Las claves del éxito
'La frontera del éxito', por Malcolm Gladwell. Espasa Hoy. 2001. El autor resume el libro como el estudio del punto clave para que 'cualquier cosa' se convierta en un fenómeno de masas. Dentro de este proceso, analiza la conducta de tres clases de personas: los enterados, los conectores y los vendedores natos, que desempeñan un papel decisivo en las epidemias sociales que se difunden de boca en boca y alcanzan el éxito.'La frontera del éxito', por Malcolm Gladwell. Espasa Hoy. 2001. El autor resume el libro como el estudio del punto clave para que 'cualquier cosa' se convierta en un fenómeno de masas. Dentro de este proceso, analiza la conducta de tres clases de personas: los enterados, los conectores y los vendedores natos, que desempeñan un papel decisivo en las epidemias sociales que se difunden de boca en boca y alcanzan el éxito.
La frontera del éxito
Malcolm Gladwell Espasa Hoy. 2001
A finales de 1994 y comienzos de 1995 la marca Hush Puppies, la de los clásicos zapatos norteamericanos de ante afelpado y suela de crepé, alcanzó el punto clave. Hasta entonces había permanecido casi en el olvido. Las ventas se habían reducido hasta los 30.000 pares al año, y casi se limitaban a tiendas y comercios de pueblos o ciudades pequeñas. Wolverine, la empresa fabricante, estaba planteándose retirar los Hush Puppies, que tan famosos habían sido en su momento. Pero, de pronto, sucedió algo insólito. Dos ejecutivos de la marca (Owen Baxter y Geoffrey Lewis) se encontraron, en una sesión de fotos, con un estilista de Nueva York que les dijo que los clásicos Hush Puppies estaban haciendo furor en los sitios de moda de Manhattan. 'Nos explicó', cuenta Baxter, 'que en el Village, en el barrio de Soho, había tiendas de segunda mano que estaban vendiendo montones de Hush Puppies. Los dueños los adquirían en los pequeños comercios tradicionales que aún recibían pedidos'. Al principio se quedaron perplejos. No tenía sentido que unos zapatos tan claramente pasados de moda volvieran de pronto con tanto tirón. 'Nos contaron que el propio Isaac Mizrahi los llevaba', dice Lewis. 'Bueno, tengo que confesar que en aquel momento no tenía ni idea de quién era este señor'. [Es un diseñador de ropa neoyorquino].
En el otoño de 1995 empezaron a pasar cosas a toda velocidad. Primero contactó con ellos el diseñador John Bartlett, diciendo que quería usar Hush Puppies en su colección de primavera. Luego llamó Anna Sui, otra diseñadora de Manhattan, que también quería sacarlos en sus pases. El diseñador Joel Fitzgerald, de Los Ángeles, puso en el tejado de su tienda de Hollywood un basset hinchable de 7,5 metros, el emblema de la marca, y adquirió la galería de arte que tenía al lado para reconvertirla en boutique dedicada en exclusiva a Hush Puppies. Durante las obras de reforma del local entró el actor Pee-wee Herman pidiendo ya dos pares. 'La noticia había corrido de boca en boca', recuerda Fitzgerald.
En 1995, la empresa vendió 430.000 pares del modelo clásico, el año siguiente vendió el cuádruple y al otro aumentó todavía más las ventas, hasta que Hush Puppies volvió a convertirse en pieza imprescindible del armario de todo joven norteamericano. En 1996, Hush Puppies recibió el premio al mejor accesorio, que otorga el Council of Fashion Designers (Asociación de Diseñadores de Moda), en una cena que se celebró en el Lincoln Center. El presidente de la empresa subió al escenario junto a Calvin Klein y Donna Karan. Él mismo fue el primero en admitir que se le estaba otorgando un galardón por un hecho en el cual su empresa había tenido más bien poco que ver. Los Hush Puppies habían resurgido de un modo inesperado. Todo había empezado con un puñado de chavales del East Village y del Soho.
¿Cómo fue posible? Aquella panda de chavales anónimos seguro que no se habían planteado hacer propaganda de la marca. Al contrario, probablemente decidieron usar esos zapatos porque nadie más los llevaba ya. Aquel mismo impulso lo tuvieron dos diseñadores de moda, que quisieron utilizarlos para vender sus modelos de alta costura. Los zapatos no eran más que un toque divertido. A nadie se le había ocurrido poner de moda otra vez los Hush Puppies. Sin embargo, eso fue justo lo que pasó. Los famosos zapatos alcanzaron un cierto nivel de popularidad y, a partir de ahí, empezó todo. ¿Cómo es posible que unos zapatos de 30 dólares pasaran de un puñado de melancólicos de los setenta y unos cuantos diseñadores de Manhattan a ocupar un sitio en todos y cada uno de los centros comerciales de EE UU en sólo dos años?
