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Columna
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La patria y la tricefalia

Josep Ramoneda

La coalición nacionalista que gobierna Cataluña ha sido noticia este fin de semana por el anuncio de Pujol de que no volverá a aspirar a la presidencia de la Generalitat y por el contrato de pareja suscrito entre Convergència y Unió que toma la forma de una federación de partidos. Las dos noticias están íntimamente relacionadas: Pujol renuncia a ser candidato pero se hace nombrar presidente de la nueva federación, con lo cual se asegura un rango orgánico superior tanto respecto a Mas, el candidato que él mismo escogió, como a los dirigentes de Unió, la otra formación federada.

Curiosamente, Pujol y Aznar, que viven momentos de tensión por la presión asfixiante que el PP está aplicando sobre CiU, preparan el futuro con guiones parecidos. Ambos se disponen a dejar paso a un nuevo candidato, ambos se reservan la última palabra desde la presidencia del partido. Aznar está en un momento álgido; por edad y por posición su decisión parece más gratuita (y, por tanto, más elogiable) que la de Pujol, que -como su partido- vive síntomas de agotamiento. Pero, independientemente de la peculiar situación de cada uno, es curioso que los dos opten por un modelo, la bicefalia (tricefalia en el caso de CiU), que ha sido profundamente denostado. Hasta el momento sólo ha funcionado en el PNV. El PSOE la ensayó fugazmente, con Almunia y Borrell, y fue un desastre. Ahora lo descubren PP y CiU. ¿Cuestión de moda? Más bien un ejemplo del sentido patrimonial que ambos tienen de su partido. Aznar y Pujol, por razones muy distintas -Pujol ha apurado hasta la última gota del cáliz del poder-, deciden renunciar a ser candidatos y están tan convencidos de que su partido está hecho a imagen y semejanza suya que lo adaptan a sus intereses personales, quedándose ambos en condición de presidentes. Un juego que sólo tiene un límite: la legitimidad del heredero, en ambos casos, vendrá del sufragio universal. Porque la de los ex presidentes ya sólo será moral e histórica. Si el heredero pierde, Aznar y Pujol seguirán mandando en sus partidos, quitando y poniendo nombres. Pero si el heredero gana puede que interprete su victoria como la conquista de la plena autonomía respecto al tutor, por mucha autoridad moral que éste tenga. No parece que el modelo vasco de sumisión del lehendakari al partido sea repetible fuera de aquel contexto y lugar.

El modo escogido por Pujol para su salida no es irrelevante porque tiene mucho que ver con su concepción del país y de la política. He oído decir a Pujol que las posiciones ideológicas que uno abraza en su juventud son muy determinantes y afloran siempre cuando uno se hace mayor. El nacionalismo de Pujol se formó en la tradición herderiana y romántica, con un sentido a veces casi místico de la patria, aunque fuera atemperado por el realismo del dinero que aprendió de su padre. El roce con la realidad ha hecho evolucionar a Pujol pero sin renunciar nunca a una visión entre naturalista y trascendental (la patria como garantía de nuestro ser) que funde la pasión por la tierra con el espíritu del pueblo. Como si Cataluña, alma y cuerpo, fuera una realidad orgánica anterior a sus habitantes. Este cuerpo y esta alma, por ser trascendentales, necesitan alguien que sepa interpretar sus designios. Pujol se sintió llamado por esta misión, es decir, construyó sobre ella lo que los clásicos llamarían su voluntad de poder. Y lo refrendó con una primera elección en la que no partía como favorito. La patria había impuesto su destino. Pujol había sabido componer un 'nosotros' que los otros candidatos no supieron encontrar.

Algunos no entienden la compatibilidad de esta visión fuerte del nacionalismo con el enorme pragmatismo de Pujol. Y por eso interpretan su comportamiento como puramente cínico. Se equivocan. Precisamente porque no tiene dudas de su misión, Pujol cree que casi todo debería estarle permitido, por el bien de la patria, por supuesto. Naturalmente, con el paso de los años y el uso del poder, debajo del manto ideológico se trenzó un importante sistema clientelar. La ideología nacionalista se convirtió en la coartada de un sistema de intereses, como ocurre, por otra parte, con todas las ideologías. Pero el tiempo es cruel y con su paso los intereses afloran y la ideología va perdiendo colorido. No por ello Pujol deja de pensar que Cataluña sin él queda desamparada, a merced del enemigo. ¿Qué Cataluña?, se preguntan algunos: ¿la Cataluña eterna de los sueños de juventud de Pujol o el sistema clientelar con el que se ha roturado el país? En la mentalidad de Pujol las dos son la misma cosa, según se desprende de la política entendida como conflicto entre amigos y enemigos, tan bien teorizada por Carl Schmitt. Los políticos ideológicamente más ruidosos acostumbran a ser también los más pragmáticos.

Esta visión organicista del país explica muchas de las actitudes de Pujol, desde el ninguneo del parlamento hasta sus relaciones con la prensa. Pujol nunca ha entendido que el sufragio universal no hace verdad ni bien, simplemente elige representantes. Cree que una mayoría política -mayorías por otra parte que apenas superan el tercio de los electores- es expresión de una hegemonía social que tiene que traslucirse en los medios de comunicación. Como si la mayoría fuera una limitación de la libertad de expresión de los demás o del pensamiento de las minorías. En su idea de la democracia, el gobernante una vez elegido debe tener manos libres. Por eso ha vivido siempre las obligaciones parlamentarias como una carga, como una pérdida de tiempo.

En 1975 Pujol cerró el ciclo de conferencias de las 'Terceras Vías' -una aparición tolerada de las fuerzas políticas antifranquistas- reconociendo que 'todas las posiciones que se han expuesto hasta ahora son nacionalistas o aceptan el nacionalismo catalán'. Y situando al nacionalismo como una respuesta democrática y europea. Pujol supo hacer suyo lo que inicialmente era de todos y contribuyó a ello la incompetencia de los socialistas que, frustrados por la derrota de 1980, le regalaron la Generalitat. El destino le ponía en su sitio: con los signos del nosotros catalán en las manos. Nadie ha sido capaz de echarle democráticamente. Se va él, sin haber perdido. Decía Edgar Faure que un político no es creíble hasta después de haber tenido la primera derrota. Pujol la tuvo en las generales de 1977: llegó cuarto. Desde luego, pasó la prueba de Edgar Faure con éxito. No volvió a perder nunca más. En su debe hay, sin embargo, un punto negro: no consiguió -o no quiso conseguir- que la totalidad de los catalanes asumieran la Generalitat como institución propia. Y en esto vamos a peor: en las últimas autonómicas la abstención batió todos los récords. Entre la Cataluña sagrada y la Cataluña real hay un desajuste. Sin Pujol, ¿se cerrará o se agrandará?

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