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Columna
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La cruzada pulmonar

Mientras a las vacas más cercanas se les esponja el cerebro y las fiebres porcinas cruzan Europa de norte a sur y de este a oeste, las instituciones comunitarias deciden tomar el toro por los cuernos y adoptar enérgicas medidas. En efecto, se trata de lo de siempre: la propuesta de subir los impuestos del tabaco y limpiar de una tacada mis pulmones y su conciencia.

La presión contra el tabaco se ha convertido en una excelente manera de exorcizar los miedos de la contemporaneidad, una forma fácil y barata de vencer todas nuestras contradicciones. Podemos intoxicarnos con sólo entrar en el súper, podemos palmarla en la cocina con sólo abrir un tetra-brik, nos acosan los aceites industriales, las harinas emponzoñadas y los arroces infestados de almidón, pero, ajena por completo a la catástrofe, la Unión Europea no soporta el aroma de una pipa.

No sólo se propone elevar las cajetillas a un precio exorbitante, la idea es aún mejor: considerar para todo el continente una uniforme subida, como si el sueldo de un peón de Córdoba fuera el de un ingeniero alemán o todavía más: como si fuera el de un eurofuncionario. Me pregunto si esta será otra de las numerosas disciplinas que Nicole Fontaine (esa mirada, esa sonrisa profundamente espongiformes) domina en la distancia palatina.

La Unión Europea, en otro tiempo un fascinante y ambicioso proyecto, me colma de decepciones. No sé si voy a abstenerme de fumar, pero lo que voy a hacer es abstenerme de votarles. Supongo que no puedo evitar que utilicen el dinero de mis impuestos (entre otros, el de los impuestos de mis malditas, numerosas, y cada vez más caras cajetillas), pero sí privarles de mi respaldo moral.

El proyecto europeo, en el fondo, era profundamente nacionalista, nacionalista en el sentido de adscribirse, per se, ciertas virtudes: entre otras la democracia, la tolerancia, el respeto a las libertades. Durante algún tiempo parecía posible que el europeísmo conciliara lo mejor de la tradición europea, pero acaso la pereza mental de los eurofuncionarios les ha arrastrado a contagiarse de lo peor de la tradición norteamericana: un puritanismo pacato, una hedionda moralina de escasa raigambre liberal y profunda circunspección calvinista.

Las instituciones europeas fueron incapaces de intervenir eficazmente en los Balcanes: reservan toda su valentía y todo su pundonor para afrontar el tabaquismo. Cuando ocurren estas cosas es que su valor político alcanza niveles subterráneos. A partir de ahora, en medio de la compleja burocracia bruselense, en medio de la patética imagen de presidentes de gobierno conquistando para su Estado cuotas de voto en el Consejo, el proyecto de una Europa unida y solidaria es cada vez más lejano.

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Las iniciativas higienistas podrán sucederse a partir de ahora a velocidad de vértigo: desorden en el espacio aéreo europeo, pero ambiente impoluto en los aviones que se estrellen; supermercados plagados de productos envenenados, pero severos carteles en que se prohíba fumar; leyes de extranjería para que la gente se ahogue en el Estrecho, pero en modo alguno permiso para fumar en los centros de acogida.

A cuenta de tantas restricciones, fumar, más que liberal, resulta ya libertario. Puestos a enviciarse, a uno se le ocurren cosas mucho peores: ejercer de salvapatrias a tiro limpio, dar de comer a las reses porquerías, contar cada mañana los cadáveres morenos que deja la marea en las playas de Málaga o de Cádiz. Esos sí que son vicios notorios. En Macedonia se empieza a escribir el enésimo capítulo de la tragedia balcánica y Europa volverá a mostrar la diligencia y la eficacia de una tortuga con reúma. No obstante, llegará el día en que los antiguos yugoslavos formen parte de la Unión y entonces se les pondrá difícil fumar. A los que queden vivos.

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