No hace mucho, en East New York y Brownsville (barrios periféricos de la ciudad de Nueva York, donde reina la mayor de las miserias) las calles parecían paisajes fantasmales al caer la noche. A esas horas ya no había gente normal y trabajadora paseando, ni niños montando en bici. Tampoco había viejos sentados en los bancos de los parques o en las escaleras de los portales. Al hacerse de noche, la mayoría de la gente se quedaba en casa, a salvo de los delincuentes que poblaban las aceras de aquella zona de Brooklyn trapicheando con droga, o de las bandas organizadas que usaban las calles como campo de batalla para sus tiroteos. Muchos policías destinados en Brownsville en los años ochenta y a principios de los noventa cuentan que, en aquella época, en cuanto se ponía el sol empezaba un parloteo incesante en las radios de la policía entre los agentes y sus soplones, acerca de toda clase de delitos violentos y peligrosos. En 1992, en la ciudad de Nueva York hubo 2.153 asesinatos y 626.182 delitos graves, de los cuales la mayor parte correspondía a los distritos de East New York y Brownsville. Pero, de repente, ocurrió algo sorprendente. Sin que se supiera la razón exacta, la tasa de delincuencia empezó a descender. En cinco años, los asesinatos se redujeron en un 64,3%, descendiendo hasta los 770, mientras que los delitos totales se redujeron hasta casi la mitad (355.893). Las aceras de East New York y Brownsville volvieron a llenarse de transeúntes, de nuevo circularon las bicicletas y los ancianos volvieron a sentarse fuera. 'Durante una época, los tiroteos eran algo tan habitual en estas barriadas que parecíamos estar en plena jungla de Vietnam', cuenta el inspector Edward Messadri, jefe del distrito policial de Brownsville. 'Ahora no se oye ni un disparo'.
Si preguntáramos a la policía de Nueva York nos dirían que fue gracias a la mejora notable de las estrategias de acción policial. A su vez, los criminólogos destacan el declive del comercio del crack y el envejecimiento de la población. Por último, los economistas indican que el progreso económico que vivió la ciudad durante la década de los noventa tuvo por efecto dar trabajo a quienes, de otro modo, habrían terminado convertidos en delincuentes. En fin, éstas son las explicaciones convencionales del aumento y posterior descenso de la tasa de crímenes, pero en el fondo ninguna basta para convencernos, como tampoco parece convincente que un reducido grupo de jóvenes del East Village provocara el resurgimiento de los Hush Puppies. Los cambios producidos en el mercado de la droga, en la composición demográfica y en los factores económicos son variaciones a largo plazo que afectan a todo un país. No bastan para explicar por qué se redujo la criminalidad en la ciudad de Nueva York de manera tan llamativa o en un lapso de tiempo tan corto. Claro que las mejoras a escala policial son un dato a tener en cuenta, pero no están en proporción con el gran efecto que se produjo en zonas como East New York y Brownsville. La tasa de criminalidad no se redujo paulatinamente a medida que fueron mejorando las condiciones, sino que cayó en picado. ¿Cómo es posible que el cambio en unos cuantos factores económicos y sociales produjera un descenso en la tasa de criminalidad de dos tercios en cinco años?
El mismo patrón
La frontera del éxito es la biografía de una idea. Se trata de una idea muy sencilla: consiste en pensar que la mejor forma de entender cualesquiera de los cambios misteriosos que jalonan nuestra vida cotidiana (ya sea la aparición de una tendencia en la moda, el retroceso de las oleadas de crímenes, la transformación de un libro desconocido en un éxito de ventas, el aumento del consumo de tabaco entre los adolescentes o el fenómeno del boca en boca) es tratarlos como puras epidemias. Las ideas, los productos, los mensajes y las conductas se extienden entre nosotros igual que los virus.
