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Columna
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Creencias sin aire

Iba el otro día andando por la calle cuando una pareja de Papa Noeles, vestidos de naranja, me regalaron un globo. Lo acepté y seguí mi camino. Pero andar sujetando un cordel y un globo anaranjado no es lo mismo que simplemente andar. Y me ocuparon sensaciones cruzadas. O mejor, un cruce de sensaciones. En realidad, un choque. Me sentía levemente incómoda, un poquitín ridícula; y enseguida me rebelaba contra esos estúpidos sentimientos de adulto. Así hasta que me crucé con un niño de unos diez años. '¿Lo quieres? -le pregunté, ofreciéndole el globo. Y contestó que sí con tal convicción y semejante sonrisa que me sentí realmente feliz. Olvidé preguntarle su nombre, pero no voy a olvidar poner aquí que además me dio las gracias y me dijo 'agur'. A ese niño desconocido le dedico esta columna del día de Reyes.

Primero, por el respeto maravillado que me inspiró su manera de desear un simple globo, es decir, su capacidad de comprender que un globo no es sólo cuerda y aire sino posibilidades infinitas. Segundo, porque me hizo recordar mientras seguía andando, un tanto desentendida ya de mi destino, esta frase de Nietzsche: 'La madurez significa haber recuperado aquella seriedad que de niños teníamos al jugar'. Al jugar y al creer.

Hasta aquí la parte positiva de esta historia. Porque a esa madurez, como seriedad en la creencia, hay que oponerle el lamentable espectáculo de inmadurez, por descreimiento democrático, que nos han regalado nuestros políticos en este fin de año; parodia de política que parecía el guiñol de una gala de Noche Vieja.

Empezó Atutxa con su trapicheo reglamentario, y a partir de ahí, propios y ajenos, se pusieron a sacar la lupa y a buscar en la letra pequeña de las leyes un hueco, una coartada para el interés partidista; una posibilidad de trabajar(se) no a la luz de las instituciones democráticas sino a su sombra, en el patio de atrás; no en la ley sino en los límites boscosos de su trampa. Y hemos tenido ausencias, desmentidos, opacidad, medias verdades, y remiendos -que no soluciones- de última hora, adoptados in extremis, en realidad, in articulo mortis.

Porque muerta vuelve a estar la situación política en Euskadi. Así no se puede gobernar -así, en solitario, y esa insuficiencia de la soledad exige una lectura más atenta y sutil de la voluntad del electorado-; no se puede, a menos de contar con Batasuna, con quien no se debe contar, ni diurna ni nocturnamente, mientras no se desvincule sin ambigüedad de las prácticas terroristas.

En fin, que somos un país rico -lo cantan los cupos y cupones de esta lotería que nos ha tocado al nacer aquí en vez de en Somalia, por ejemplo- y sin embargo somos un pobre país. Herido y atascado en sus heridas. Gobernado y representado por una clase política atascada también e incompetente, que es lo menos que se puede decir de quienes llevan años y años revolviendo sin resolver; vendiendo como inevitable lo que ellos no consiguen evitar, como irremediable lo que no saben o no pueden o no quieren remediar.

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En el palabrerío de los últimos días se ha mencionado incluso la desobediencia civil. Me apunto ahora mismo. Desobedezco civil y civilizadamente al reclamar que se vayan los políticos de la lupa y los tour de force y vengan otros, los del desatascador. En el mundo laboral, empresarial, académico, quien no lo hace bien, o simplemente no lo hace, se va. ¿Por qué no en la política?

Yo estoy segura de que en todos los partidos hay gente dispuesta y capaz de intentar otra cosa. Gente que no considera a las instituciones democráticas juguetes de uso partidista ni simples globos -aire y cuerda que pasarle al país alrededor del cuello-. Sino que respeta todavía la idea de que el poder democrático no es una prebenda sino una responsabilidad, y la creencia -sin aire- de que por eso hay que ejercerlo, jugarlo, madura y seriamente, como niños nietzscheanos.

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