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ARTE Y PARTE
Columna
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Can Mario de Palafrugell

El Empordanet -como le llamaba Josep Pla- empieza ya a moverse ante la inminencia del verano, en que la inmigración barcelonesa -mezclada con otras menos próximas- volverá a dominar el paisaje, los campos de golf, los restaurantes, los puertos turísticos, los pueblos de carton piedra, imponiendo por doquier el pésimo castellano de los pijos de la Diagonal. Y habrá que volver a agradecerles su presencia, sin la cual el Baix Empordà sería mucho peor. Sin ellos, sin esas casas pequeñoburguesas forzadamente anticuadas, sin los discretos jardines de cipreses y olivos trasplantados, sin sus rectorías restauradas, sin sus restaurantes pintorescos y sus parties ligeramente mundanas, el Baix Empordà sería peor porque en él quedaría sólo la vulgar especulación de los apartamentos del litoral y de los suburbios y la depauperación arquitectónica orquestada por los payeses y los ciudadanos locales que siguen manchando el paisaje con indignas instalaciones agropecuarias cuya arquitectura no sería admitida ni en el peor de los polígonos industriales. Es decir, una comarca con ciudades que se suburbializan, con costas mal densificadas y con paisajes agrícolas desvencijados.

Hace falta un gran proyecto urbano para no desaprovechar la gran ocasión histórica que representa la desaparición de Can Mario. ¿No sería el momento de convocar un concurso de proyectos?

De momento, no hay ningún síntoma de que se vayan a arreglar esos paisajes agrícolas: los payeses siguen construyendo sus almacenes y sus cuadras en el peor estilo chabola sin que nadie les obligue a aquella mínima buena educación -normas estéticas, se llaman- que se impone a la inmigración barcelonesa con la piedra, la teja envejecida, el ciprés y la buganvilla. En cambio, han aparecido algunos síntomas positivos en las dos otras áreas. En muchos núcleos turísticos de la costa, unos cuidadosos trazados de nuevos espacios públicos están urbanizando los desórdenes de la especulación. Y, por fin, parece que algunas de las antiguas ciudades consolidadas empiezan a tomar conciencia de sus propios problemas, los de su centro empobrecido y los de sus periferias dislocadas. Este es el caso, por ejemplo, de Palafrugell.

El núcleo urbano de Palafrugell no es precisamente una maravilla. Parece una ciudad que viva sometida a los cánceres absorbentes de sus expansiones litorales, sin fuerza para potenciar un centro aglutinador, que es lo que correspondería por su situación geográfica. Pero hace pocos años ocurrió un hecho trascendental: desapareció una inmensa industria de corcho -una industria tan arraigada a la vida de la ciudad que todavía se la llama Can Mario, el nombre del viejo fundador, un homenot de la serie de Josep Pla-, con lo cual ha quedado un enorme vacío en el mismo centro del viejo Palafrugell. Ese es hoy un tema muy habitual en muchas ciudades europeas: en Sesto San Giovanni, satélite de Milán, han desaparecido en pocos años las cuatro grandes siderurgias italianas y, de momento, no se sabe qué hacer con esos cuatro agujeros urbanos. En Bilbao, en cambio aprovecharon la desaparición de los altos hornos para poner en marcha una área cultural centrada en el Guggenheim. Palafrugell parece que también tiene ciertas ideas: el Ayuntamiento ha decidido conservar algunos de los edificios industriales -la mayoría, como siempre, de escasa calidad- para cobijar un museo del corcho y una colección fotográfica, abrir una plaza y absorber unas promociones privadas de vivienda. Pero los ciudadanos han comprendido que esas buenas intenciones no son suficientes. Se trata de una ocasión insólita para reconsiderar globalmente todo el núcleo central de la ciudad y dar un paso histórico trascendental. Ante esta posibilidad, una parte de la ciudadanía se ha movilizado reclamando al Ayuntamiento soluciones más globales y radicales, precisiones proyectuales y programas de gestión.

Para ello hay que empezar poniendo en duda muchos asuntos: si es adecuado conformarse con la rehabilitación museística de unos edificios urbanamente inadecuados; si una simple plaza desprogramada puede suplir todas las deficiencias del centro; si la propuesta no debe ampliarse a una área más extensa con otras edificaciones industriales obsoletas. Y, sobre todo, si se puede resolver con un simple Plan de Reforma Interior, un anacrónico instrumento urbanístico que se suele justificar sólo con los equilibrios cuantitativos y unas banales especificaciones funcionales. Esos ciudadanos comprenden que, con la absorción de Can Mario, se puede reconsiderar la plaza de la Iglesia, los mercados, los aparcamientos mal situados del entorno, la conexión con la circulación hacia la costa y, sobre todo, la expansión ordenada de la vitalidad central de la Plaça Nova. Es decir, hace falta un gran proyecto urbano para no desaprovechar esa gran ocasión histórica. ¿No sería el momento de convocar un concurso de proyectos?

Eso es lo que reclaman los ciudadanos que han tenido la valentía de plantear la polémica y que han abierto la esperanza de una nueva conciencia urbana después de muchos años de dejarse llevar por la presión desestabilizadora de las implantaciones exclusivamente urbanísticas. ¿Será ese de Palafrugell un ejemplo que repercutirá en la voluntad de rehabilitación de los centros históricos del Empordanet y, por tanto, un primer acto de reurbanización general?

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