El resurgimiento de los Hush Puppies y el descenso en la tasa de criminalidad de Nueva York son dos ejemplos sencillos de una de estas epidemias. Aunque parezca que no tienen mucho que ver entre sí, ambos casos comparten un mismo patrón fundamental. En primer lugar, se trata de dos muestras muy claras de conducta contagiosa. Nadie diseñó un anuncio diciendo que los tradicionales Hush Puppies eran guay y que todo el mundo tenía que empezar a llevarlos ya mismo. Al contrario, todo empezó porque unos chicos decidieron ponérselos para salir por las calles del centro, y así mostrar sus ideas sobre la moda. De esa manera infectaron a quienes les veían con el virus Hush Puppies.
El descenso en la criminalidad de Nueva York sobrevino de forma similar. No fue porque el numeroso grupo de aspirantes a criminales convocara una reunión en 1993 para decidir que no iban a cometer más delitos. Tampoco fue porque la policía lograra, como por arte de magia, intervenir en un elevadísimo porcentaje de situaciones que podrían haber acabado fatalmente. Lo que ocurrió fue que el escaso número de personas del reducido número de situaciones sobre las que la policía y los otros agentes sociales sí tenían alguna repercusión comenzó a comportarse de modo muy diferente, y que esa nueva conducta se extendió de alguna manera a otros posibles delincuentes en situaciones parecidas. Así, una gran cantidad de personas se vio infectada por el virus anticrimen en poco tiempo.
El segundo rasgo que caracteriza ambos ejemplos por igual es que unos pequeños cambios produjeron grandes efectos. Todas las razones posibles que explican el descenso en la tasa de delincuencia en Nueva York consisten en cambios marginales y paulatinos: el mercado del crack fue declinando, la población fue envejeciendo, la fuerza policial fue mejorando. Sin embargo, el efecto de todo ello fue drástico. Igual que había ocurrido con los Hush Puppies. ¿Cuántos serían aquellos primeros chicos que empezaron a ponerse los clásicos zapatos por el centro de Manhattan? ¿Veinte? ¿Cincuenta? ¿Cien a lo sumo? Y sin embargo, con su pequeño gesto se las apañaron para dar comienzo a una moda internacional.
Por último, ambos cambios ocurrieron en un lapso de tiempo muy corto. No fueron haciéndose poco a poco y con firmeza. Basta con echar un vistazo a cualquier tabla de tasa de criminalidad en la ciudad de Nueva York desde, digamos, mediados de los sesenta hasta finales de los noventa. El gráfico dibuja una especie de gran arco. En 1965 se produjeron 200.000 delitos, y a partir de ese momento el número comienza a aumentar rápidamente, duplicándose en dos años y continuando el ascenso sin interrupción hasta que llega a los 650.000 crímenes al año a mediados de los setenta. Durante las dos décadas siguientes se mantiene en ese nivel, hasta que en 1992 empieza a caer de manera tan pronunciada como el propio ascenso ocurrido 30 años antes. La tasa no se redujo paulatinamente, ni se desaceleró con suavidad. Lo que ocurrió fue que, llegado cierto momento, hubo un frenazo en seco.
Estas tres características (una, la capacidad de contagio; dos, que unas pequeñas causas provocan grandes efectos, y tres, que el cambio no se produce de manera gradual, sino drásticamente a partir de un cierto momento) son los mismos tres principios que definen cómo se extiende el sarampión en un aula del colegio o cómo ataca la gripe cada invierno. De las tres, la última (la idea de que las epidemias pueden iniciarse o acabarse de manera drástica) es la más importante, pues da sentido a las otras dos y nos permite comprender cómo tienen lugar hoy los cambios sociales. Ese momento concreto de una epidemia a partir del cual todo puede cambiar de repente se denomina punto clave.
Todos pensamos que el mundo en que vivimos hoy por hoy está muy lejos de ser un entorno sometido a las leyes de las epidemias. Analicemos brevemente el concepto de la capacidad de contagio. Al mencionar esta palabra tendemos a pensar en resfriados, gripes o quizá en cosas tan peligrosas como el VIH o el virus ébola. Nos hemos formado un concepto de lo contagioso sólo aplicado a la biología. Sin embargo, si hemos visto que hay tendencias contagiosas en la moda o en las conductas delictivas, cualquier cosa podría ser tan contagiosa como un virus. ¿No ha pensado nunca en lo que pasa con el bostezo? (...) Bostezar es algo tremendamente contagioso. Sólo por haber escrito la palabra 'bostezo' he conseguido hacer bostezar a algunos de los lectores que están leyendo estos párrafos. (...) Sospecho que algunos de ustedes sí lo han pensado, lo que significa que los bostezos pueden ser, además, contagiosos a nivel emocional. Es decir, que sólo por haber escrito una determinada palabra puedo hacer aflorar un sentimiento concreto en su mente. ¿Puede hacer esto el virus de la gripe? Dicho de otro modo: la capacidad de contagio es una propiedad inesperada que es posible encontrar en todo tipo de cosas. Debemos tenerlo en cuenta cuando nos dispongamos a reconocer y diagnosticar los cambios epidémicos.
