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Columna
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Desaliento

Decía Fiódor Dostoievski que el hombre era libre en la medida en que era capaz de decir no a la realidad. En fin, una exageración del gran pope de las letras rusas, paladín del espíritu eslavo. Pero no le faltaba, en este caso, un punto de razón. La realidad es siempre limitada, chata, mejorable, y sólo de negarla, de rechazar esos límites, de imaginar mundos mejores, de batallar por ellos, surge la libertad del hombre. Así ha sido nuestra historia. Si la ciudad en la que vivía no me gustaba, podía decirle no e irme a otra ciudad. O al trabajo. O si no me gustaba mi salario, le podía decir no y reivindicar, con la negociación o la huelga, otro mejor. Si estas normas no me gustaban, podía exigir y lograr otras nuevas. Eran las libertades (de movimiento, políticas, sociales) que el hombre ha ido obteniendo de negar lo que había, ¿de decir no a la realidad? Bueno, es un modo de expresarlo.

Nuestra actual realidad en el paisito es lamentable. Un Gobierno vasco que se empeña en administrar lo que hay y desgobernar el resto (ahí están los episodios del Concierto y los Presupuestos), una oposición popular, PP, empeñada en plantear el debate en blanco y negro y en un terreno que no comprende una parte de la ciudadanía (siendo real, dramática, la pugna libertad/asesinato, el votante no lo vive del mismo modo hoy en el País Vasco), un Gobierno español embarcado en operaciones de marketing internacional mientras descuida lo que tiene en casa, y se despreocupa de Estatuto, Concierto o Constitución, a los que tanto apela. Y, finalmente, un partido socialista (PSE-EE) hecho unos zorros y proponiendo hasta tres vías de salida. Y todo ello encanallado por la violencia dramática que se ejerce sobre una parte de la población. Una violencia perversa en sí misma y perversa por los efectos degenerativos que produce en toda la sociedad (véase el debate socialista).

¿Qué importa todo esto al ciudadano? Mucho y nada. Mucho, porque en ello le va su futuro; es un hecho. Pero nada, porque los estados de crisis general (y es lo que tenemos aquí) producen apatía entre la población (todos nosotros), desánimo y dejación del asunto público por los intereses particulares y la vida personal. Es el sujeto que habla.

En las sociedades democráticas el conflicto, la aspiración de las partes a lograr el control de la gestión de las cosas y de los recursos es muy saludable (Aeropuerto de pasajeros en Loiu o en Foronda, exenciones fiscales para las empresas o apoyo a las capas desfavorecidas, apoyo a una universidad de excelencia o a una de competencia). Lleva a disputarse con argumentos razonables el gobierno del país. Al final, unas elecciones resuelven esa disputa. Pero, para quien las pierde, no es una derrota definitiva. Cuatro años y todo puede cambiar.

Otra cosa es cuando la disputa se plantea en términos más globales. Así lo enseña la experiencia histórica (Francia, casi siempre; Alemania, años treinta; Inglaterra, casi nunca, pero Irlanda entre católicos y protestantes). En esos casos, la ciudadanía muestra apatía o conformismo.

Es lo que nos ocurre (lucha entre independencia o integración). A usted y a mí mismo, casi no nos importa quién gane en el PSE-EE. Y tampoco los discursos populistas del lehendakari -aunque es cierto que es único que habla de nosotros. De si Vitoria prospera, Donosti tiene futuro o entramos en la época de la informática; es el único-. Queremos algo que rompa este laberinto infernal dictado por ETA.

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Las crisis producen apatía, desinterés. Hoy comienzan a plantearse con practicidad las próximas elecciones municipales. Tenemos miedo, la gente tiene miedo. Sólo un gobierno de unidad democrática -¿de concentración?; uno lo viene reivindicando desde el 2000, lo que le da alguna legitimidad- puede garantizar unas elecciones libres. Y, lo que cuenta quizá más, un punto de inflexión en el interés ciudadano, cada vez más alejado de la disputa política, necesitado de un referente claro y esperanzador para su porvenir (lo que Ibarretxe llamaba 'ilusionante'). Un punto de esperanza.

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