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Columna
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Una paz que empieza nunca

Las conversaciones para una paz convincente están aún por comenzar en Palestina.

Es cierto que el 13 de septiembre de 1993, amparados por el presidente Clinton en los jardines de la Casa Blanca, dos enemigos hasta entonces irreductibles, la OLP y el Estado de Israel, dieron el paso trascendental de reconocerse mutuamente. La autoridad palestina admitía la existencia de la entidad sionista y, con ello, su derecho a vivir en paz dentro de los límites anteriores a la guerra de 1967, y el Gobierno israelí levantaba una formidable hipoteca autoinfligida al reconocer a la formación, ya entonces ex guerrillera, como legítima representante del pueblo palestino.

Pero lo que se firmaba era solamente un acto de fe basado en el establecimiento de una autonomía administrativa en un rincón de los territorios ocupados, si bien que con aspiraciones de convertirse un día en verdadera paz para toda la región.

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Ninguna de las partes ha cumplido plenamente sus promesas. Israel ha vulnerado todos los plazos de retirada militar para la fundación de un poder palestino digno de tal nombre y hoy, con el bufante Ariel Sharon como primer ministro, el proceso de Oslo parece una quimera; y la Autoridad Palestina -que representa a la OLP en Cisjordania y Gaza- no ha sido capaz de acabar con el terrorismo anti-israelí. No es éste el lugar, sin embargo, de contabilizar responsabilidades por tanto incumplimiento, sino el de explorar el camino hacia adelante, caso de que exista.

Hasta la fecha, ha habido conversaciones, polémica también, diálogo formal sin duda, pero no negociaciones que puedan conducir a una paz que no sea sólo de papel, por la sencilla razón de que para semejante empeño hacen falta dos y el Gobierno de Jerusalén lo que, básicamente, ha hecho es negociar consigo mismo.

El grueso de la vasta literatura política sobre el asunto producida en los últimos años en Israel y su mouvance sionista, atestigua que ese debate sobre la paz, cuánta, cómo, por qué y para quién, tiene un gran ausente, que es el pueblo palestino.

Simplificando, hay dos grandes escuelas de pensamiento sobre la paz en el Estado israelí.

La derecha, sobrerrepresentada en el elemento sefardí, judío oriental, de fuerte acento religioso, y, de momento, también por la vasta inmigración rusa, aceptaría algún tipo de entidad política palestina que no se llamara, sin embargo, Estado independiente; que fuera territorialmente lo más reducida posible; que estuviera abarrotada de colonos judíos; que sufriera todo tipo de limitaciones de uso como la proliferación de controles militares sobre una división extrema del paisaje en retículas no conectadas entre sí; y, finalmente, que jamás comportara la devolución de la Jerusalén árabe, con la llamada Explanada de las Mezquitas o Monte del Templo, como se dice en Israel.

La izquierda, muy mayoritariamente de origen centroeuropeo y polaco -los askenazis-, distante o poco atenta a la cuestión religiosa, admitiría, en cambio, el Estado palestino formalmente independiente; evacuaría casi toda Cisjordania y Gaza; consentiría una mayor integración del territorio; no es imposible que cediera la administración de algunos barrios de Jerusalén; aceptaría algún tipo de derechos palestinos sobre la explanada islámica; se avendría a repatriar a una parte de los colonos, y la presión in situ de la fuerza armada israelí sería relativamente menor.

Pero, sobre dos extremos las coincidencias entre ambas escuelas son totales. Israel jamás renunciará al pleno dominio sobre el Muro de las Lamentaciones, que es como su partida de bautismo arqueológica, ni se resignará al regreso de un número mínimamente apreciable de los casi cuatro millones de refugiados palestinos que huyeron o fueron expulsados de lo que hoy es Israel en las guerras de 1948 y 1967. El líder palestino, Yasir Arafat, por su parte, ha afirmado recientemente, es cierto que un tanto por sorpresa, que sin una solución al problema de los refugiados no hay posibilidad de hacer la paz.

Esas dos escuelas llevan varios años debatiendo, precisamente, qué clase de paz cabe ofrecer a los palestinos sin preocuparse de por qué éstos quieren lo que quieren, cuándo lo quieren y cómo lo quieren, más allá de la jaculatoria perversa -en la que creen firmemente muchos israelíes- de que pidan lo que pidan, los árabes no tienen derecho a exigir nada, que lo que Israel devuelva serán siempre concesiones y no restituciones, y que si un día los palestinos tienen la sartén por el mango, dará igual todo lo firmado, porque se lo harán pagar a Israel pero que muy caro.

