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Volver a casa

En estos inclementes tiempos de intertextualidades desatadas no estará de más confesar paladinamente que el título de este artículo es un descarado plagio al revés del de la última novela que publicó todavía en vida la inolvidable Carmen Martín Gaite, que en 1998 se introdujo en la piel de uno de sus personajes para hacerle darse un paseo por los escenarios de su primera narración grande, Entre visillos, para comprobar de primera mano que todo regreso es imposible como tal, que siempre hay que 'irse de casa', como proponía desde su mismo título. Pues ya se sabe que los plagios revisten formas múltiples, que los hay literales y al derecho -los de los delincuentes- o clandestinos y al revés, que suelen ser los que practicamos los críticos literarios, siempre tan atentos 'al' (no a 'lo') negativo de la literatura y a darles la vuelta a los libros sin parar. Si no recuerdo mal, la protagonista de Carmiña regresaba a aquella implícita Salamanca de sus orígenes para volverse a marchar al final, bien que dejándose algunos pelos en la gatera y quizá reformulándose la idea de volver a volver (¿'revolver'?) algún día, pues lo que había reencontrado no era además lo que había abandonado en su juventud, faltaría menos.

Así pues, podríamos corregir no tanto a Azorín -que lo dijo muy bien en su 'vivir es ver volver'-, sino a casi todas las interpretaciones que se han dedicado a su tan célebre y manoseada frase, sobre todo en estos nuestros asendereados tiempos que tan denodadamente trituran y estrujan su presente en nombre de un futuro siempre virtual. Hoy estamos más bien fascinados por ese posible futuro que tiene que llegar para salvarnos no tanto del pasado del que abominamos sin parar -hasta el punto de olvidarlo y enterrarlo para siempre-, sino de un presente tan inseguro que no tenemos más remedio que apuntalarlo con los conjuros de ese porvenir que continuamente profetizamos para ver si se cumple de una vez. Aviados estamos, no aprenderemos nunca, todas nuestras profecías resultan siempre equivocadas, pues no son otra cosa que mera publicidad para justificar un presente que sigue desvaneciéndose a toda rapidez, tan injustificable y efímero como siempre. A veces, cuando más pesimista me siento, suelo proclamar que el tiempo no existe salvo como una muleta metodológíca, que nada cambia en profundidad, que sólo existe el pasado, el único tiempo que siempre nos amenaza por su fijeza mortal, aunque luego vengan los historiadores -que son los novelistas de hoy, del mismo modo que los narradores quieren ser ahora historiadores, piensen sobre esa plaga de la novela histórica de nuestros días, cuántas 'vocaciones' induce, produce y desvía el mercado- para entretenerse intentando cambiarlo a toda costa y sin parar.

Pero bueno, vuelvo otra vez -pues de eso se trata- a Carmen Martín Gaite y a Azorín, que son los dos polos en los que hoy me apoyo. Para la primera, siempre hay que marcharse de casa, aunque sin abandonar por ello el proyecto de volver, algo que debe presidir todas las fugas. Para el segundo, no se puede vivir sin volver, mejor dicho sin ver volver, pues siempre fue un nietzscheano de la mejor estirpe y le obsesionaba el eterno retorno. Pero, como era mucho menos retrógrado de lo que se piensa, creo que lo decía para poder seguir adelante limpiamente, con la debida sencillez y serenidad que siempre le caracterizó, pues nunca dejó transparentar sus infiernos interiores, ésa fue la clave de su vida y obra. No hay más remedio que irse de casa, y tampoco se podrá nunca vivir sin volver a casa, eso es todo. Naturalmente, todas estas reflexiones me han asaltado hoy, estos últimos días, cuando en cierto modo estoy regresando a casa, o al menos a una de las casas que antes me alojaron, estas mismas páginas que me albergaron antes durante casi catorce años, y de eso hace ya algo más de un decenio. Mi larga vida profesional que ahora se asoma a sus finales -se me han reconocido oficialmente cuarenta y un años cotizados a la Seguridad Social como periodista- ha sido bastante anfractuosa vista desde fuera, aunque a mí me parezca de una linealidad tan monótona como aplastante, a la que sólo mis continuas lecturas y las 'intermitencias del corazón' (como quiso y no se atrevió a decir Marcel Proust, que así pensó en titular su obra) han dotado de los debidos sobresaltos para seguir adelante.

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Pues el tiempo también tiene su corazón, cuyos latidos -diástoles y sístoles- nos los proporcionan esos sobresaltos entre esas fuerzas centrífugas y centrípetas que inexorablemente nos gobiernan, y de las que tan bien nos hablaron Azorín y Carmen Martín Gaite. Quizá en mi ya larga y casi extinta vida profesional esos movimientos puedan rastrearse a través de las empresas en las que he prestado mis servicios, y que, dejando aparte los años juveniles casi de prácticas en ciertas revistas sobre todo universitarias -alguna de ellas tan importante como Acento Cultural, que pagada por el Estado de entonces nucleó en su torno a casi toda la generación del realismo social- y al semanario SP, han sido cuatro periódicos, el inolvidable y ya desaparecido Informaciones, donde en verdad me formé durante once años, incluyendo siete de corresponsal en Francia, EL PAÍS después como ya he indicado, un año más en el sobresalto del efímero El Sol (que apenas duró medio más, la empresa era imposible) y casi diez en el Abc, hasta ahora mismo. En todos ellos, he prestado mis servicios como periodista y crítico literario, con la máxima independencia y lealtad a la vez y en la medida de mis fuerzas, y gozando siempre de la misma confianza y lealtad por parte de las empresas y los directivos que me contrataron, que siempre se han portado conmigo de la mejor de las maneras posibles, empezando por cumplir todos sus compromisos. No tengo queja alguna de ellos, sin excepción alguna, aunque a veces mis posiciones personales no coincidieran con las suyas, ése es otro problema, del que la marginalidad de mi trabajo como critico literario y la gentileza de mis sucesivos jefes me ha mantenido siempre alejado, gracias al cielo o a la materia en su caso. Yo he sido siempre el mismo, salvo mi natural evolución personal, ideológica y profesional, y he podido serlo desde luego también gracias a quienes así me lo han permitido, que conste. Y aquí estoy otra vez, con mis amores, mis obsesiones, mis fascinaciones, mis filias, mis manías y mis latiguillos -pues mis posibles odios o rechazos nunca han gobernado mi vida- y no tengo más promesas que hacer que la de seguir siendo el mismo, a estas alturas ya no puedo cambiar demasiado, y porque además me da la sensación de que no estoy volviendo a casa, sino que ahora estoy empezando a verme volver a casa, que si parece que es lo mismo quizá no lo sea del todo, muchas gracias.

Rafael Conte es periodista y crítico literario.

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