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Columna
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Homenaje a Juan Muñoz

Al mismo tiempo que el cuerpo de Juan Muñoz regresaba a su Madrid natal, el viernes por la mañana, yo me encontraba en la Sala de las Turbinas de la Tate Modern, donde él había completado recientemente la que ha resultado ser, trágicamente, su última gran obra. Los dos ascensores que atraviesan la inmensa verticalidad del espacio se habían detenido por unos instantes en su memoria. Todavía no alcanzo a comprender el abismo entre la quietud y el silencio de ese momento en la Tate y esa fuerza vital que era Juan Muñoz.

Creo que los artistas no buscan, en general, la adulación de las multitudes; tal vez porque es su obra la que se expone a los ojos del espectador, y no ellos mismos. Lo que desean y necesitan son el respeto y la admiración de sus colegas. Cuando se inauguró la exposición de Juan en la Tate Modern, el pasado mes de junio, lo más importante para él fue el hecho de que amigos y artistas tan entendidos y exigentes como Rachel Whiteread y Anish Kapoor, Steve McQueen y Antony Gormley; sus colegas de Alemania, el fotógrafo Thomas Struth y el escultor Schütte; los escritores John Berger y Marina Warner y, sobre todo, su mujer, la escultora Cristina Iglesias, se unieron para expresar su admiración y su asombro por lo que había logrado realizar Juan en la Tate Modern. En sus conversaciones, él solía emplear metáforas de los juegos de cartas. En la partida de cartas que es el arte contemporáneo, lo que hizo en la Sala de Turbinas era una jugada increíble.

Juan y yo nos conocimos cuando yo trabajaba en el Intituto de Arte Contemporáneo (ICA), en Londres, a finales de los años ochenta. Él presentaba varias esculturas en una de las galerías, una de las cuales, un enano de pie sobre una mesa, se exhibe ahora en la Tate como homenaje a él. Las esculturas eran extraordinarias. Pero lo que más recuerdo fue su extraordinaria defensa, en una conferencia llena de la típica hostilidad sobre el futuro de la escultura, de jóvenes artistas británicos, Damien Hirst, Michael Landy, Gary Hume y otros a los que no conocía y cuya obra acababa de descubrir.

En esa época, se encontraba en el umbral de un evidente cambio cultural, en el que las esperanzas que habían sostenido el movimiento moderno empezaban a derrumbarse. 'Ahora somos conscientes -dijo- de los millones de historias que no nos hemos permitido contar durante los últimos 10 años, por nuestras sospechas sobre las condiciones de expresión. Las puertas se están abriendo de par en par... pero no sé cuánto vamos a adentrarnos verdaderamente en este territorio'.

Él recorrió una gran parte de ese territorio y volvió a conectar los lenguajes de la escultura con la experiencia de la condición humana, la historia, lo que él denominaba 'la casa de la memoria'. Tanto cuando trabajaba en casa, sobre una pequeña hoja de papel (dibujar era la actividad que le producía un placer más intenso), como en un espacio tan gigantesco como el patio interior del Museo Irlandés de Arte Moderno en Dublín, donde está instalado en la actualidad uno de sus grandes grupos de esculturas figurativas, Tema de conversación, o, al final, en la Sala de Turbinas de la Tate, su obra se caracterizaba por una compleja coreografía de espacio y tiempo, la figura y el tiempo. Reanudaba el vínculo con tradiciones figurativas comprendidas entre Goya y Giacometti, Beckett y Borromini, pero siempre con una voz peculiar e inconfundiblemente propia. Decir que ese viaje lo realizó sin miedo sería contar verdades a medias. En realidad, compartía sus incertidumbres como sólo saben hacerlo los más valientes y honrados.

Su obra está impregnada de una sensación de quietud, silencio y distanciamiento. Lo paradójico es que el autor era uno de los seres humanos más vitales, carismáticos y generosos que he conocido. Tenía una inmensa -y democrá-tica- capacidad de entablar amistades. Un día, en un restaurante de Madrid, se dedicaba a conspirar con su cuñado, el compositor Alberto Iglesias, y el actor John Malkovich, sobre una nueva obra (basada en las misteriosas patentes que a Juan le encantaba desenterrar en la Biblioteca Pública de Nueva York). Al día siguiente, estaba con mi familia en mi casa de Londres, cautivando a nuestros hijos o seduciendo a nuestra asistenta, Espe, para que le preparase un tentempié. Ninguno lograba resistirse a sus encantos. Ninguno tenía deseos de hacerlo.

Esa inmensa capacidad de amor y amistad comenzaba y terminaba por su mujer, la escultora Cristina Iglesias -con la que vivía a las afueras de Madrid y con la que compartía cada idea y cada sueño-, y por sus dos hijos, Lucía y Diego. Esa capacidad le convertía, asimismo, en el mejor de los colaboradores artísticos, ya fuera con John Berger en un trabajo para la radio -Will it be a likeness , que obtuvo los elogios de la crítica cuando se estrenó en Alemania, en 1996-, o en una serie de obras radiofónicas con el compositor Gavin Bryars -A man in a room gambling , encargada por Artangel en 1992 y que dio pie a una serie de memorables actuaciones en vivo de Juan en el BBC Theatre de Maida Vale en 1997 (presentado por la voz que hace los pronósticos para la navegación en la BBC, Peter Donaldson, cuya poesía sonora en cemento tanto intrigaba y divertía a Juan)-.

Pero tal vez lo más importante de todo es que su generosidad se extendía a cada una de las personas que viven su arte. Double bind, en la Tate, representa la apoteosis de su ambición de sumergir al individuo en el mundo de su obra.

En nuestra última conversación, hablamos de qué intentaba conseguir. Me dio una respuesta muy simple: 'Hacer que el mundo sea más grande'. Ha hecho que el mundo sea más grande, mucho más grande de lo que ya nunca podrá saber.

James Lingwood ha sido el comisario de diversas antológicas de Juan Muñoz.

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