El segundo principio de las epidemias (esto es, que unos pequeños cambios pueden provocar grandes efectos) resulta ser también una noción bastante radical para nuestra sociedad, pues, como humanos, hemos aprendido a establecer un tipo de aproximación ciertamente burda entre causa y efecto. Si queremos comunicar una emoción fuerte, o convencer a alguien de que le amamos, por ejemplo, nos damos cuenta de que tendremos que hablar con pasión o con mucha franqueza. Y si queremos darle a alguien una mala noticia, bajaremos el tono de voz y escogeremos las palabras con sumo cuidado. Hemos sido educados para creer que todo lo que forma parte de una transacción, una relación o un sistema tiene que estar directamente relacionado, en intensidad y dimensión, con el resultado esperado. Tomemos en consideración el siguiente juego. Digamos que le doy un trozo de papel, bastante grande, y le pido que lo doble hasta 50 veces. ¿Cuán grueso cree que será el taco de papel replegado que acabaríamos obteniendo? Para responder a esta pregunta la mayoría de la gente pondría en marcha su imaginación y me diría que el taco sería tan grueso como una guía de teléfonos o, si se atreven a ir más allá, tan alto como una nevera. La respuesta correcta es que la altura del taco de papel sería equivalente a la distancia de la Tierra al Sol. Y si tratáramos de plegarlo una vez más, el taco sería tan largo como ir al Sol y volver. En matemáticas, a esto se le llama progresión geométrica.
Cincuenta escalones
Pues bien, las epidemias son un ejemplo de estas progresiones geométricas: cuando un virus comienza a extenderse entre la población, se duplica una y otra vez, hasta que el hipotético pliego inicial queda convertido en un muelle de 50 escaloncitos que nos llevaría hasta el Sol. Nuestra mente encuentra extraño este tipo de progresión, pues el resultado (el efecto) parece absolutamente desproporcionado respecto de la causa inicial. Si queremos comprender el poder que encierran los movimientos epidémicos, debemos abandonar esta mentalidad sobre lo que es proporcional y lo que no. Tenemos que saber que a veces se producen cambios gigantescos a partir de acontecimientos casi insignificantes, y que además pueden sobrevenir muy rápidamente.
Esta posibilidad de un cambio repentino está en el meollo de la idea del punto clave, y quizá sea lo más difícil de aceptar. En los años setenta se usó mucho esta noción para describir el éxodo masivo de la población blanca de las viejas ciudades del noreste de Estados Unidos a zonas residenciales y urbanizaciones. Los sociólogos observaron que en todas las zonas se producía una especie de vuelco de cifras cuando el número de afroamericanos llegados a un barrio alcanzaba cierto punto (digamos, un 20%), pues la mayoría de los blancos que quedaban se marchaban casi inmediatamente. El punto clave es ese momento en que se alcanza el umbral, el punto de ebullición. Eso es lo que ocurrió con la tasa de delincuencia en Nueva York al principio de los noventa, y con los Hush Puppies. (...)
