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LECTURA

Proceso a Kissinger

Entre la clase política de Washington DC existe un secreto a voces que es demasiado trascendental y horrible para violarlo. Aunque es bien conocido por los historiadores académicos, reporteros veteranos, antiguos miembros del Gobierno y ex diplomáticos, nunca ha sido resumido de una vez en un solo sitio. El motivo de ello es, a primera vista, paradójico. El secreto a voces está en posesión de los dos partidos políticos principales, e involucra directamente a la actuación de por lo menos tres antiguas presidencias. Su divulgación, por tanto, no interesaría a ninguna facción concreta. Su veracidad es, por consiguiente, la garantía de su oscuridad (...)

He aquí el secreto en palabras llanas. En el otoño de 1968, Richard Nixon y algunos de sus emisarios y subalternos se propusieron sabotear las negociaciones de paz en Vietnam que se celebraban en París. Eligieron un método sencillo: aseguraron en privado a los dirigentes militares survietnamitas que un inminente régimen republicano les ofrecería un mejor pacto que un Gobierno demócrata. De este modo debilitaron las propias conversaciones y la estrategia electoral del vicepresidente Hubert Humphrey. La táctica funcionó en un sentido, pues la junta survietnamita se retiró de las negociaciones la víspera de las elecciones, destruyendo así la 'plataforma de paz' que los demócratas habían utilizado para su campaña. No funcionó en otro aspecto, ya que cuatro años después, la Administración de Nixon puso fin a la guerra en los mismos términos que habían sido ofrecidos en París. La razón del mortal silencio que todavía envuelve esta cuestión es que, en esos cuatro años intermedios, unos 20.000 norteamericanos y un incalculado número de vietnamitas, camboyanos y laosianos perdieron la vida. Es decir, la perdieron más inútilmente aún que todos los muertos hasta aquel momento. El impacto de esos cuatro años en la sociedad indochina y en la democracia norteamericana escapa al recuento. El principal beneficiario de la acción encubierta, y de la matanza subsiguiente, fue Henry Kissinger.

Richard Nixon: 'Kissinger volvió a llamar. Dijo que acababa de volver de París, donde había captado el rumor de que se preparaba algo gordo con respecto a Vietnam'
Tuvo que haber un informador dentro del campo de la Administración demócrata en el poder, una fuente de pistas y confidencias. Ese informador era Henry Kissinger
Para boicotear el proceso de paz eligieron un método sencillo: aseguraron en privado a los dirigentes militares survietnamitas que un inminente régimen republicano les ofrecería un mejor pacto que un Gobierno demócrata

Plumas romas

Oigo ya a los custodios del consenso raspando con sus plumas romas para describir esto como una 'teoría conspiratoria'. Acepto de buen grado el desafío. Tomemos, en primer lugar, el diario de la Casa Blanca de aquel conspirador de renombre (y teórico de la conspiración), H. R. Haldeman, publicado en 1994. Dos motivos me inducen a empezar por este documento. Primero, porque, en la lógica inferencia de 'pruebas contra interés', es improbable que Haldeman facilitara testimonio de su conocimiento de un delito a menos que estuviese diciendo la verdad (póstumamente). Segundo, porque es posible rastrear cada reseña hasta su origen en otras fuentes documentadas. En enero de 1973, la Administración de Nixon-Kissinger -de la que Haldeman llevaba las actas- lidiaba intensamente en dos frentes. En París, Kissinger se esforzaba en negociar la 'paz con honor' en Vietnam. En Washington DC, la urdimbre de pruebas contra los ladrones y 'pinchadores' de teléfonos empezaba a estrecharse. El 8 de enero de 1973, Haldeman consigna: 'John Dean llama para informar sobre los juicios de Watergate, dice que si no podemos probar de un modo contundente que nuestro avión [de campaña] estaba pinchado en el 68, cree que podríamos utilizarlo como base para decir que vamos a obligar al Congreso a que investigue el 68 igual que el 72, y así taparles la boca'.

