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Columna
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La broma de la muerte

Parece que estén cayendo más cuerpos que hojas este otoño. Vidas penosamente interrumpidas: víctimas de los bombardeos, del terrorismo, de los estúpidos riesgos del tráfico. Parece que la sangre violentada fluye con más ahínco que de costumbre, con un encono mayor que este poderoso levante de lluvias huracanadas. Lo parece, pero es un espejismo de la actualidad: nunca las bombas lapa o los misiles han dejado de explotar. El odio se aplaca en un rincón del planeta (léase Ulster), pero, como sucede con las perturbaciones atmosféricas, se engolfa en otros horizontes y descarga su rutinaria tormenta de muertos (Euskadi o Kandahar). La muerte natural, no violenta, sirve a la vida: en un círculo de producción y destrucción. Las hojas caídas en otoño se convierten en humus que alimentará las raíces de los árboles y fertilizará la tierra para una nueva primavera. Pero la muerte violenta no alimenta más que las raíces de la venganza o del miedo, sentimientos que no promueven más que desiertos. La muerte violenta no sirve de nada: se pudre y se reseca bajo el sol de la intolerancia en el perpetuo verano del odio.

Durante los pasados años de la modernidad, cuando parecía que los humanos tenían un horizonte, un destino, un tortuoso aunque indudable camino hacia el progreso, podíamos leer las noticias de las guerras y contemplar las fotografías de los atentados políticos con la ayuda de mapas ideológicos y de misales doctrinarios que daban un sentido a los cadáveres de las víctimas. Los muertos que producían las batallas tendían a ser interpretados como inevitables peajes que la humanidad pagaba en su esforzado camino hacia alguna parte. Pero en el desconcertante y borroso presente, inservibles ya las viejas brújulas ideológicas, la muerte violenta tiene una presencia estrictamente depresiva y obscena.

Los muertos que, por ejemplo, deja esparcidos la patria vasca en su camino hacia la nada carecen de sentido incluso para los patriotas más enardecidos, puesto que este enardecimiento patriótico es mucho menos ya que una creencia, una emoción o un discurso. Es simplemente una fijación. Podría ser cualquier otra. Es un irredentismo que se convierte en pegamento eficaz de un determinado grupo humano precisamente por lo que tiene de excesivo, fantasioso y quimérico: los jóvenes de la kale borroka que reclaman muertes en nombre del Zazpiak Bat (siete provincias en un país) están defendiendo, no la posible separación del País Vasco español, sino la perpetuación ad náuseam de una quimera que obligaría a cambiar incluso las fronteras francesas para agregar a la independencia unos territorios septentrionables en los que apenas un puñado de ciudadanos siente esta necesidad. Los muertos, por tanto, que ETA deja en su camino, como el magistrado nacido en Girona Josep Maria Lidon, no son víctimas del fanatismo, como se dice. Son víctimas de un juego. Muertos reales que responden a una parodia de lucha. Es trágico ser víctima de una estrategia política criminal. Pero estos asesinatos realizados a la manera de un juego de rol convierten a las víctimas en residuos funerales de un sarcasmo. En esta lotería siniestra, la víctima pierde no sólo la vida, sino la condición sagrada de cadáver que incluso las tribus más primitivas concedían a sus enemigos.

La parodia etarra de la guerra, el hecho de reducir la guerrilla a un juego de rol es la avanzadilla más visible de la obscena desnudez de la violencia contemporánea. Algo parecido sucede con los invisibles muertos de las Torres Gemelas y con los cadáveres pastunes, uzbekos, turkmekos, hazaras, tayikos o balouches de las polvorientas trincheras de Afganistán, víctimas de no se sabe qué Dios, qué verdad, qué interés geoestratégico. Muertos gratuitos. Muertos sin causa o por una parodia de causa. Muertos que consiguen más audiencia en los telediarios que los cadáveres de ficción. Cadáveres que consiguen suplantar en la narración periodística a los cadáveres literarios. La violencia aparece hoy completamente desnuda de sentido. La verborrea nacional o política tiene todavía la pretensión de cubrir los cadáveres que produce con ropajes ideológicos. Es una pretensión grotesca o sarcástica que recuerda los vacíos juegos florales con que los artistas católicos del barroco hispánico o itálico se enfrentaban al tópico de la muerte y del vanitas vanitatis. Poetas que, como el fraile Agustí Eura, pretendían luchar contra la mundanidad regocijándose en sensuales visiones de gusanos corrompiendo cadáveres. O escultores que, como el Bernini de la vaticana tumba del papa Alejandro VII, representaban a la muerte con un fenomenal aparato retórico: esculpida en mármol de color de carne, una espléndida figura del Papa triunfante asciende con oceánicas vestiduras hacia el cielo místico mientras a sus pies se representa el rutinario símbolo de la muerte, con el par de fémures en forma de aspa y la inevitable calavera. Para expresar el deseo, la sensualidad, la pasión, el exceso, el juego o la ironía, muchos artistas barrocos no tenían más remedio que recorrer a conceptos literalmente contrarios: la muerte, la santidad, la pureza, la austeridad, la contención y la severidad. Incluso el Quevedo más celebrado (el de 'serán ceniza, más tendrán sentido; / polvo serán, más polvo enamorado') está hablando de los excesos amorosos. Si en lugar de besos habla de ceniza no es más que la explotación de recursos retóricos: la paradoja, la antítesis.

Nuestra época tiene, sin lugar a dudas, un perfil barroco. Nada es lo que parece y todo está sometido al equívoco, al juego, a la parodia, a la ironía. A la paradoja. A diferencia del arte barroco, sin embargo, el juego se representa no mediante la ficción lírica, no sobre un lienzo o con el mármol. Se realiza con cuerpos reales. Estaba de moda el body art más lúgubre: pincharse, tatuarse, anillarse. Ha sido superado. El juego consiste ahora en obligar a un involuntario artista a protagonizar la broma de su propia muerte.

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