Mi objetivo con todo esto es dar respuesta a dos cuestiones muy simples que se hallan en el fondo de lo que a todos nos gustaría lograr (como educadores, padres, publicistas, gentes de negocios y diseñadores de políticas públicas): ¿por qué ciertas ideas, conductas o productos provocan epidemias y otras no?, y ¿qué podemos hacer si queremos iniciar deliberadamente y controlar una de estas 'epidemias benignas'?A finales de 1994 y comienzos de 1995 la marca Hush Puppies, la de los clásicos zapatos norteamericanos de ante afelpado y suela de crepé, alcanzó el punto clave. Hasta entonces había permanecido casi en el olvido. Las ventas se habían reducido hasta los 30.000 pares al año, y casi se limitaban a tiendas y comercios de pueblos o ciudades pequeñas. Wolverine, la empresa fabricante, estaba planteándose retirar los Hush Puppies, que tan famosos habían sido en su momento. Pero, de pronto, sucedió algo insólito. Dos ejecutivos de la marca (Owen Baxter y Geoffrey Lewis) se encontraron, en una sesión de fotos, con un estilista de Nueva York que les dijo que los clásicos Hush Puppies estaban haciendo furor en los sitios de moda de Manhattan. 'Nos explicó', cuenta Baxter, 'que en el Village, en el barrio de Soho, había tiendas de segunda mano que estaban vendiendo montones de Hush Puppies. Los dueños los adquirían en los pequeños comercios tradicionales que aún recibían pedidos'. Al principio se quedaron perplejos. No tenía sentido que unos zapatos tan claramente pasados de moda volvieran de pronto con tanto tirón. 'Nos contaron que el propio Isaac Mizrahi los llevaba', dice Lewis. 'Bueno, tengo que confesar que en aquel momento no tenía ni idea de quién era este señor'. [Es un diseñador de ropa neoyorquino].
En el otoño de 1995 empezaron a pasar cosas a toda velocidad. Primero contactó con ellos el diseñador John Bartlett, diciendo que quería usar Hush Puppies en su colección de primavera. Luego llamó Anna Sui, otra diseñadora de Manhattan, que también quería sacarlos en sus pases. El diseñador Joel Fitzgerald, de Los Ángeles, puso en el tejado de su tienda de Hollywood un basset hinchable de 7,5 metros, el emblema de la marca, y adquirió la galería de arte que tenía al lado para reconvertirla en boutique dedicada en exclusiva a Hush Puppies. Durante las obras de reforma del local entró el actor Pee-wee Herman pidiendo ya dos pares. 'La noticia había corrido de boca en boca', recuerda Fitzgerald.
En 1995, la empresa vendió 430.000 pares del modelo clásico, el año siguiente vendió el cuádruple y al otro aumentó todavía más las ventas, hasta que Hush Puppies volvió a convertirse en pieza imprescindible del armario de todo joven norteamericano. En 1996, Hush Puppies recibió el premio al mejor accesorio, que otorga el Council of Fashion Designers (Asociación de Diseñadores de Moda), en una cena que se celebró en el Lincoln Center. El presidente de la empresa subió al escenario junto a Calvin Klein y Donna Karan. Él mismo fue el primero en admitir que se le estaba otorgando un galardón por un hecho en el cual su empresa había tenido más bien poco que ver. Los Hush Puppies habían resurgido de un modo inesperado. Todo había empezado con un puñado de chavales del East Village y del Soho.
¿Cómo fue posible? Aquella panda de chavales anónimos seguro que no se habían planteado hacer propaganda de la marca. Al contrario, probablemente decidieron usar esos zapatos porque nadie más los llevaba ya. Aquel mismo impulso lo tuvieron dos diseñadores de moda, que quisieron utilizarlos para vender sus modelos de alta costura. Los zapatos no eran más que un toque divertido. A nadie se le había ocurrido poner de moda otra vez los Hush Puppies. Sin embargo, eso fue justo lo que pasó. Los famosos zapatos alcanzaron un cierto nivel de popularidad y, a partir de ahí, empezó todo. ¿Cómo es posible que unos zapatos de 30 dólares pasaran de un puñado de melancólicos de los setenta y unos cuantos diseñadores de Manhattan a ocupar un sitio en todos y cada uno de los centros comerciales de EE UU en sólo dos años?
No hace mucho, en East New York y Brownsville (barrios periféricos de la ciudad de Nueva York, donde reina la mayor de las miserias) las calles parecían paisajes fantasmales al caer la noche. A esas horas ya no había gente normal y trabajadora paseando, ni niños montando en bici. Tampoco había viejos sentados en los bancos de los parques o en las escaleras de los portales. Al hacerse de noche, la mayoría de la gente se quedaba en casa, a salvo de los delincuentes que poblaban las aceras de aquella zona de Brooklyn trapicheando con droga, o de las bandas organizadas que usaban las calles como campo de batalla para sus tiroteos. Muchos policías destinados en Brownsville en los años ochenta y a principios de los noventa cuentan que, en aquella época, en cuanto se ponía el sol empezaba un parloteo incesante en las radios de la policía entre los agentes y sus soplones, acerca de toda clase de delitos violentos y peligrosos. En 1992, en la ciudad de Nueva York hubo 2.153 asesinatos y 626.182 delitos graves, de los cuales la mayor parte correspondía a los distritos de East New York y Brownsville. Pero, de repente, ocurrió algo sorprendente. Sin que se supiera la razón exacta, la tasa de delincuencia empezó a descender. En cinco años, los asesinatos se redujeron en un 64,3%, descendiendo hasta los 770, mientras que los delitos totales se redujeron hasta casi la mitad (355.893). Las aceras de East New York y Brownsville volvieron a llenarse de transeúntes, de nuevo circularon las bicicletas y los ancianos volvieron a sentarse fuera. 'Durante una época, los tiroteos eran algo tan habitual en estas barriadas que parecíamos estar en plena jungla de Vietnam', cuenta el inspector Edward Messadri, jefe del distrito policial de Brownsville. 'Ahora no se oye ni un disparo'.