Tres días después, el 11 de enero de 1973, Haldeman habla con Nixon ('El P', como se le llama en los Diarios): 'Sobre el asunto Watergate, quería que yo hablase con [el fiscal general John] Mitchell para que averiguase a través de [Deke] De Loach [del FBI] si el tipo que nos puso los micrófonos en 1968 sigue todavía en el FBI, en cuyo caso [el director en funciones Patrick] Gray tendría que trincarle con un detector de mentiras y zanjar la cuestión, lo que nos daría la prueba que necesitamos. Cree también que yo debería contactar con George Christian [secretario de prensa del presidente Johnson, y que luego trabajó con los demócratas para Nixon] para que use su influencia con el fin de enterrar la investigación Hill sobre Califano, Hubert y demás. Más tarde, el mismo día, decidió que la idea no era tan buena y me dijo que no hiciera lo que por suerte yo no había hecho'.

El mismo día, Haldeman informa de que Henry Kissinger llamó agitado desde París diciendo que 'firmará mejor en París que en Hanoi, que es el punto clave'. Habla también de conseguir que Thieu, el presidente survietnamita, 'transija'. Al día siguiente: 'El P ha vuelto a la carga sobre Watergate hoy, señalando que yo debería hablar con Connally sobre la intervención de teléfonos ordenada por Johnson para saber qué opina y cómo deberíamos llevarlo. Se pregunta si no deberíamos decirle a Andreas que asuste a Hubert. El problema de ir contra LJB [Johnson] es cómo reaccionaría, y necesitamos averiguar por De Loach quién lo hizo y luego sentarle ante un detector de mentiras. He hablado por teléfono con Mitchell sobre este tema y me ha dicho que De Loach le había dicho que estaba al día en el asunto porque le habían llamado de Tejas. Un reportero del Star ha estado investigando la semana pasada, y LBJ se puso muy furioso y llamó a Deke [De Loach] y le dijo que si la gente de Nixon va a jugar a eso, él revelaría [material destruido-seguridad nacional], diciendo que nuestro bando estaba pidiendo que se hicieran ciertas cosas. Por nuestra parte, supongo que se refiere a la organización de la campaña de Nixon. De Loach se lo tomó como una amenaza directa de Johnson... Que él recuerde, pidieron que se pusieran micrófonos en los aviones, pero no se hizo, y lo único que hicieron fue comprobar las llamadas de teléfono y pinchar el de La Dragona (en inglés, The Dragon Lady) [Anna Chennault]'.

Puede que esta prosa burocrática sea indigesta, pero no precisa claves para descifrarla. Fuertemente presionado a causa de las escuchas en el edificio Watergate, Nixon ordenó a su jefe de Gabinete, Haldeman, y a su contacto del FBI, Deke De Loach, que revelasen las escuchas a que su propia campaña había sido sometida en 1968. Sondeó asimismo al ex presidente Johnson, a través de demócratas destacados, como el gobernador John Connally, para calibrar cuál sería la reacción del presidente al respecto. El objetivo era demostrar que 'todo el mundo lo hace'. (En virtud de otra paradoja del bipartidismo, en Washington el lema 'todos lo hacen' lo utiliza más la defensa que, como cabría esperar, la acusación).

Los diarios de Haldeman

Sin embargo, surgió un problema en el acto. ¿Cómo revelar las escuchas de 1968 sin revelar al mismo tiempo sobre qué se habían realizado? De ahí las reservas ('que la idea no era tan buena...'). En su excelente introducción a Los diarios de Haldeman, el biógrafo de Nixon, profesor Stephen Ambrose, califica el acercamiento a Lyndon Johnson en 1973 de 'eventual chantaje', destinado a ejercer una presión subrepticia para cancelar una investigación del Congreso. Pero también sugiere que Johnson, que no era un incauto, tenía por su parte munición de chantaje. Como lo expresa el profesor Ambrose, los Diarios de Haldeman habían sido examinados por el Consejo Nacional de Seguridad (CNS), y la supresión entre corchetes que se transcribe más arriba es 'el único lugar del libro que ofrece un ejemplo de una supresión por parte del CNS durante la Administración de Carter. Ocho días más tarde, Nixon fue investido para su segundo mandato. Diez días después, Johnson murió de un ataque cardiaco. Nunca sabremos lo que Johnson poseía contra Nixon'.

