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Columna
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La vía japonesa

Por medio de estas líneas quiero sumarme a la reivindicación de los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos sobre el carácter plurinacional del Estado español. Me parece evidente que España es un estado y que es plurinacional, porque en ella conviven varias naciones; es decir, siguiendo la tautológica definición de Rupert Emerson (en mi opinión, la única válida entre las miles que se han propuesto), 'grupos humanos que sienten que constituyen naciones'. Claro que, según esa misma definición, España, además de un estado, también es una nación, porque muchos ciudadanos la sienten como tal y por lo tanto Cataluña, Vasconia y Galicia son territorios plurinacionales también, ya que en ellos hay colectivos que sienten, con todo derecho, que pertenecen a naciones distintas. En los últimos años el carácter plurinacional de España y de sus pueblos (tradicionales paraísos para las multinacionales, dicho sea de paso) se ha visto acrecentado por la presencia de trabajadores provenientes de otros países, que son tan nuestros como los autóctonos. Porque uno no es de donde nace, sino de donde paga sus impuestos.

Pero todavía voy más allá. No es que España, Cataluña, Vasconia y Galicia sean plurinacionales, es que cada uno de nosotros también es plurinacional. Yo desde luego lo soy. Una de las pocas cosas de las que me siento orgulloso en esta vida es haber viajado mucho y haber aprendido varios idiomas. Aunque suene a tópico, conocer otras gentes y otras culturas abre la mente y da nuevas perspectivas. Ya lo decían los clásicos: 'ubi bene, ibi patria'. La patria está donde uno se encuentra a gusto.

Pero ciñámonos a nuestro pequeño país. Tal vez peque de excesivo optimismo, pero me parece que, a pesar de nuestras diversas opciones nacionales, los habitantes de Vasconia nos llevamos bastante bien (salvados, por supuesto, los últimos de Filipinas, que no se han enterado de que su guerra terminó -y de que la perdieron- hace mucho tiempo). Pese al sensacionalismo imperante en algunos medios, aquí no hay dos comunidades como en Irlanda del Norte. Cuando voy a comprar el pan no pregunto al panadero a qué partido vota o en qué porcentaje se siente vasco o español. Eso se lo dejo para su intimidad. En el Ulster en cambio todo el mundo sabría si es católico o protestante y sólo le comprarían el pan los de su tribu. Mientras no nos importe qué patria siente el corazón del vecino (si es que siente alguna) será imposible el enfrentamiento civil.

Siempre me ha parecido un error la vía irlandesa. En gran medida porque intuyo que, para que esa vía pudiera aplicarse en Vasconia, primero tendríamos que pasar por la guerra larvada que durante décadas se vivió en Irlanda del Norte entre republicanos y unionistas. Ahora parece que se está poniendo de moda la vía quebecoise, a la que tampoco auguro ningún futuro, y ojalá me equivoque. Sin ánimo de ofender a nadie, me atrevo a proponer lo que yo denomino la vía japonesa. ¿En qué consiste? Ahora mismo se lo explico. Según la Encyclopaedia Britannica, en el año 2000, en Japón había 118.162.000 shintoístas (la religión tradicional), 88.336.000 budistas, 1.523.000 cristianos y 10.280.000 fieles de otras religiones. En total a mí me salen 218.301.000 japoneses religiosos, esto es, sin contar a ateos y agnósticos. No habría nada extraño en ello si no fuera por el hecho de que Japón sólo tiene 126.920.000 habitantes. No se trata de ningún error, sino de que muchos japoneses practican a la vez varias religiones. Así, se casan por un rito, visitan los templos de otro y celebran funerales por un tercero. Al parecer sin ningún problema. Ese es el modelo que tendríamos que importar para hacer compatibles los diversos sentimientos identitarios que coexisten en todos nosotros. En realidad es lo que hacemos inconscientemente la mayoría. Yo mismo me identifico como navarro en Bilbao, como vasco en Barcelona, como español en Berlín y -lo juro- como europeo en Bombay, que es otra manera de decir norteamericano.

Europa se desgarró entre los siglos XVI y XVII por guerras religiosas y en los siglos XIX y XX por guerras nacionales. El gran politólogo Hans Kohn predijo que llegaría el día en que se produciría la despolitización del nacionalismo, de la misma manera que con la Ilustración ocurrió la despolitización de la religión. No se trata de que las naciones desaparezcan, como tampoco desaparecieron las religiones en el XVIII (el mismo Kohn era judío y sionista), sino de que los ritos nacionales, como los religiosos, queden en el ámbito de lo personal. El siglo XXI tiene que ser el de la desnacionalización de la cosa pública. Sólo así se podrán respetar -de verdad- las diversas opciones nacionales de los ciudadanos.

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