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Tribuna
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Con permiso

Por si no queríamos taza, taza y media. No sólo no hemos vencido en las urnas al adversario dentro de Euskadi, sino que ni siquiera habríamos convencido fuera del País Vasco a algunos a quienes suponíamos de nuestro lado. Se mete uno a intelectual para esto. Para que a estas alturas del desastre, y desde la barrera, ilustres censores te reprendan en nombre de una concepción de la democracia tan esmirriada que deja al ciudadano repleto de tópicos y desarmado de razones frente a la sinrazón nacionalista.

1. Así, se ha escrito que es en los métodos, y no en los fines, como se distingue a un demócrata del que no lo es. Y se añade que, cada vez que abandonamos el relativismo de nuestras convicciones, la democracia se convierte en una ideología, cuando en realidad sólo aspira a ser un método. Un procedimiento, se entiende, de agregación de votos para la toma de decisiones en una comunidad política. ¿A qué se reduce entonces la democracia?; a la regla de mayorías y al gobierno resultante de su aplicación. Por donde se demuestra lo que importaba demostrar, a saber, que el llamado nacionalismo democrático vasco es democrático porque se somete a este método.

Lo que pasa es que la democracia, ¿sabe usted?, no es sólo ni primero un método. Si fuera eso, la democracia podría y debería ser sustituida con ventaja por cualquier otro sistema de gobierno que se revelara más eficaz, cómodo o barato. Verbigracia, un dictador benevolente, un sabio generoso o un robot de robots. Si sólo tuviera que ver con los medios, democrática sería toda meta refrendada por la mayoría, igual da la aceptación de la esclavitud propia que la imposición de la ajena. Travestida en mera técnica, los grandes conceptos que la democracia invoca y en los que parecía sustentarse no pasan de ser adornos pomposos: igual, libre o justo sería nada más que lo que la mitad más uno estableciera en cada momento y lugar como tales. Antes, después y aparte de la facultad de sumar votos no habría nada, salvo el desnudo interés y la violencia bruta. Así es como se acaba dando la razón al pensamiento más reaccionario, que siempre vio en la democracia un mero capítulo de la aritmética.

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¿Que es mucho comparado con cualquier régimen autoritario de ordeno y mando?; pero francamente poco si lo medimos con eso que la democracia promete y a lo que de veras aspira. Porque la democracia es sobre todo un principio, del que deriva aquel método, y ese principio asienta que los individuos son los únicos e iguales sujetos de su comunidad política. Sujetos políticos no son un pueblo, una clase social o una iglesia, ni la común condición de ciudadanos nos la puede otorgar nuestra particular adscripción a una fe, una clase o un pueblo. Viniendo al caso, si hiciéramos residir la ciudadanía en la pertenencia a una etnia (o si este accidente por sí mismo concediera derechos), aviados estábamos para asegurar en sociedades modernas la convivencia civil. De suerte que en democracia todo es politicamente relativo, en efecto, menos el principio democrático mismo, que es el que relativiza (o sea, civiliza) todos los demás.

Es en este sentido en el que algunos venimos diciendo que el nacionalismo democrático vasco -como un proyecto político de raíz etnicista- no es lo bastante democrático. Será un nacionalismo pacífico al lado del violento, mayoritario comparado con el minoritario, moderado frente al radical...; pero sólo moderadamente democrático. Este déficit político no radica en sus medios, por más que el objetivo sea tan inalcanzable por las buenas que nunca viene mal que algunos meneen el árbol -siembren el temor- si otros quieren recoger las nueces. El problema comienza ya en sus fines, porque un propósito como el de la construcción nacional con vistas a la soberanía no resulta hoy legítimo en una sociedad plural como la vasca y tiene que engendrar el conflicto. Eso es una aspiración, no un derecho. Pero la carencia última radica en su fundamento, en el que pugnan sin descanso la razón cívica y la étnica, el presente político y el pasado mítico, la comunidad de todos y la exclusiva de algunos. Pues cuando se impone el segundo término, y en nombre de un pueblo que sólo es una parcela de su sociedad, el nacionalismo vasco predica y pretende el derecho de una parte de los vascos sobre el resto.

Para probar esta conclusión no hace falta remontarse al pensamiento de Sabino Arana, ni repasar el repertorio pastoral de monseñor Setién ni aprender metafísica. Es suficiente encarar con honradez cuestiones como éstas: ¿son democráticos (asumen la igual ciudadanía) los presupuestos de 'Ser para decidir', de la política lingüística, de los acuerdos entre los sindicatos nacionalistas, de la convocatoria de Udalbiltza, del censo ciudadano, del documento de identidad vasco, y así hasta decir basta (ya)?

