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La crisis obliga a Bush a olvidar su liberalismo económico

El presidente de EE UU cuenta para su plan contra la recesión con el superávit presupuestario que le legó Clinton

Soledad Gallego-Díaz

'Nuestra economía ha sufrido un golpe, muchas personas han perdido su trabajo esta semana y muchos norteamericanos han visto también cómo el valor de sus inversiones en bolsa sufría una gran bajada. Pero aún así la economía norteamericana sigue siendo fundamentalmente fuerte'. El presidente George Bush aprovechó su tradicional mensaje radiado de este fin de semana para intentar infundir confianza a un país que empieza a estar más preocupado por la marcha de su economía que por los puros preparativos de la guerra.

Excepción hecha de las ayudas de emergencia y el primer paquete de apoyo a las líneas áereas, Bush se ha escudado hasta ahora en vaguedades de este tipo y ha rehuido explicar qué medidas concretas va a tomar para hacer frente a la recesión que todos los analistas predicen. Pero según pasan los días, la curva de Wall Street sigue reflejando una de las caídas más brutales de su historia y se anuncian nuevos despidos, se van levantando más voces que le piden claridad y decisión.

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En cualquier caso, la idea básica de los republicanos de que los gobiernos deben dejar las manos fuera de la economía y reducir su tamaño ha desaparecido como por ensalmo, casi al mismo ritmo al que muchas de las grandes empresas de Estados Unidos empezaban a pedir árnica y el apoyo económico de Washington.

Las decisiones no son fáciles y es casi seguro que tras el silencio de Bush se esconde una dura discusión interna entre quienes quieren recortes fiscales para animar el consumo (en su mayoría demócratas) y quienes prefieren reducir las cargas de las empresas para impulsar la inversión. Y, más importante todavía, se ha producido un serio enfrentamiento entre quienes piensan que lo peor es que se tomen medidas precipitadas que terminen dando un estímulo excesivo y alimentando la inflación, como mantiene el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, y quienes piensan que ya hay suficientes señales, despidos masivos, malos resultados empresariales y consumo congelado, como para abrir la cartera y empezar a financiar programas de reactivación.

Greenspan, que estaba fuera de Estados Unidos cuando se produjeron los atentados, fue una de las pocas personas para las que se abrió en las primeras horas el espacio aéreo de Washington. Su presencia era reclamada con ansiedad por el novato presidente Bush y nada más bajar la escalerilla empezó a organizar grandes inyecciones de liquidez en el sistema bancario y financiero.

El presidente de la Reserva Federal fue también decisivo en las primeras horas de reapertura, hace justo una semana, de Wall Street. La caída de la bolsa fue terrible, más de un 7%, pero los analistas creen ahora que hubiera llegado a hundirse un 10% si Greenspan no hubiera tomado la repentina y sabia decisión, justo una hora antes de reanudar las operaciones, de bajar medio punto los tipos de interés. Fue Greenspan también quien telefoneó directamente a su colega del Banco Central Europeo, Win Duisenberg, para solicitarle que el BCE hiciera lo mismo.

Las presiones del presidente de la Reserva Federal debieron ser insuperables, porque hasta ese momento parecía que Duisenberg no tenía intención de reducir los tipos de interés en Europa. Por lo menos eso había asegurado públicamente 48 horas antes del recorte. Algunos analistas piensan que los banqueros de la UE no le perdonaran nunca a Duisenberg ese dubitativo movimiento.

La influencia de Greenspan palidece sin embargo cuando se trata de decisiones no sólo económicas, sino de gran calado político. Bush el Viejo ganó una guerra y perdió las elecciones porque no supo controlar la crisis económica ni ayudar a crear empleo y los asesores de Bush el Joven, que se enfrentan hoy al mismo problema, parecen haber aprendido. No sólo ellos, sino prácticamente todo el partido republicano parece convencido estos días, de repente, de que en épocas de crisis conviene suavizar las teorías no intervencionistas.

Los congresistas y senadores han demostrado ya que están dispuestos a echar mano sin problema del gran superávit presupuestario que dejó la administración Clinton (ya comprometido en parte en una bajada de impuestos). Y, sobre todo, que escuchan con verdadera delicia a los analistas que predicen que con un mayor gasto federal y un recorte de impuestos simultáneo se puede llevar el crecimiento de la economía americana en el 2002 por encima del 3%.

Menos protección

Lo que parece evidente es que la sociedad norteamericana está peor equipada que hace años para hacer frente a una recesión que lleve al desempleo a millones de trabajadores porque durante estos años de riqueza y esplendor no se ha aprovechado para mejorar las redes de asistencia social sino que, por el contrario, se han reducido y recortado sustancialmente.

Thomas Palley, uno de los dirigentes del principal sindicato del país, el AFLCIO, explicó el pasado viernes que en este momento las condiciones para acogerse al seguro de paro son más duras que lo que eran hace años y que también se han reducido los beneficios: como media, el seguro representa sólo un tercio de los ingresos previos del trabajador y dura como máximo 26 semanas.

Incluso las medidas de asistencia pública más elemental, como los llamados 'sellos de comida, a los que están acogidos ahora 17 millones de norteamericanos, han endurecido y complicado ultimamente las condiciones de acceso. 'Si el Gobierno federal puede dar miles de millones de dólares a las líneas áreas para que hagan frente al desastre, seguro que podría destinar algo de ese dinero a los cien mil trabajadores que ya han perdido el trabajo, en una sola semana, en el sector aeronáutico', advirtió Palley.

El presidente de EE UU, George Bush, junto a su esposa, Laura, ayer en un acto militar.
El presidente de EE UU, George Bush, junto a su esposa, Laura, ayer en un acto militar.REUTERS

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