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Columna
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Drenar el pantano

Josep Ramoneda

Han pasado 19 años desde que Pujol tuvo que afrontar la primera y única moción de censura (la de Benet y el PSUC) de su largo reinado. Con este dato bastaría para entender lo que ha sido la política en la autonomía catalana surgida del Estatuto de Sau: un pantano en el que todo el que se mueve queda enfangado en la sopa de una corrección política que nadie ha contestado seriamente en todo este tiempo. Durante dos décadas la oposición ha sido incapaz de presentar un proyecto realmente alternativo. La única vez que ha amenazado al poder convergente (1999) fue sobre la base de un liderazgo personal -el de Maragall- más que de un programa político. Con la ayuda de san Pancracio y con el impagable regalo que le hizo el PSC al dejar la Generalitat en sus manos cuando no tenía mayoría suficiente, Jordi Pujol construyó el terreno de juego a imagen y semejanza propia. Nadie fue capaz de impedirlo, nadie fue capaz de obligar a ampliar el campo de juego: la vida política catalana, como en un partido de rugby malo, consistió en un mogollón de políticos corriendo detrás de las patadas a seguir lanzadas por el presidente. El partido ha estado condicionado siempre por un tabú: nadie ha pedido la medición de los límites del campo. Desde el PP al PSC, todos han acabado metiéndose dentro a empujones sin preocuparse lo más mínimo por si una parte de la sociedad catalana se quedaba fuera. Ocasionalmente alguien levantaba la voz para quejarse de la estrechez de los límites de lo políticamente posible. Pronto quedaba a beneficio de inventario. En todas las familias políticas siempre aparecía la voz de la ortodoxia para exigir que nadie se extraviara. Y hasta aquí hemos llegado. Si parece que las líneas del campo empiezan a borrarse, si la gente siente fatiga al andar por el pantano y busca cobijo en la abstención, no es tanto por lo que haya hecho y denunciado la oposición como porque la pasta del pujolismo se ha ido haciendo tan espesa que incluso los suyos tienen dificultades para avanzar. Miran al mundo exterior y ven como otros, sin estos lastres, van más deprisa.

En este contexto llega la segunda moción de censura de la historia del pujolismo. Como casi todos las mociones de censura que las oposiciones presentan ante mayorías de gobierno, está perdida de antemano. No es esto un motivo para descalificarla. Las mociones de censura se hacen para demostrar que hay una alternativa preparada para sustituir a un gobierno que está perdiendo el pulso. Así lo hemos visto en la pequeña historia de la democracia española, en que las mociones de censura han sido preludio de cambio de gobiernos exhaustos. En este caso, para mayor complicación, Maragall juega con una desventaja añadida: no sólo la perderá, sino que al día siguiente la noticia será que Esquerra no le habrá votado, es decir, que ni siquiera habrá podido mantener la unidad de la izquierda frente a la pareja CiU-PP, que, votación tras votación, se había mantenido con cierta regularidad durante lo que va de legislatura. Y si el PSC se queja de la abstención republicana, se le podrá recordar que él también se abstuvo en la moción de hace 19 años.

Pero, en fin, a pesar de este obstáculo, hay que partir del principio de que las mociones de censura no se hacen tanto para ganarlas en votos como para conquistar el futuro. Y es en este sentido como habrá que evaluar el papel de Maragall: dos décadas después, ¿será el PSC capaz de presentar una alternativa creíble y entendible a la mayoría CiU-PP? ¿O seguirá Maragall pugnando por conquistar un espacio bajo el sol del pujolismo cuando las últimas elecciones demostraron que esto sirve para desmovilizar al electorado adversario, pero no para movilizar plenamente al propio?

La moción de censura en este sentido será también una cuestión de lenguaje: si Maragall consigue imponer la idea de que en Cataluña no hay una sola forma de decir las cosas, si consigue mostrar signos suficientes de que todo podría hacerse y decirse de otra manera, habrá empezado a conquistar el futuro. De lo contrario, corre el riesgo de formar parte definitivamente de este pasado en que la oposición ha acabado entrampándose siempre y del que corremos el peligro de no salir, por falta de que alguien se decida a cambiar la inclinación del plano que Pujol lleva 20 años aguantando para que el agua baje de un solo lado.

Las circunstancias en las que llega la moción de censura no son las mejores. Un momento de este tipo acostumbra a ser la culminación de un proceso de erosión continuado del gobierno; pero el desgaste que CiU lleva es fruto de su propia inercia, de una coalición tan asentada que cada vez le cuesta más moverse, con lo cual frena los impulsos del país, más que efecto de un trabajo sistemático desde la oposición. Para mayor complicación, los acontecimientos del 11 de septiembre han hecho que la moción de censura -que finalmente se justifica por su impacto mediático- haya quedado en un plano muy secundario, porque la ciudadanía tiene la cabeza en otra parte. Maragall, por cierto, tendrá la oportunidad de hacernos saber qué piensa de lo que está pasando en el mundo, porque en este terreno (el que más preocupa a la gente hoy) está tan silencioso como su colega Rodríguez Zapatero.

Hay que buscar, pese a todo, el lado positivo de las cosas: que por fin Pujol tenga que afrontar una moción de censura debería ser motivo para confiar en que la oposición se decida a romper las amarras que la han mantenido atada al campo de juego del pujolismo. Hace un par de semanas Pujol, Maragall y Carod (que se sacó, además, un hábil dribling que descolocó a los otros dos) ofrecieron un debate que prometía cierta rehabilitación de la vida parlamentaria. La mejor noticia sería que la moción de censura abundara en esta misma dirección y marcara una continuidad que permitiera que también Cataluña recuperara el gusto por la mejor política, aquella en que las ideas y el pragmatismo no están reñidas y en que el gobernante se ve obligado a luchar contra una de las enfermedades crónicas del que alcanza el poder: la falta de apetito parlamentario. Si además, por primera vez, la izquierda fuera capaz de presentar una alternativa clara para empezar a drenar el fango del pantano, sería fabuloso.

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