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2001, odisea de la historia

Enrique Krauze

Stanley Kubrick presintió la gravitación de la fecha, pero en este año no acudimos al nacimiento del superhombre, sino a la confirmación de otro inquietante mito nietzscheano: 'el eterno retorno de lo mismo'. Con una perplejidad que nos acompañará siempre, asistimos a una violentísima revuelta de la historia. Una minoría perturbada por odios teológicos buscó la reparación de un antiguo agravio (el repliegue de la civilización islámica) y la restauración de una época mítica (la nueva Hégira, el Califato de un nuevo Mahoma). Aunque no lo consiguió y es remoto que alguna vez lo logre, el golpe certero al corazón de Estados Unidos (de sus símbolos y su cultura) ha cambiado la vida en la Tierra. El mundo no volverá, desde luego, a la Edad Media, pero a partir del 11 de septiembre el mundo dejó de ser él mismo para convertirse en otro, mucho más incierto y frágil de lo esperado, aunque quizá más consciente de su condición real.

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No han sido muchas las fechas axiales de la era moderna: 1789 (la Revolución Francesa), 1848 (el Manifiesto Comunista y el primer estallido de la revolución social en Europa), 1914 (el extraño arranque de la Primera Guerra Mundial), 1917 (el triunfo de la Revolución Rusa) 1929 (el derrumbe de la Bolsa en Wall Street), 1939 (el comienzo de la Segunda Guerra Mundial), 1968 (la revolución juvenil contestataria), 1989 (la caída del muro de Berlín y del comunismo). Conforme transcurría el siglo XX -el más criminal en términos absolutos-, las fechas cruciales tendían a sucederse con preocupante frecuencia, pero el sentido liberador de 1989 pareció encerrar una moraleja feliz: la humanidad había aprendido finalmente la lección de un siglo opresivo y terrible, y adoptaba los valores cardinales de la civilización occidental. Fue entonces cuando Fukuyama publicó la más cándida y equivocada de las profecías: la del 'fin de la historia'. En el 2001, la historia no sólo no terminó, sino que recomenzó con una vuelta a las Cruzadas.

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Quizá tampoco tenga razón el profeta contrario, Samuel Huntington, que previó el 'choque de las civilizaciones'. En el vértigo de estos meses, el mapa del islam mostró su carácter variado no sólo en términos nacionales y políticos, sino religiosos, raciales, culturales, tribales. Las imágenes de las masas enardecidas que desfilaban en las ciudades de Pakistán quemando banderas dieron la vuelta al mundo, pero mucho más significativas que esas marchas (en las que participaban decenas de miles de personas) eran las caravanas de millones de afganos que huían de la guerra. Esas multitudes dolientes y silenciosas votaban con los pies contra sus propios jerarcas. Tras la derrota del régimen talibán, los afganos siguen votando por una vida que a los ojos febriles del fanatismo puede parecer indigna, vacía o cobarde, pero que es simplemente normal: cubrir las necesidades elementales, comprar y vender, atender a la familia, hacer el amor, escuchar música, jugar futbol, tener fe, caminar en paz. Y, sin embargo, la historia ha demostrado repetidamente que no son esas mayorías anónimas quienes aceleran o desvían su marcha, sino las minorías exaltadas, los doctrinarios armados. En el mundo islámico esas minorías seguirán activas y actuantes. A los jóvenes y niños que estudian en las madrasas no se les convence con bombas. Al contrario: se les disuade. Muerto Bin Laden sobrevivirá el mito Bin Laden, y tras él, uno, dos, mil Bin Laden que soñarán, en primer lugar, con remover a sus propios regímenes. Esa explosión del pasado latente (o mejor, esa lectura explosiva del pasado) es el primer signo ominoso en el comienzo del siglo XXI. Está fincada en tendencias convergentes de largo aliento en los países islámicos: un altísimo crecimiento demográfico, la radicalidad militante de sus sistemas educativos y la falta de separación entre la teología y el poder.

El segundo signo es el terrorismo globalizado. Hay ideas que han salvado a la humanidad e ideas que la han condenado. El misil humano fue inventado por los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, pero tenía un sentido de honor sacrificial más que de arma letal. El ataque a las Torres Gemelas -ensayado antes en las calles de Jerusalén- fue una idea nueva y probó con creces su eficacia. Conectó al mundo como nunca antes: el Internet del miedo. A partir del 11 de septiembre, un misil humano puede apuntar a cualquier objetivo imaginable a condición de maximizar sus ganancias simbólicas: el blanco puede ser una escuela, un estadio, una estación del metro, un puente, una central energética o, de nueva cuenta, un avión. El bioterrorismo, nutrido de los depósitos dispersos que dejó la Unión Soviética, puede reaparecer en cualquier momento. Y la amenaza de una guerra nuclear (o al menos de una bomba sucia) es ahora mucho más real que durante la crisis de los misiles, porque entonces involucraba estados visibles y no redes fanáticas subrepticias. Pero aún si ninguno de esos peligros llega a materializarse, el mundo sabe que vivirá con la sombra del terror.

