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Tribuna
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Cachemira al fondo

Eva Borreguero

La posibilidad de que la onda sísmica del 11 de septiembre sacudiese a la India vía Afganistán y Pakistán era algo que el Gobierno de Nueva Delhi temió y alertó desde un principio. El reciente asalto al Parlamento indio en el que murieron doce personas, atribuido a grupos separatistas cachemiros, ha ensanchado las fronteras del conflicto hasta el corazón de la nación india. Éste no es el primer suceso exportado desde el polvorín afgano-paquistaní. A principios de octubre de este año veinticinco personas murieron cuando un terrorista islámico se autoinmoló a la entrada del Parlamento en Srinagar, capital de Cachemira. Con el tiempo cada vez resulta más evidente para la opinión pública las conexiones entre el fenómeno terrorista en Cachemira y el eje Al Qaeda-talibanes-Pakistán mediado por los servicios secretos paquistaníes, el todopoderoso ISI. Las mismas madrasas que formaron ideológicamente a los talibanes son las que han inculcado el fervor patriotero de la liberación santa de Cachemira, los mismos campos que entrenaron a los grupos terroristas en Afganistán enviaban posteriormente a éstos a librar su jihad en Cachemira. No en vano Bin Laden, en su primer mensaje televisado tras los atentados del 11 de septiembre, declaró que la lluvia de aviones no cesaría hasta que se dejase de apoyar a '....los hindúes contra los musulmanes de Cachemira'.

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India ha tenido, y sigue teniendo, razones para estar temerosa de las consecuencias de la desestabilización de Afganistán. Las tensiones entre hindúes y musulmanes, explotadas por las organizaciones radicales de uno y otro bando, pueden dispararse en la medida en que se establezca una causa común entre la población musulmana india y la llamada a la defensa del Islam. Esta identificación puede partir tanto de algunos sectores musulmanes, como el sha imán de la mezquita de Delhi, quien declaró que un ataque a Afganistán sería considerado como 'un ataque a toda la comunidad musulmana', o como las organizaciones extremistas hindúes, tal que la Vishwa Hindu Parisad (Comunidad Universal Hindú), que no ha perdido la oportunidad para demonizar a los ciento veinte millones de musulmanes que tiene el país. Por otra parte, la evidencia histórica pone de manifiesto la tendencia por parte de Pakistán de desplazar oportunamente hacia la India, concretamente por la cuestión de Cachemira, la causa de todos sus males, por lo tanto es de esperar que una vez despejado el avispero afgano el excedente de jihadis árabes y paquistaníes encuentre su camino de salida en dirección hacia la Suiza de Oriente, como venía llamándose esta región antes de ser devastada por la guerra de guerrillas y el terrorismo. El Gobierno indio observó, no sin cierto desasosiego, cómo la colaboración paquistaní con Norteamérica les dejaba fuera de todo protagonismo de acción en la lucha contra el terrorismo islámico, que ellos venían padeciendo desde 1989, y sin embargo expuestos abiertamente a las consecuencias de éste.

Si bien el Gobierno de Pakistán ha condenado inmediatamente el asalto al Parlamento, su vinculación indirecta no deja lugar a dudas, aunque no sea más que por el oficialmente declarado 'apoyo moral' que durante décadas ha otorgado a las guerrillas islámicas que operan en Cachemira cuyos miembros, bajo el amparo del léxico religioso, no se consideran terroristas sino 'luchadores por la libertad' o muyahidines. Pakistán se encuentra ante una incierta situación de la que es de esperar Musharraf salga tan airoso como lo ha hecho hasta ahora. El país, dividido en múltiples nacionalismos tribales -pastunes, baluchos, punjabíes y mohajirs (musulmanes que emigraron desde la India cuando tuvo lugar la partición)- se ha ido labrando a pulso su dudoso presente. La alianza de terratenientes, militares y políticos corruptos, conocido como el síndrome de mullah-in-mufti, ha urdido una trama de poder que ha ido socavando las instituciones democráticas, ha elevado a los altares al radicalismo islámico y ha sumido al país en la pobreza económica y el subdesarrollo. Ante esta situación, la causa Cachemira ha sido la bandera que ha agitado los ánimos nacionalistas en busca permanente de las quimeras prometidas por el sueño de la nación islámica y estrelladas contra la realidad del fracaso político y social del país. El propio Musharraf ha hecho frente a la crisis que produjo su apoyo a Norteamérica en la lucha contra el régimen talibán desplazando todo el peso del conflicto hacia la India. En su alocución en la sesión plenaria de la ONU celebrada recientemente en Nueva York, Musharraf vinculó expresamente su participación en la coalición internacional contra el terrorismo con la criminalización de la India por la cuestión Cachemira. Unas semanas antes en un discurso televisado a la nación justificó su decisión como respuesta a las maquiavélicas intenciones de la India en su empeño por 'dañar y difamar al Islam y a Pakistán'.

El ministro de Interior indio, L. K. Advani, ha apuntado hacia el ISI como cerebro en la planificación del asalto al Parlamento. La participación del ISI no implicaría necesariamente al presidente Musharraf, cabe la posibilidad de que éste sea un acto independiente de este organismo que actúa como 'un Estado dentro de un Estado'. En este caso no sería esta la primera vez que tendría lugar un suceso de dichas características. La invasión de Cachemira por parte de las tribus pastunes paquistaníes en 1947 se llevó a cabo de espaldas al entonces presidente y padre de la nación Mohamed Alí Jinnah, produciendo como efecto la inmediata incorporación de Cachemira a la India y el comienzo de la primera guerra indo-paquistaní.

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Desde el 11 de septiembre, India ha venido presenciando el alarmante incremento de los actos terroristas en la zona. Tanto es así que son numerosas las voces que se han elevado proclamando la necesidad de realizar un ataque contra las instalaciones que los militantes tienen en Pakistán, animando de este modo la espiral de amenazas verbales sobre las que se alza el telón de fondo de la capacidad nuclear de ambos países. En estos momentos, India necesita el respaldo incondicional de la comunidad internacional para acabar con el azote terrorista que viene padeciendo durante más de una década, al tiempo que el Gobierno central ha de esforzarse honestamente en lograr una solución para un conflicto que viene arrastrando desde la creación del Estado. Pakistán por su parte deberá contener un fenómeno que él mismo ha creado y alimentado evitando caer en la tentación de apagar un fuego con otro fuego provocando el estallido de un conflicto en la que se ha venido llamando como la 'región más peligrosa del mundo'.

Eva Borreguero es miembro del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Complutense.

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Eva Borreguero
Es profesora de Ciencia Política en la UCM, especializada en Asia Meridional. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Georgetown y Directora de Programas Educativos en Casa Asia (2007-2011). Autora de 'Hindú. Nacionalismo religioso y política en la India contemporánea'. Colabora y escribe artículos de opinión en EL PAÍS.

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