Si preguntáramos a la policía de Nueva York nos dirían que fue gracias a la mejora notable de las estrategias de acción policial. A su vez, los criminólogos destacan el declive del comercio del crack y el envejecimiento de la población. Por último, los economistas indican que el progreso económico que vivió la ciudad durante la década de los noventa tuvo por efecto dar trabajo a quienes, de otro modo, habrían terminado convertidos en delincuentes. En fin, éstas son las explicaciones convencionales del aumento y posterior descenso de la tasa de crímenes, pero en el fondo ninguna basta para convencernos, como tampoco parece convincente que un reducido grupo de jóvenes del East Village provocara el resurgimiento de los Hush Puppies. Los cambios producidos en el mercado de la droga, en la composición demográfica y en los factores económicos son variaciones a largo plazo que afectan a todo un país. No bastan para explicar por qué se redujo la criminalidad en la ciudad de Nueva York de manera tan llamativa o en un lapso de tiempo tan corto. Claro que las mejoras a escala policial son un dato a tener en cuenta, pero no están en proporción con el gran efecto que se produjo en zonas como East New York y Brownsville. La tasa de criminalidad no se redujo paulatinamente a medida que fueron mejorando las condiciones, sino que cayó en picado. ¿Cómo es posible que el cambio en unos cuantos factores económicos y sociales produjera un descenso en la tasa de criminalidad de dos tercios en cinco años?
El mismo patrón
La frontera del éxito es la biografía de una idea. Se trata de una idea muy sencilla: consiste en pensar que la mejor forma de entender cualesquiera de los cambios misteriosos que jalonan nuestra vida cotidiana (ya sea la aparición de una tendencia en la moda, el retroceso de las oleadas de crímenes, la transformación de un libro desconocido en un éxito de ventas, el aumento del consumo de tabaco entre los adolescentes o el fenómeno del boca en boca) es tratarlos como puras epidemias. Las ideas, los productos, los mensajes y las conductas se extienden entre nosotros igual que los virus.
El resurgimiento de los Hush Puppies y el descenso en la tasa de criminalidad de Nueva York son dos ejemplos sencillos de una de estas epidemias. Aunque parezca que no tienen mucho que ver entre sí, ambos casos comparten un mismo patrón fundamental. En primer lugar, se trata de dos muestras muy claras de conducta contagiosa. Nadie diseñó un anuncio diciendo que los tradicionales Hush Puppies eran guay y que todo el mundo tenía que empezar a llevarlos ya mismo. Al contrario, todo empezó porque unos chicos decidieron ponérselos para salir por las calles del centro, y así mostrar sus ideas sobre la moda. De esa manera infectaron a quienes les veían con el virus Hush Puppies.
El descenso en la criminalidad de Nueva York sobrevino de forma similar. No fue porque el numeroso grupo de aspirantes a criminales convocara una reunión en 1993 para decidir que no iban a cometer más delitos. Tampoco fue porque la policía lograra, como por arte de magia, intervenir en un elevadísimo porcentaje de situaciones que podrían haber acabado fatalmente. Lo que ocurrió fue que el escaso número de personas del reducido número de situaciones sobre las que la policía y los otros agentes sociales sí tenían alguna repercusión comenzó a comportarse de modo muy diferente, y que esa nueva conducta se extendió de alguna manera a otros posibles delincuentes en situaciones parecidas. Así, una gran cantidad de personas se vio infectada por el virus anticrimen en poco tiempo.