2. Pero ésas son cosas sobre las que un buen demócrata, miren por dónde, ni tiene que preguntar ni está obligado a responder. Desde los griegos se ha dicho que lo más valioso del método democrático era el uso público de la palabra pública. Por lo que respecta a los vascos, en cambio, suponer que las ideas de las gentes influyan en su comportamiento civil, ofrecer y pedir razones políticas... resulta para algunos nada menos que síntoma de una grave patología. Nadie tiene por qué justificar su propia conducta en un proceso electoral. Se opina como se opina, se vota como se vota y el cuerpo electoral decide. ¿Ven qué fácil es ser demócrata?

Es tan sencillo como entrar en una tienda y adquirir la mercancía de nuestra predilección. Sólo faltaba que uno tuviera que justificar ante el vendedor por qué desea una chaqueta en lugar de unos zapatos o de entregar su importe a las obras parroquiales. Sólo faltaba que a los demás consumidores se les ocurriera pedirme explicaciones acerca de mis necesidades, de mis preferencias o del uso de mi poder de compra. La necesidad es mía y de ningún otro; poseo mi gusto, que nadie tiene derecho a enjuiciar ni modificar; y dispongo de dinero, que también es mío y lo gasto como me venga en gana. Aquella democracia degradada a método es la democracia entendida al modo de un mercado político. O sea, como un mecanismo de distribución de los recursos políticos a través de la expresión de preferencias mediante un voto..., sin que deba importarnos ni el modo de formación y el valor de verdad de esas preferencias ni el grado de equidad de aquella distribución.

Uno sugeriría que la abismal diferencia entre el mercado y la democracia estriba en que aquél organiza el tráfico de intereses privados entre seres económicamente desiguales, mientras que ésta ordena el interés común de los políticamente iguales... Minucias de moralista o de académico. Ya está bien de charleta, vengamos a la negociación o pasemos a la votación cuanto antes. ¿Para qué deliberar si una cosa es la teoría y otra la práctica, y sólo cuenta 'la correlación de fuerzas'? ¿A santo de qué contraponer opiniones, si cada cual tiene derecho a la suya y nadie lo tiene a persuadirle de la contraria? ¿Discutir para qué, si en el reino de la política no caben más que simples pareceres y ninguno de ellos debe creerse mejor fundado que otros? ¿Será entonces el principio democrático de gobierno tan aceptable como el derecho divino de los reyes o el de la raza superior al mando? Sin lugar a dudas, pues basta conceder a cualquier ocurrencia la libertad de ser expresada para que tal ocurrencia se convierta ipso facto en democrática. Es, como se sabe, la inevitable salmodia del señor Ibarretxe, esa de que todas las ideas políticas son legítimas. Semejante agudeza no sólo nada a favor de la corriente de opinión más mostrenca, sino que disuade del esfuerzo de pensar las opciones en liza, porque las equipara a todas, y de paso sustrae la suya a una mirada crítica que sería incapaz de soportar.

Y es que el peor efecto práctico (quiero decir político) del desprecio de la palabra pública en nuestras sociedades, de la renuncia a la batalla teórica en política, es que fortalece la postura del más fuerte y debilita la del más débil. No pida usted justificación de los programas políticos, porque todos se supongan igual de respetables, y eso es precisamente lo que conviene al programa más inicuo. Yo no digo que tras el debate abierto vaya a resplandecer al fin la verdad, y venga con ella el triunfo de los buenos y la derrota de los malos. Lo que digo es que, institucionalizado ese debate, hay alguna oportunidad de que la política menos razonable quede expuesta a la indignación o a la rechifla general y, sin tal debate, se pierde esa excelente baza para el descrédito de los unos, el prestigio de los otros y la enseñanza de todos. La argumentación pública, explica Jon Elster, produce resultados más equitativos que la negociación, aunque sólo fuera porque la hipocresía nos prohíbe sostener en voz alta ciertas barbaridades indefendibles. Ahí quisiéramos ver a los nacionalistas como tuvieran que revestir las suyas de una apariencia juiciosa: rebosantes en creencias, saben de sobra que carecen de argumentos y que la batalla de las ideas la tienen perdida.

Pero, al final, ¿acaso contamos con otro modo de discernir la voluntad colectiva que no sea el de sumar las voluntades individuales? Pues no, señores míos, sólo que el espíritu democrático -si no quiere ser tramposo- exige a la vez y con tanto énfasis una permanente educación política de esas voluntades. ¿Que lo primero es la lucha contra quienes nos amenazan de muerte? Naturalmente, pero a sabiendas de las bárbaras doctrinas en las que los agresores alimentan su 'derecho' a amenazarnos. ¿Que una mitad de los vascos habremos de convivir con la otra mitad? De eso se trata, y por eso no sólo acatamos la voluntad de la mayoría, sino que extremamos la tolerancia hacia el contrario y exigimos otrotanto de su parte. Pero nos mueve también el deber de no engañarnos y llamar a las cosas por su nombre. Lo que significa que seguiremos denunciando la sinrazón de la ideología nacionalista y sus secuelas..., porque en ello nos va la decencia individual y la salvación colectiva.

Aurelio Arteta es catedrático de Ética y Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.

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