¿Por qué -cómo he oído declarar a numerosas y representativas voces palestinas- Israel negocia sin mirar al interlocutor?; ¿por qué, también, la izquierda israelí tenía que canonizar al primer ministro Isaac Rabin -el que firmó los acuerdos de Washington- tras su muerte a manos de un ultra judío en 1995, mientras que para la extrema derecha el asesinato era reparación y justo castigo a quien pretendía vender el patrimonio histórico del pueblo hebreo?

Porque para asumir que sus adversarios tengan derecho a exigir algo -según una personalidad tan autorizada como Salaj Tammari, ministro para los Asentamientos de la autonomía palestina- los israelíes se han de mirar al espejo e interrogarse sobre quiénes son y qué es lo que han hecho, quizá a riesgo de que les pase como a Dorian Gray, que descargaba en un cuadro todas las protuberancias indeseables de su vida.

Y esa operación es extremadamente delicada porque toda la historia del Estado de Israel, libros de texto, apólogos de los Padres Fundadores, mitología de sí mismo, está basada en que los israelíes no son responsables de nada; en que los palestinos no huyeron por su culpa, sino porque quisieron o porque los Estados árabes les incitaron a apartarse para mejor derrotar a los judíos -lo que también es cierto-; en que el árabe es traidor por naturaleza; e incluso, en la aceptación práctica de aquella disparatada declaración de un periodista judío del siglo XIX, Israel Zangwill, de que Palestina era 'una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra', como asumieron los fundadores laboristas del Estado, con Ben Gurion a la cabeza.

Evidentemente, hoy no es 1948, y la meritoria labor de un grupo de los llamados nuevos historiadores pone en cuestión el mito de la inocencia fundacional del Estado, que no es peor ni mejor que el de muchos otros pueblos, pero que barniza de mala manera lo que en el origen fue, simplemente, la expulsión de un pueblo por otro pueblo. Pero esa nueva y difícil conexión con la realidad, que impulsan autores como Ilan Papé y Benny Morris, está aún muy lejos de haber calado en la masa profunda de la sociedad israelí.

Ésa es la razón por la que había que canonizar o anatematizar, según los casos, a Rabin. El primer ministro que se había atrevido a introducir la figura del palestino en la ecuación nacional de Israel tenía que ser un icono inatacable para la izquierda, porque de esa manera ésta creía que se hacía añicos el espejo de su culpa en la fundación del Estado, ya que si la vía Rabin era la buena, sólo había que devolver ciertos territorios para que todos quedaran exculpados; o, en cambio, para el extremismo de la derecha era un tótem a destruir porque, reconociendo que el palestino existía, el líder asesinado implicaba, cualesquiera que fuesen sus mejores intenciones, que había un espejo en que mirarse.

Arafat y sus colaboradores han dicho a propios y extraños, aunque no de forma suficientemente pública, que no se trata de que vuelvan cuatro, ni tres, ni dos, ni un millón de refugiados, sino tan sólo un número indeterminado de los mismos que podría reducirse a unas cuantas docenas de millares, pero, también, que lo que sí es necesario es que Israel reconozca el mal causado.

Nadie sabe a ciencia cierta si cabe dar crédito a las palabras del líder palestino, y, por ello, tampoco se le puede exigir a Israel que se suicide para averiguarlo, pero, en palabras de un alto representante de la Autoridad Palestina, no digan entonces los israelíes que quieren la paz cuando no son capaces de reconocer su responsabilidad por el desahucio de casi todo un pueblo.

Hablemos, por fin, del holocausto, que, como un fantasma, sobrevuela esta cuestión, sin atreverse a revelar del todo su obscena presencia. El genocidio nazi jugó un papel decisivo para inclinar al mundo occidental a la aceptación de un hogar de derecho público para el pueblo judío, pero, precisamente, el pueblo que sufrió esa inabarcable ignominia tiene hoy aún mayor obligación de saber lo que le hace a los demás, aunque no quepa comparar, por ello, ni en magnitud ni en intencionalidad, una cosa con otra.

Eso es lo que, al modo de ver de destacados intelectuales palestinos, falta para la paz en Oriente Próximo; que el judío israelí deje de debatir a solas y reconozca que ha de hacerlo con el otro, porque el otro es su víctima; aunque, terriblemente, hay que añadir que nadie puede garantizar que ni siquiera eso baste para resolver el problema.

Es muy corriente escuchar hoy en Israel que ellos, los árabes -ni tan siquiera sólo el pueblo palestino- no quieren paz, sino venganza. Efectivamente, los maremotos de odio que ha desencadenado el conflicto es posible que exijan el paso de al menos una generación para que quepa pensar en una paz que pacifique las conciencias.

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