La conclusión del profesor aquí es seguramente muy provisional. Hay un principio muy sobrentendido que se denomina 'destrucción mutua garantizada', por la cual ambos bandos poseen material más que de sobra para aniquilar al otro. La respuesta a la pregunta de qué tenía la Administración de Johnson sobre Nixon es relativamente fácil. Figuraba en un libro titulado Counsel to the President, publicado en 1991. Su autor era Clark Clifford, por antonomasia el hombre que posee información de primer orden en Washington, asistido en la redacción de su obra por Richard Holbrooke, el antiguo vicesecretario de Estado y embajador ante las Naciones Unidas. En 1968, Clark Clifford era secretario de Defensa, y Richard Holbrooke era miembro del equipo negociador de Estados Unidos en las conversaciones de paz con Vietnam en París.

Desde su asiento en el Pentágono, Clifford había podido leer las transcripciones del servicio de inteligencia que recogían y revelaban lo que él denomina un 'conducto personal secreto' entre el presidente Thieu en Saigón y la campaña de Nixon. El interlocutor principal en el lado norteamericano era John Mitchell, a la sazón director de campaña de Nixon y posteriormente fiscal general (y posteriormente el recluso número 24171-157 en el sistema penitenciario de Alabama). Le asistía activamente la señora Anna Chennault, conocida por todos como La Dragona. Furibunda veterana del lobby de Taiwan y una intrigante de derechas a todos los efectos, era una fuerza política en el Washington de su época y merecería una biografía por sí sola.

Todos los 'halcones'

Clifford refiere una entrevista privada a la que asistieron él, el presidente Johnson, el secretario de Estado Dean Rusk y el asesor de seguridad nacional Walt Rostow. Halcones todos ellos, mantuvieron al margen al vicepresidente Humphrey. Pero, halcones como eran, les horrorizó la evidencia de la perfidia de Nixon. No obstante, decidieron no revelar al público lo que sabían. Clifford dice que fue porque la revelación hubiera echado al traste por completo las conversaciones de París. Podría haber añadido que habría creado una crisis de confianza pública en las instituciones de Estados Unidos. Hay cosas que no se les pueden confiar a los votantes. Y aun cuando las escuchas hubieran sido legales, podrían haber parecido juego sucio. (La Ley Logan prohíbe a cualquier ciudadano norteamericano llevar a cabo una diplomacia privada con un país extranjero, pero no se aplica con rigor ni mucha consistencia).

A todo esto, Thieu se retiró de todos modos de las negociaciones, que naufragaron tan sólo dos días antes de las elecciones. Clifford no tiene dudas respecto a quién le aconsejó que así lo hiciera: 'Las actividades del equipo de Nixon rebasaron con mucho los límites del justificable combate político. Constituyeron una interferencia directa en las tareas de la rama ejecutiva y las responsabilidades del primer mandatario, las únicas personas con autoridad para negociar en nombre del país. Las actividades de la campaña de Nixon representaron una burda y hasta potencialmente ilegal interferencia en los asuntos de seguridad de la nación por parte de unos individuos particulares'.

Tal vez consciente de la ligera debilidad de esta prosa leguleya, y quizá un poco avergonzado de mantener el secreto para sus memorias en vez de comunicárselo al electorado, Clifford añade en una nota a pie de página: 'Hay que recordar que el público era notablemente más inocente respecto a estas cuestiones en los días anteriores a las sesiones del caso Watergate y a la investigación en 1975 del Senado sobre la CIA'.

Tal vez el público fuese en efecto más inocente, aunque sólo fuera a causa de la reticencia de abogados de alto vuelo como Clifford, que pensaba que había cosas demasiado escandalosas para darlas a conocer. Ahora afirma que era partidario o bien de enfrentar a Nixon en privado con la información y obligarle a desistir, o bien de hacerla pública. Quizá fuera efectivamente su criterio.

