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La resurrección de un proceso

La resurrección de las conversaciones entre el Gobierno de Andrés Pastrana y las FARC nos da una gran lección: que el proceso de paz sólo avanzará ante la presión de la comunidad internacional. De no haber sido por las gestiones que in extremis realizaron los embajadores de los Países Amigos y a la fiermeza del presidente Pastrana, a esta hora las FARC irían de regreso al monte y el Ejército a la zona de distensión. El adiós a la esperanza. Por primera vez, las FARC han dado marcha atrás. Lo han hecho porque la situación internacional se ha vuelto en su contra, algo que los embajadores debieron de explicarles a los líderes guerrilleros. La UE, que ya no cree que las FARC sean miles Chés Guevara sino un Ejército que nutre sus alforjas de la extorsión y del narcotráfico, acaba de anunciarles que no les dará más visados a su comandantes. Y EE UU, para cuyo Departamento de Estado las FARC son terroristas, amenaza con más apoyo a las fuerzas armadas, especialmente desde el 11 de septiembre. El esquema de negociación, bautizado como diálogo en medio del conflicto, ha fracasado. A nadie le cabía en la cabeza que, mientras la guerrilla se sentaba en una mesa a conversar con los delegados de Pastrana, siguiera secuestrando niños, montando pescas milagrosas y disparando bombonas de gas contra la población civil. En Colombia, también carecía de sentido que las FARC se hubieran opuesto a la presencia de observadores extranjeros en la zona de despeje y al nombramiento de delegados internacionales para ejercer una mediación. Ello, sumado a la falta de una agenda concreta y a la fijación de unos plazos para negociar cada punto, había convertido el diálogo en un sainete del que salían comisiones y subcomisiones inútiles.

Si bien es cierto que las FARC deberían abandonar la violencia, al Gobierno le tocaría diseñar un procedimiento para negociar y ser más claro a la hora de responder a las exigencias de la guerrilla, en algunas de las cuales mucha gente está de acuerdo. Es el caso del desmonte de los paramilitares de ultraderecha, que según diversos informes están vinculados a las Fuerzas Armadas. Es el caso de dar garantías a quienes escojan hacer oposición desde la izquierda democrática. Y es el caso de la adopción de medidas para reducir las desigualdades, para lo que se requiere el apoyo de un establishment que parece no haber entendido que si quiere la paz no tiene más remedio que echar mano al bolsillo.

Dos anotaciones finales. Sorprende escuchar en las tertulias españolas que en Colombia se libra una guerra civil y que su Estado es ilegítimo. No es verdad. Colombia, con cerca de 100 homicidios diarios y con 3.500 secuestros al año, emerge como uno de los países más violentos del mundo. Pero no hay una guerra civil. Allá no existen dos grandes bandos como los de la España del 36. Lo que se vive es un choque en el que las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) combaten contra el Ejército y los paramilitares, en tanto que el resto de los 40 millones de habitantes ponen los muertos. Y en cuanto al Estado, ¿cómo afirmar que es ilegítimo? Ninguna nación de Suramérica ha gozado de una democracia más larga y estable. La ciudadanía vota libremente y hace ya muchos años que no se escuchan rumores de fraude. Pastrana obtuvo el respaldo de más de la mitad de las personas en condición de votar, un porcentaje que haría palidecer de envidia a Bush. Lo que ocurre es que el Estado es débil, no garantiza la vida de la gente, no consigue eliminar la corrupción y no logra echar por tierra una impunidad que ronda el 95% y que es una de las principales causas de la delincuencia rampante. Por si todo ello fuera poco, tampoco puede el Estado doblegar el narcotráfico, fuente de financiación de la guerra. Y no puede ni podrá porque es un negocio que cada año mueve 500.000 millones de dólares en el mundo, contra el cual la estrategia represiva dictada por EE UU ha demostrado ser inútil.

Juan Carlos Iragorri es periodista colombiano.

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