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Columna
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Rilke

A veces, seguir las huellas de un poeta se vuelve una tarea difícil, cuando no median lápidas, placas recordatorias y casas museo: nos dejamos guiar por el ritmo del paisaje buscando acomodarlo al que vibra en sus versos, y bajamos calles y contemplamos esquinas tratando de recuperar aquel fogonazo, aquella intuición que hicieron posibles las metáforas que nos abrumaron. En Ronda perseguí al fantasma de Rilke: entre los palacios renacentistas, las cuestas, el olor a flores mortuorias, la inmensa maqueta de las montañas desde el puente sobre el tajo y los zaguanes del parador. Al anochecer, una pátina azul ensombrece las fachadas y los rostros; uno entiende que el gran poeta eligiera este enclave para inspirarse, además de todos aquellos otros por los que anduvo saltando, y no cuesta imaginarlo empotrado contra una roca, con un cuaderno en las manos, dictando al lápiz la última gran revelación de las Elegías de Duino, cuyo sexto número se comenzó aquí. El problema sobreviene en el momento en que, tras los pasos de Rilke, uno comienza a penetrar en las tiendas de souvenirs o se da dos vueltas alrededor de la muchedumbre de turistas que acordonan la plaza de toros; querríamos detenernos a paladear un paisaje, confrontarlo con los adjetivos del autor que nos arrastró hasta aquí, pero irrespetuosas exclamaciones anglosajonas prohíben todo el encanto. A última hora, y a pesar de los esfuerzos, regresamos a casa con un Rilke a retazos, el que hemos entrevisto a través de las rendijas de los pantalones cortos, los sombreritos de paja y los pilotos de las cámaras de vídeo: comprendemos que de alguna manera el fantasma del poeta huye ante el acoso de los turistas, y que los parajes que cargaron la tinta de su pluma han quedado huérfanos.

En Duino sucede lo mismo. Se trata de un pequeño pueblecito montado a horcajadas sobre el golfo de Trieste, cuyas escuetas casas caen en cascada hacia el Adriático. Mis amigos y yo pensamos que allí la presencia del ectoplasma de Rilke sería más nítida, casi física, y detuvimos el coche en un aparcamiento y nos internamos entre los arbustos. Ascendiendo las colinas, se logra una borrosa visión de los acantilados, los balandros, la propia ciudad de Trieste difuminada, el castillo de Marie von Thurn und Taxis, donde las Elegías dieron comienzo. La gerencia de turismo ha colocado un bloque de mármol en medio de un terrero con el mágico apellido del poeta, y asegura que aquél es el camino que sus pies seguían diariamente para llevarle palabras a los dedos. Si hoy tomamos el sendero, no tardaremos en chocar con gordos en bañador, manadas de niños con pistolas de agua y señoras miopes que inflan flotadores, porque un cámping lo ataja en cuanto va descendiendo hacia la playa; y si uno se detiene en lo alto de las rocas para contemplar el panorama y oxigenar el espíritu, puede encontrarse con que una alemana al rojo vivo le obliga a torcer la vista hacia los albatros. Finalmente, luego de luchar mucho con la idea, se acaba por entender que ni Rilke ni su espectro viven aquí, ni en Ronda, ni en ninguno de los lugares que lo invocan con carteles: si eligió estos rincones, fue porque en ellos podía conseguir la fertilidad de la soledad, esa voz única que prestaba savia a sus versos y que los turistas se han encargado cumplidamente de reventar.

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