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Columna
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Buenos Aires

Para recorrer las ciudades conocidas nos bastan las fotografías y los álbumes, o el picor de una especia que saboreamos en un restaurante apartado, entre la noche y los amigos: las ciudades que visitamos en nuestros viajes pasan a formar parte de ese depósito de juguetes desechados que es nuestro pasado, y donde se apilan las antiguas novias, los pisos clausurados, los cines de barrio que hoy son groseros supermercados. Lo no acaecido ejerce un peso mayor sobre nuestra alma que lo que forma parte del censo adocenado de la memoria: el acto que no nos atrevimos a acometer, la novela que no abrimos, el hijo que no prorrumpió en una vida en común conservan un halo de hechizo, de promesa aún realizable, que se ha apagado en lo que ya hemos dejado atrás. Por eso, en muchos casos, descubrimos que estamos más enamorados de la compañera de curso a la que jamás dirigimos una palabra hace diez años que de nuestra propia esposa, y por eso las ciudades que nunca hemos pisado son más exactas, nítidas y puras que esos aglomerados de edificios, automóviles, comercios a los que nos ha conducido el turismo. Cierro los ojos y observo con perfecta transparencia las calles de San Petersburgo, el curso del Neva fluyendo bajo los puentes hacia los que se asoma Raskólnikov, la bella y despejada Perspectiva Nevski a la que Gógol dedicó muchos párrafos. Pero entre todas las ciudades se destaca una: Buenos Aires, la ancha Buenos Aires del tango y de la nostalgia, la Buenos Aires que he levantado docenas y docenas de veces, desde la cama, desde el flexo de la habitación en que leía las idas y venidas de tantos personajes rioplatenses. Puedo seguir con precisión el camino que conduce hasta el barrio del puerto, que pasa de San Telmo a Retiro y allí se mezcla con Flores y Belgrano y Palermo, 'Palermo de Buenos Aires', como escribía Borges. Su primer libro contiene ya ese hermoso homenaje: 'Sus casitas son para el solitario una promesa / porque millares de almas singulares las pueblan, / únicas ante Dios y en el tiempo'. Entre Corrientes y Rivadavia puede seguirse el tráfico de los ómnibus, donde los pasajeros de Cortázar enredan las madejas de sus temores y esperanzas; y en El Tigre, más al norte, un hombrecito imaginado por Marco Denevi busca liberarse del acoso de su imaginación en un hotel de mala muerte. Buenos Aires no está en la memoria, sino en el sueño.

Pero esas personas escribieron ya hace mucho tiempo, y su ciudad era otra. La de hoy es la de los informativos, el pillaje y la hambruna que contemplo desde mi televisor, desde un sentimiento en que la congoja apenas deja sitio al estupor. El Gobierno andaluz ha aprobado paquetes de nuevas medidas para auxiliar a los argentinos y tratar de paliar la catástrofe que nos muestra la pantalla del salón, siempre que sea posible. Sabíamos que la fantasía carece de sede, pero no podemos evitar pensar que Buenos Aires figura tal vez en otra parte. Hoy es un desierto: el mismo que halla Dalesius, el calígrafo de Voltaire, al recalar en 'un puerto del sur' después de errar por Europa y los mares, harto de sus recuerdos y los anhelos no cumplidos. Hablo de la última novela de Pablo de Santis, un joven escritor bonaerense por el que sufro cada día delante del telediario.

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