Una era más avisada de investigación periodística ha desvelado varias puestas al día de este infame episodio. Lo mismo han hecho las muy reservadas memorias del propio Nixon. Hacía falta más que un 'conducto trasero' para la desestabilización por los republicanos de las conversaciones de paz de París. Tenía que haber, como hemos visto, comunicaciones secretas entre Nixon y los survietnamitas. Pero también tuvo que haber un informador dentro del campo de la Administración que estaba en el poder, una fuente de pistas, confidencias y tempranos avisos de las intenciones oficiales. Ese informador era Henry Kissinger. En el relato de Nixon, RN: The memoirs of Richard Nixon, el deshonrado estadista de más edad nos dice que, a mediados de septiembre de 1968, recibió en privado la noticia de que se proyectaba un 'cese de los bombardeos'. En otras palabras, que la Administración de Johnson, en bien de las negociaciones, sopesaba la posibilidad de suspender los bombardeos aéreos de Vietnam del Norte. Nixon nos dice que esta utilísima primicia de información secreta procedía de un 'canal muy infrecuente'. Lo era más incluso de lo que él admitía. Kissinger había sido hasta entonces un partidario ferviente de Nelson Rockefeller, el inigualable y acaudalado príncipe del republicanismo liberal. Nelson no ocultaba su desprecio por la persona y las políticas de Richard Nixon. De hecho, los negociadores del presidente Johnson en París, encabezados por Averell Harriman, casi consideraban a Kissinger uno de los suyos. Se había hecho útil, como asesor principal de Rockefeller sobre política exterior, proporcionando intermediarios franceses con sus propios contactos en Hanoi. 'Henry era la única persona ajena al Gobierno con quien estábamos autorizados a hablar de las negociaciones', dice Richard Holbrooke. 'Confiábamos en él. No es exagerado decir que la campaña de Nixon tenía una fuente secreta dentro del equipo negociador de Estados Unidos'.

De modo que la posibilidad de un cese de los bombardeos, escribió Nixon, 'no fue para mí una auténtica sorpresa'. Añade: 'Le dije a Haldeman que Mitchell debería continuar como enlace de Kissinger y que deberíamos cumplir su deseo de que su papel siguiera siendo totalmente confidencial'. Es imposible que Nixon no conociera la función paralela que su director de campaña estaba desempeñando en connivencia con un país extranjero. Así empezó lo que en la práctica fue una operación interna encubierta, encaminada simultáneamente a frustrar las conversaciones y a ensuciar la campaña de Hubert Humphrey.

Ese mismo mes, más adelante, el 26 de septiembre, para ser exactos, y como refiere Nixon en sus memorias, 'Kissinger volvió a llamar. Dijo que acababa de volver de París, donde había captado el rumor de que se preparaba algo gordo con respecto a Vietnam. Me aconsejó que si yo tenía algo que decir sobre Vietnam la semana siguiente, debía eludir cualquier idea o propuesta nuevas'. Ese mismo día, Nixon declinó un desafío de Humphrey a un debate directo. El 12 de octubre, Kissinger estableció contacto de nuevo para sugerir que en fecha tan próxima como el 23 de octubre quizá se anunciara un cese de los bombardeos. Y así podría haber sido. De no ser porque, por algún motivo, cada vez que el lado norvietnamita se acercaba al acuerdo, Vietnam del Sur aumentaba sus exigencias. Ahora sabemos el porqué y el cómo de esto, y la manera en que se tejieron las dos mitades de la estrategia.