El segundo rasgo que caracteriza ambos ejemplos por igual es que unos pequeños cambios produjeron grandes efectos. Todas las razones posibles que explican el descenso en la tasa de delincuencia en Nueva York consisten en cambios marginales y paulatinos: el mercado del crack fue declinando, la población fue envejeciendo, la fuerza policial fue mejorando. Sin embargo, el efecto de todo ello fue drástico. Igual que había ocurrido con los Hush Puppies. ¿Cuántos serían aquellos primeros chicos que empezaron a ponerse los clásicos zapatos por el centro de Manhattan? ¿Veinte? ¿Cincuenta? ¿Cien a lo sumo? Y sin embargo, con su pequeño gesto se las apañaron para dar comienzo a una moda internacional.
Por último, ambos cambios ocurrieron en un lapso de tiempo muy corto. No fueron haciéndose poco a poco y con firmeza. Basta con echar un vistazo a cualquier tabla de tasa de criminalidad en la ciudad de Nueva York desde, digamos, mediados de los sesenta hasta finales de los noventa. El gráfico dibuja una especie de gran arco. En 1965 se produjeron 200.000 delitos, y a partir de ese momento el número comienza a aumentar rápidamente, duplicándose en dos años y continuando el ascenso sin interrupción hasta que llega a los 650.000 crímenes al año a mediados de los setenta. Durante las dos décadas siguientes se mantiene en ese nivel, hasta que en 1992 empieza a caer de manera tan pronunciada como el propio ascenso ocurrido 30 años antes. La tasa no se redujo paulatinamente, ni se desaceleró con suavidad. Lo que ocurrió fue que, llegado cierto momento, hubo un frenazo en seco.
Estas tres características (una, la capacidad de contagio; dos, que unas pequeñas causas provocan grandes efectos, y tres, que el cambio no se produce de manera gradual, sino drásticamente a partir de un cierto momento) son los mismos tres principios que definen cómo se extiende el sarampión en un aula del colegio o cómo ataca la gripe cada invierno. De las tres, la última (la idea de que las epidemias pueden iniciarse o acabarse de manera drástica) es la más importante, pues da sentido a las otras dos y nos permite comprender cómo tienen lugar hoy los cambios sociales. Ese momento concreto de una epidemia a partir del cual todo puede cambiar de repente se denomina punto clave.
Todos pensamos que el mundo en que vivimos hoy por hoy está muy lejos de ser un entorno sometido a las leyes de las epidemias. Analicemos brevemente el concepto de la capacidad de contagio. Al mencionar esta palabra tendemos a pensar en resfriados, gripes o quizá en cosas tan peligrosas como el VIH o el virus ébola. Nos hemos formado un concepto de lo contagioso sólo aplicado a la biología. Sin embargo, si hemos visto que hay tendencias contagiosas en la moda o en las conductas delictivas, cualquier cosa podría ser tan contagiosa como un virus. ¿No ha pensado nunca en lo que pasa con el bostezo? (...) Bostezar es algo tremendamente contagioso. Sólo por haber escrito la palabra 'bostezo' he conseguido hacer bostezar a algunos de los lectores que están leyendo estos párrafos. (...) Sospecho que algunos de ustedes sí lo han pensado, lo que significa que los bostezos pueden ser, además, contagiosos a nivel emocional. Es decir, que sólo por haber escrito una determinada palabra puedo hacer aflorar un sentimiento concreto en su mente. ¿Puede hacer esto el virus de la gripe? Dicho de otro modo: la capacidad de contagio es una propiedad inesperada que es posible encontrar en todo tipo de cosas. Debemos tenerlo en cuenta cuando nos dispongamos a reconocer y diagnosticar los cambios epidémicos.
El segundo principio de las epidemias (esto es, que unos pequeños cambios pueden provocar grandes efectos) resulta ser también una noción bastante radical para nuestra sociedad, pues, como humanos, hemos aprendido a establecer un tipo de aproximación ciertamente burda entre causa y efecto. Si queremos comunicar una emoción fuerte, o convencer a alguien de que le amamos, por ejemplo, nos damos cuenta de que tendremos que hablar con pasión o con mucha franqueza. Y si queremos darle a alguien una mala noticia, bajaremos el tono de voz y escogeremos las palabras con sumo cuidado. Hemos sido educados para creer que todo lo que forma parte de una transacción, una relación o un sistema tiene que estar directamente relacionado, en intensidad y dimensión, con el resultado esperado. Tomemos en consideración el siguiente juego. Digamos que le doy un trozo de papel, bastante grande, y le pido que lo doble hasta 50 veces. ¿Cuán grueso cree que será el taco de papel replegado que acabaríamos obteniendo? Para responder a esta pregunta la mayoría de la gente pondría en marcha su imaginación y me diría que el taco sería tan grueso como una guía de teléfonos o, si se atreven a ir más allá, tan alto como una nevera. La respuesta correcta es que la altura del taco de papel sería equivalente a la distancia de la Tierra al Sol. Y si tratáramos de plegarlo una vez más, el taco sería tan largo como ir al Sol y volver. En matemáticas, a esto se le llama progresión geométrica.
