente aplicar lo que hacemos es pura y simple arqueología jurídica, un estudio de lo que ya no es de este tiempo. Claro que, con el romanticismo de todo arqueólogo que se precie, mantenemos la secreta esperanza de que, algún día, los tesoros que estudiamos vuelvan a lucir en todo su esplendor.

Agustin Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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