Lo cual tiene ya consecuencias directas sobre el proceso de globalización que muchos considerábamos no sólo deseable, sino inevitable. Esa reversión, así sea parcial, es el tercer factor preocupante de nuestra era. Las fronteras (empezando por las norteamericanas) no serán tan abiertas. Como en los años treinta, los países tenderán a defenderse del exterior y a concentrarse en sí mismos. Las restricciones al comercio redundarán seguramente en perjuicio de los más pobres (contra lo que proclama la vulgata globalifóbica), pero aún espíritus liberales comenzarán a cuestionarse seriamente sobre las limitaciones del mercado en un mundo en el que la inmensa y creciente mayoría tiene niveles de vida miserables y sólo asiste al festín de lejos, tras los escaparates de la televisión y el cine. La ciencia podría obrar milagros, pero el caso es que Malthus ha vuelto a ponerse de moda.

El mapa mundial se ha llenado de puntos de conflicto. Es la cuarta señal ominosa de los nuevos tiempos. Pakistán y la India seguirán jugando con fuego nuclear a propósito de Cachemira. El éxito inesperado de la guerra por intermediación que han llevado a cabo los Estados Unidos en Afganistán (el apoyo directo a la Alianza del Norte), desencadenará seguramente nuevos capítulos, para empezar, en Irak (que se resiste a las verificaciones de sus arsenales). La reanudación de la guerra exacerbará de nueva cuenta los ánimos y hará tambalear (en un sentido fundamentalista) a los gobiernos de Pakistán y Arabia Saudí o (en un sentido paradójidamente modernizador) a Irán.

La tragedia palestino-israelí es un capítulo aparte. Su improbable solución -la única posible, a mi juicio- radica en la autocontención israelí frente a los actos terroristas palestinos. Esa actitud y el retiro de los asentamientos volcaría a la opinión mundial en favor de un proceso de paz y sería el único disuasivo posible para los jóvenes palestinos que literalmente sueñan con inmolarse. De no ser así, y dadas las tendencias demográficas de la microscópica región, ambos pueblos se sumirán en el abismo, pero el desenlace a mediano plazo puede aproximarse a la pesadilla imaginada por Saúl Bellow en 1976: Israel habrá sido una estación más en la diáspora milenaria del pueblo judío. Y ahora, igual que en 1942, el mundo permanecería no sólo pasivo, sino tranquilo, con la conciencia de que esta vez los judíos (homologados ya no con Shylock sino con Sharon) cavaron su propia tumba. Porque la resurrección del antisemitismo es, desdichadamente, otra característica de nuestro tiempo.

Como ocurre siempre, también hay luces en el horizonte. El 11 de septiembre puso punto final no sólo a la guerra fría, sino a su recuerdo. Desgarrada por siglos entre sus tendencias occidentalistas y eslavófilas, ante el desafío del radicalismo islámico, Rusia ha optado por aliarse a Occidente. China, apoltronada en su asiento milenario, ha observado una posición casi neutral, pero su convergencia comercial con Occidente parece irreversible. En el año 2020, cuando quizá sea la primera economía del mundo, será ella la que tenga que tomar cartas con respecto a los vastos ejércitos musulmanes que la rodean. Quizá vengará a los Budas dinamitados. En todo caso, poseedora de armas nucleares, no actuaría con espíritu de autocontención.

Una señal de verdadero aliento es la diplomacia alemana, instrumentada por el canciller Fischer. Con las conversaciones de paz en Bonn y sin mencionar una palabra sobre su papel en las dos guerras mundiales, los alemanes han reivindicado su lugar moral en Occidente. La actitud general de Europa (solidaria sin histerias) ha sido sobresaliente. Destacó, desde luego, la del gobierno inglés y su primer ministro, Blair, lo mismo que la eficacia del aparato policial y jurídico español en el caso de la red de Al Queda. En el reacomodo mundial, África -con excepción de sus países de mayoría islámica- quedó al margen y lo mismo ocurrió con América Latina. Esa relativa pasividad (o esa tibieza en las muestras simbólicas de solidaridad) fue menos comprensible en el caso de México, que en la víspera de los atentados era -en palabras de Bush- 'el país más importante para los Estados Unidos'. Ahora esas palabras pertenecen a la prehistoria.

El balance es más negativo que positivo, pero en todo caso es más real. Si de esta traumática experiencia los Estados Unidos emergen más concientes de su lugar en el mundo, más prudentes y (si cabe la palabra) más humildes, el equilibrio de los próximos años podría resultar menos inestable. No es fácil que ocurra. Heridos en su orgullo, sintiéndose odiados e incomprendidos, se embarcarán en una serie de aventuras bélicas con desenlace imprevisible: la historia como odisea.

Enrique Krauze es historiador mexicano, director de la revista Letras libres..

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