Cincuenta escalones
Pues bien, las epidemias son un ejemplo de estas progresiones geométricas: cuando un virus comienza a extenderse entre la población, se duplica una y otra vez, hasta que el hipotético pliego inicial queda convertido en un muelle de 50 escaloncitos que nos llevaría hasta el Sol. Nuestra mente encuentra extraño este tipo de progresión, pues el resultado (el efecto) parece absolutamente desproporcionado respecto de la causa inicial. Si queremos comprender el poder que encierran los movimientos epidémicos, debemos abandonar esta mentalidad sobre lo que es proporcional y lo que no. Tenemos que saber que a veces se producen cambios gigantescos a partir de acontecimientos casi insignificantes, y que además pueden sobrevenir muy rápidamente.
Esta posibilidad de un cambio repentino está en el meollo de la idea del punto clave, y quizá sea lo más difícil de aceptar. En los años setenta se usó mucho esta noción para describir el éxodo masivo de la población blanca de las viejas ciudades del noreste de Estados Unidos a zonas residenciales y urbanizaciones. Los sociólogos observaron que en todas las zonas se producía una especie de vuelco de cifras cuando el número de afroamericanos llegados a un barrio alcanzaba cierto punto (digamos, un 20%), pues la mayoría de los blancos que quedaban se marchaban casi inmediatamente. El punto clave es ese momento en que se alcanza el umbral, el punto de ebullición. Eso es lo que ocurrió con la tasa de delincuencia en Nueva York al principio de los noventa, y con los Hush Puppies. (...)
Mi objetivo con todo esto es dar respuesta a dos cuestiones muy simples que se hallan en el fondo de lo que a todos nos gustaría lograr (como educadores, padres, publicistas, gentes de negocios y diseñadores de políticas públicas): ¿por qué ciertas ideas, conductas o productos provocan epidemias y otras no?, y ¿qué podemos hacer si queremos iniciar deliberadamente y controlar una de estas 'epidemias benignas'?
La impredecible conducta de los virus
EN UNA de sus ruedas de prensa en la Casa Blanca, Bill Clinton se refirió a 'este famoso libro que todo el mundo está leyendo'. Para entonces, La frontera del éxito ya había pasado su propio punto clave y, como advertía el presidente estadounidense, toda persona que se preciara ya lo estaba leyendo o, al menos, ojeando para analizar 'cómo pequeños detalles pueden originar grandes diferencias'. Su autor, Malcolm Gladwell, nació en el Reino Unido en 1963, hijo de inglés y jamaicana, y creció en Canadá. Estudió Historia en la Universidad de Toronto y luego se dedicó al periodismo. Fue redactor de The Washington Post de 1987 a 1996, primero en la sección de Ciencia y luego como jefe de la corresponsalía en Nueva York. Pasó luego a la revista The New Yorker, en la que escribe en la actualidad. El libro es producto de sus observaciones mientras ejercía el periodismo. Por ejemplo, cuando había una epidemia de gripe, primero se extendía muy lentamente hasta que, en un momento determinado, todo el mundo se ponía enfermo. Luego observó que existía un gran paralelismo entre las epidemias médicas y las de carácter sociológico, que comparten los misterios y complejidades de la conducta humana. Gladwell establece una diferencia entre los modelos: en el caso de las enfermedades, es que se pueden atajar mediante prescripciones muy precisas; cosa que no ocurre en el caso de las epidemias sociales. ¿Por qué de repente la gente comienza a usar una marca de zapatos que estaba casi en quiebra y sin que haya mediado una agresiva campaña publicitaria? El autor resalta que no siempre el éxito en los mercados obedece al trabajo de los departamentos de marketing, 'porque, a veces, ideas, productos, mensajes y conductas se expanden siguiendo las imprevisibles pautas de los virus'.
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