La Dragona, en el punto de mira

Ya en el mes de julio, Nixon se había reunido calladamente en Nueva York con el embajador survietnamita, Bui Diem. La entrevista había sido concertada por Anna Chennault. Las escuchas en las oficinas de los survietnamitas en Washington y la vigilancia ejercida sobre La Dragona mostraron cómo funcionó el trinquete. Un telegrama interceptado de Diem al presidente Thieu, el fatídico 23 de octubre, decía: 'Muchos amigos republicanos se han puesto en contacto conmigo y me han alentado a que nos mantengamos firmes. Les alarmaron los informes de prensa relativos a que usted ya había suavizado su postura'. Las instrucciones para las escuchas telefónicas fueron impartidas a un tal Cartha De Loach, conocido por sus colegas como Deke, que era el oficial de enlace del FBI de Hoover con la Casa Blanca. Le hemos encontrado, como recordará el lector, en Los diarios de Haldeman.

En 1999, el escritor Anthony Summers pudo finalmente obtener acceso al expediente cerrado del FBI sobre las interceptaciones de la campaña de Nixon, que publicó en su libro de 2000 The arrogance of power. The secret world of Richard Nixon (La arrogancia del poder. El mundo secreto de Richard Nixon). Asimismo pudo entrevistar a Anna Chennault. Estos dos progresos proporcionaron a este autor lo que vulgarmente se llama una pistola humeante sobre la conspiración de 1968. A finales de octubre de 1968, John Mitchell estaba tan nervioso por la vigilancia oficial que dejó de atender a las llamadas de Anna Chennault. Y el presidente Johnson, en una conferencia telefónica con los tres candidatos [presidenciales], Nixon, Humphrey y Wallace (supuestamente para informarles acerca del cese de los bombardeos), dio a entender claramente que estaba enterado de los esfuerzos subrepticios por obstaculizar su diplomacia relativa a Vietnam. Esta llamada casi sembró el pánico en el círculo interno de Nixon, e indujo a Mitchell a telefonear a Chennault al Sheraton Park Hotel. Le pidió que le devolviera la llamada por una línea más segura. 'Anna', le dijo, 'le hablo en nombre del señor Nixon. Es muy importante que nuestros amigos vietnamitas comprendan nuestra posición republicana, y espero que usted se la aclare... ¿Cree de verdad que han decidido no ir a París?'.

El documento original reproducido del FBI muestra lo que ocurrió a continuación. El 2 de noviembre de 1968, el agente informa de lo siguiente: 'La señora Anna Chennault contactó con el embajador vietnamita Bui Diem, y le comunicó que había recibido un mensaje de su jefe (sin más identificación), y que su jefe quería que se lo notificase personalmente al embajador. Dijo que el mensaje era que debía 'aguantar, vamos a ganar', y que su jefe también había dicho 'aguantar, él lo entiende perfectamente'. Ella repitió que ése era el único mensaje. 'Ha dicho, por favor, dígale a su jefe que aguante'. Ella le comunicó que su jefe acababa de llamarla desde Nuevo México'. (...)

Lo bueno de tener a Kissinger filtrando información por un lado y, por el otro, a Anna Chennault y John Mitchell llevando una política exterior privada para Nixon residía en lo siguiente: le permitía evitar que le arrastrasen a una controversia sobre un cese de los bombardeos. Y además le permitía sugerir que eran los demócratas los que estaban politizando la cuestión. El 25 de octubre, en Nueva York, Nixon utilizó esta archisabida táctica de divulgar una insinuación al tiempo que se pretendía repudiarla. De la diplomacia de LBJ en París dijo: 'Me han dicho que esta ráfaga de actividad es un intento cínico del presidente Johnson para salvar en el último instante la candidatura del señor Humphrey. Yo no lo creo'. (...)

En realidad, fueron unas elecciones muy reñidas, que al final arrojaron una diferencia de unos pocos cientos de miles de votos, y muchos observadores curtidos creen que la diferencia final la marcó Johnson ordenando el alto de los bombardeos el 31 de octubre, y los survietnamitas le ridiculizaron boicoteando las conversaciones de paz al día siguiente mismo. Pero si el resultado hubiese sido distinto, casi con toda seguridad, Kissinger habría ocupado un alto cargo en una Administración de Humphrey.

Nixon y Kissinger, en el Despacho Oval en 1971, en plena crisis vietnamita.
Nixon y Kissinger, en el Despacho Oval en 1971, en plena crisis vietnamita.

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